El
jilguero
Donna
Tartt
Por
fortuna, Hobie había salido. Las pastillas que me tomé no surtían efecto;
después de dos horas retorciéndome y agitándome en la cama en un tortuoso
estado de duermevela lleno de caídas por precipicios, con la mente desbocada y
exhausto de lo rápido que me latía el corazón, con la voz de Boris resonando
aún en mi mente, me obligué a levantarme, a poner orden en la habitación, a
ducharme y afeitarme; me corté mientras lo hacía, ya que tenía el labio
superior casi tan dormido como en el dentista a causa de la hemorragia nasal
que había sufrido. Luego me preparé una cafetera, encontré en la cocina un
bollo rancio que me obligué a comer, y antes del mediodía estaba en la tienda,
con el letrero de «Abierto»; justo a tiempo para interceptar a la cartera, que
llegaba con su poncho impermeable (que pareció alarmarse, apartándose mucho al
ver mis ojos legañosos y el labio cortado con el pedazo de kleenex
ensangrentado encima), aunque mientras ella me entregaba las cartas con guantes
de látex me pregunté: ¿para qué? Reeve podía escribir todo lo que quisiera a
Hobie o incluso llamar a la Interpol, ¿qué importaba?
Llovía.
Los transeúntes se apiñaban y correteaban. La lluvia repiqueteaba con fuerza
contra la ventana, y cubría de gotas las bolsas de basura que había junto a la
cuneta. Sentado ante el escritorio, en mi anticuada butaca, intenté aferrarme o
consolarme al menos entre las sedas gastadas y la tenue luz de la tienda, en
medio de su penumbra agridulce como las oscuras y lluviosas aulas de mi niñez;
pero una vez pasado bruscamente el efecto de la dopamina sentía los temblores
previos a algo muy parecido a la muerte: una tristeza que sentías primero en el
estómago, aporreándote luego en el interior de la frente, y toda la oscuridad
que había dejado fuera volvía rugiendo.
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