Los políglotas de William Gerhardie
Traducción e introducción de Martín
Schifino
ISBN: 978-84-15979-34-0
Encuad: Rústica
Formato: 14 x 21 cm
Páginas: 384
PVP: 22,75 €
Los políglotas,
considerada una de las obras maestras subterráneas de la literatura inglesa y,
para William Boyd, la novela más influyente del siglo XX en ese idioma, narra
la historia de una excéntrica familia belga afincada en el Lejano Oriente
durante los turbulentos años que siguieron a la Gran Guerra.
Exiliados, empobrecidos tras el estallido de la Revolución Rusa, reciben la visita de un engreído primo inglés, el capitán Georges Hamlet Alexander Diabologh, que aparece en sus vidas durante una misión militar y se convierte en testigo de sus infortunios. La historia está plagada de personajes de una rareza arrolladora: maniacos depresivos, obsesivos e hipocondriacos. A medio camino entre Ada y el ardor, de Vladimir Nabokov y Trampa 22, de Joseph Heller, Los políglotas retrata un mundo delirante y convulso, donde lo irracional aflora en los momentos menos pensados y la herencia de Babel amplifica el sonido inconfundible de lo humano.
Exiliados, empobrecidos tras el estallido de la Revolución Rusa, reciben la visita de un engreído primo inglés, el capitán Georges Hamlet Alexander Diabologh, que aparece en sus vidas durante una misión militar y se convierte en testigo de sus infortunios. La historia está plagada de personajes de una rareza arrolladora: maniacos depresivos, obsesivos e hipocondriacos. A medio camino entre Ada y el ardor, de Vladimir Nabokov y Trampa 22, de Joseph Heller, Los políglotas retrata un mundo delirante y convulso, donde lo irracional aflora en los momentos menos pensados y la herencia de Babel amplifica el sonido inconfundible de lo humano.
Y
nos mecíamos en medio de la corriente. Qué agradable y, en cierto modo, qué
extraño. Apenas cuatro semanas antes habíamos zarpado de Inglaterra, cruzado el
Atlántico en el Aquitania y, tras pasar apenas un día en Nueva York, atravesado
a toda prisa los Estados Unidos hasta llegar a Vancouver. Sí, había esperado
despierto la famosa «llegada a Nueva York», la «magnífica aproximación in crescendo»
de la que hablaba la novela de H. G. Wells, y lo cierto es que Nueva York «se
levantó del mar». El día era muy diáfano; el cielo estaba repleto de aeroplanos
zumbones; transportes de tropas y grandes y pequeños barcos de guerra salían de
los muelles, y acababan de cruzar por delante de nosotros cuando, con esplendor
y majestad inefables, el Aquitania hizo su entrada en el puerto. La creciente
afabilidad de los camareros nos había anunciado la llegada a Nueva York.
Durante días, el Atlántico se había mostrado severo, desafiante; y los
camareros, duros, indiferentes. Luego cambiaron como el tiempo. Aunque nos
perdimos la famosa Estatua de la Libertad, completamos el elaborado control de
pasaportes en el mismo salón del barco, donde declaramos en un formulario que
en absoluto éramos anarquistas ni ateos ni creyentes en la bigamia y menos aún en
llevar algún tipo de doble vida. El agente del Ministerio de Defensa que debía
recibirnos en el puerto y gestionar nuestro traslado a Vancouver empezó a beber
en cuanto subió a bordo —acababa de proclamarse la prohibición en los Estados
Unidos— y no volvió a saberse de él.
Siguió
una pequeña decepción. Tratándose de Nueva York, pensaba que nos aguardaría una
especie de cochazo que, como una centella, nos llevara a nuestro hotel. En vez de
ello, nos recogió una pesada berlina antigua, con un viejo cochero de nariz
roja y un rocín entrado en años. Ambos parecían salidos de una novela de
Dickens.
—Bueno,
¿cómo anda todo al otro lado del charco? —preguntó el hombre con entonación
nasal, antes incluso de entrar a negociar la tarifa. Pero al instante la
ilusión dickenseniana estalló en mil pedazos. Me dejé llevar por las calles
templadas y radiantes de Nueva York, y me embargó una sensación curiosa de
admiración. Era como si me dijera: «¡Estoy en Norteamérica! ¡Estoy en Nueva
York». Hasta entonces, para mí los Estados Unidos no eran sino una idea inerte
relacionada con el mapa del nuevo mundo. Ahora los imponentes edificios y las
calles abarrotadas se hacían realidad. Y el aspecto estival de Broadway, con
toda su novedad, su juventud y su brillo, abrevaba en la mismísima fuente de la
vida.
A
la mañana siguiente, mi acompañante, que se jactaba de conocer Nueva York como
la palma de su mano, decidió enseñarme la quinta avenida; así que tomamos el metro
y al salir nos descubrimos, luego de preguntar, en mitad de Brooklyn. Mientras
el tren abandonaba los confines de la estación Pennsylvania, fuimos testigos de
la primera muestra de la Alianza victoriosa. Un caballero japonés había ocupado
la litera inferior del coche cama, para indignación de un ciudadano de los
Estados Unidos, que insistía en que le cediera ese privilegio a él, puesto que
era miembro de la superior raza blanca.
—¡Soy
norteamericano! —explicaba—. Suba usted: arriba, arriba, ¿me entiende? ¡Soy
norteamericano!
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