domingo, 5 de octubre de 2014

Fragmentos Nº178: El jilguero



El jilguero
Donna Tartt

Por fortuna, Hobie había salido. Las pastillas que me tomé no surtían efecto; después de dos horas retorciéndome y agitándome en la cama en un tortuoso estado de duermevela lleno de caídas por precipicios, con la mente desbocada y exhausto de lo rápido que me latía el corazón, con la voz de Boris resonando aún en mi mente, me obligué a levantarme, a poner orden en la habitación, a ducharme y afeitarme; me corté mientras lo hacía, ya que tenía el labio superior casi tan dormido como en el dentista a causa de la hemorragia nasal que había sufrido. Luego me preparé una cafetera, encontré en la cocina un bollo rancio que me obligué a comer, y antes del mediodía estaba en la tienda, con el letrero de «Abierto»; justo a tiempo para interceptar a la cartera, que llegaba con su poncho impermeable (que pareció alarmarse, apartándose mucho al ver mis ojos legañosos y el labio cortado con el pedazo de kleenex ensangrentado encima), aunque mientras ella me entregaba las cartas con guantes de látex me pregunté: ¿para qué? Reeve podía escribir todo lo que quisiera a Hobie o incluso llamar a la Interpol, ¿qué importaba?
Llovía. Los transeúntes se apiñaban y correteaban. La lluvia repiqueteaba con fuerza contra la ventana, y cubría de gotas las bolsas de basura que había junto a la cuneta. Sentado ante el escritorio, en mi anticuada butaca, intenté aferrarme o consolarme al menos entre las sedas gastadas y la tenue luz de la tienda, en medio de su penumbra agridulce como las oscuras y lluviosas aulas de mi niñez; pero una vez pasado bruscamente el efecto de la dopamina sentía los temblores previos a algo muy parecido a la muerte: una tristeza que sentías primero en el estómago, aporreándote luego en el interior de la frente, y toda la oscuridad que había dejado fuera volvía rugiendo.
 

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