Matemos al tío de Rohan O'Grady
Traducción de Raquel Vicedo
ISBN: 978-84-15979-11-1
Encuad: Rustica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 320
PVP: 22 €
Barnaby Gaunt tiene
diez años y acaba de quedarse huérfano. Solo y desamparado en la vida, ha de
vivir con su tío, por lo que viaja a una preciosa isla remota de la costa de
Canadá, llena de amables ancianitos y donde hay hasta un policía montado.
A primera vista, todo indica que le espera un verano perfecto. Salvo por un pequeño problema: su tío está tratando de matarlo. Heredero de una fortuna de diez millones de dólares, Barnaby se cansa de decirle a todo el mundo que su tío, un hombre misterioso y aterrador, anda detrás de su herencia, pero nadie le cree. Nadie salvo Christie, una niña rara y de poco comer, que llega a la conclusión de que Barnaby solo puede detener a su demoniaco tío de una manera: matándolo primero a él. Y así, con la ayuda de Una Oreja, un puma salvaje a quien los isleños atormentan desde hace años, Christie y Barnaby traman un plan infalible.
A primera vista, todo indica que le espera un verano perfecto. Salvo por un pequeño problema: su tío está tratando de matarlo. Heredero de una fortuna de diez millones de dólares, Barnaby se cansa de decirle a todo el mundo que su tío, un hombre misterioso y aterrador, anda detrás de su herencia, pero nadie le cree. Nadie salvo Christie, una niña rara y de poco comer, que llega a la conclusión de que Barnaby solo puede detener a su demoniaco tío de una manera: matándolo primero a él. Y así, con la ayuda de Una Oreja, un puma salvaje a quien los isleños atormentan desde hace años, Christie y Barnaby traman un plan infalible.
El
sargento Coulter, de la Real Policía Montada del Canadá, vio como el SS Haida Prince atracaba en el muelle. Como la fotografía de un turista que cobrara vida,
Coulter era el símbolo perfecto de una justicia imparcial e impasible. Los
hombros se le marcaban a través de la
impecable camisa, y el cinturón Sam Browne, cuya piel había abrillantado hasta
conseguir el mismo marrón rojizo reluciente que el de sus botas de montar, le
ceñía la estrecha cintura. Las espuelas de acero de sus tobillos lanzaban
destellos al sol, tan fríos y duros como sus ojos azules, mientras que el
sombrero de ala ancha permanecía terco y firme sobre su cabeza.
Otros
se agostarían bajo el sol veraniego, pero él no. Él era el sargento Albert Edward George Coulter. Se
había situado allí como si vigilara el
Paso Jáiber, con la espalda tan firme como sus nombres, propios de reyes, y con la
garganta, tan roja como un ladrillo,
atrapada en el apretado cuello de la camisa.
El
señor Brooks, el viejo encargado de la oficina de correos, regente también de la tienda, se acercó al
oficial de policía; la cima de su cabeza
plateada apenas rozaba los augustos hombros del sargento Coulter.
—Buenas
tardes tenga usted, sargento.
El
señor Brooks agitaba un sobre abierto en la mano.
El
Montado relajó las facciones y saludó adustamente con la cabeza.
—Acabo
de recibir malas noticias, sargento. —El señor Brooks levantó la vista hacia el
policía—. Alquilamos nuestra casa durante el verano a un tal comandante
Gaunt... no, espere, déjeme ver... Oh, sí, comandante Murchison-Gaunt. Sus abogados escribieron para decir que
llegaría el 2 de julio para instalarse y...
Hizo
una pausa y volvió a mirar fijamente al sargento Coulter.
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