Kokoro de Natsume Sōseki
ISBN: 978-84-15979-12-8
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 304
PVP: 19.95 €
Coincidiendo con el
centenario de su aparición, Impedimenta publica una nueva traducción de la obra
maestra de Sōseki, que prefiguraría la de autores de la importancia de
Akutagawa, Kawabata o Murakami. Kokoro («corazón», en japonés) narra la
historia de una amistad sutil y conmovedora entre dos personajes sin nombre, un
joven y un enigmático anciano al que conocemos como «Sensei».
Atormentado por trágicos secretos que han proyectado una larga sombra sobre su vida, Sensei se abre lentamente a su joven discípulo, confesando indiscreciones de sus días de estudiante que han dejado en él un rastro de culpa, y que revelan, en el abismo aparentemente insalvable de su angustia moral y su lucha por entender los misterios del amor y el destino, el profundo cambio cultural de una generación a la siguiente que caracterizó el Japón de principios del siglo XX.
Atormentado por trágicos secretos que han proyectado una larga sombra sobre su vida, Sensei se abre lentamente a su joven discípulo, confesando indiscreciones de sus días de estudiante que han dejado en él un rastro de culpa, y que revelan, en el abismo aparentemente insalvable de su angustia moral y su lucha por entender los misterios del amor y el destino, el profundo cambio cultural de una generación a la siguiente que caracterizó el Japón de principios del siglo XX.
Fue
allí donde vi a Sensei por primera vez. Caminaba en dirección a la orilla justo
cuando yo salía del agua, con la brisa marina acariciando mi cuerpo. Entre
nosotros había una considerable cantidad de cabezas negras que me impedían distinguir
bien sus rasgos. Era muy probable que en condiciones normales me hubiera pasado
inadvertido —de hecho, yo caminaba algo distraído—, pero hubo algo en el que
llamo mi atención y que me hizo distinguirlo entre la muchedumbre: iba acompañado
por un occidental.
El
occidental tenía una piel blanquísima. Había dejado su yukata encima de un
banco y tan solo llevaba unos calzones de estilo japonés. Miraba fijamente al
mar, con los brazos cruzados. Su circunspección me fascino. Dos días antes había
ido a la playa de Yuiga. Allí, sentado sobre una pequeña duna de arena formada
junto a la entrada trasera de un hotel frecuentado por extranjeros, me pase un
buen rato contemplando como se bañaban los occidentales. Del hotel salían
muchos hombres, y todos se precipitaban en dirección al agua. Al contrario que
ese occidental, ninguno de ellos llevaba el torso, los brazos o las piernas al
descubierto. Las mujeres se mostraban aun mas recatadas si cabe que los
hombres. La mayor parte de ellas llevaban gorros de color castaño rojizo o
azul, que emergían graciosos entre las olas. Comparado con aquella reciente escena,
la visión de aquel occidental de aire impasible, de pie frente a todo el mundo,
cubierto tan solo por unos calzones sencillos, me resulto de lo más extraña.
En
un determinado momento, el extranjero giró la cabeza y dijo algo en japonés al
hombre que lo acompañaba. Este acababa de agacharse para alcanzar la toalla que
se le había caído a la arena. Cuando la alcanzó, se la anudó a la cabeza y se
dirigió al mar. Ese hombre era Sensei.
Movido
por la curiosidad, mis ojos siguieron a las dos figuras que ahora caminaban
juntas en dirección al agua. Atravesaron la rompiente de las olas abriéndose
paso entre el gentío concentrado en la zona menos profunda. Cuando alcanzaron
una zona despejada, lejos ya de la orilla, empezaron a nadar. Se deslizaron mar
adentro hasta que sus cabezas se convirtieron en dos puntos diminutos perdidos
en la distancia. De regreso a la orilla, poco después, se secaron con la toalla
sin tomarse siquiera la molestia de ducharse. Entonces se vistieron y se
marcharon de la playa, tan rápidamente que apenas me dio tiempo a ver a dónde
se dirigían.
Continué
en el mismo banco donde estaba una vez se marcharon y me fumé un cigarrillo.
Pensé despreocupadamente en Sensei. Estaba convencido de haber visto antes su cara,
pero no fui capaz de recordar dónde ni cuándo.
Entretanto,
no tenía nada que hacer, me moría de aburrimiento y debía entretenerme de algún
modo. Al día siguiente, a la misma hora, volví a la playa. Y allí estaba él. En
esa ocasión llevaba puesto un sombrero de paja e iba solo. No lo acompañaba el
occidental. Sensei se quitó las gafas, las dejó encima de una mesa y, ciñéndose
la toalla alrededor de la cabeza, caminó con brío hasta el agua.
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