miércoles, 6 de noviembre de 2013

Premio Planteta 2013, Clara Sánchez y finalista Ángeles González Sinde



Clara Sánchez ha sido la galardonada por su novela El cielo ha vuelto –presentada bajo el título de La dama del hechizo, con el seudónimo de José Calvino–, su autora reconoce que la protagonista de su novela, Patricia, es «quizá el personaje más humano que haya salido de mí».
Se trata de una chica, que es modelo de pasarela, y a la que le ha sonreído la vida, se encuentra un día, durante un vuelo, a una mujer que le anuncia que hay alguien que quiere que se muera. Ese encuentro cambiará su vida, y Patricia entra en un mundo de incertidumbre, sospecha, duda, miedo y, sobre todo, desconfianza. «He querido indagar de la mano de Patricia en el mundo de la desconfianza», dice Clara Sánchez. Y añade: «He aprendido junto a la protagonista que lo más doloroso de la vida es el desenmascaramiento de nuestra propia vida».

González Sinde ha sido finalista por El buen hijo –presentada a concurso bajo el seudónimo de Salvador Durán con el título de Volver a los diecisiete–, trata de La historia de Sinde se centra en un hombre de 36 años que vive y trabaja con su madre viuda en el negocio que ella regenta, hasta que una serie de sucesos lo llevan a sentirse insatisfecho y a querer escapar de este asfixiante entorno.  La novela refleja a un hombre apocado que es la sombra de su madre, y que florece cuando se enamora de la sirvienta, Corina, en un dibujo de situaciones y personajes muy realistas.

La novela ganadora se pondrá a la venta con una tirada inicial de 210.000 ejemplares, mientras que de la de la finalista contará con 90.000, ha explicado Planeta. Las dos ganadoras (premiadas con 601.000 y 150.250 euros, respectivamente) han destacado la alegría por haber recibido el reconocimiento y han asegurado que el premio las anima a seguir escribiendo.

El jurado del premio ha estado formado por Alberto Blecua, la escritora y periodista Ángeles Caso, el poeta y editor Pere Gimferrer, las novelistas Carmen Posadas y Rosa Regàs, el escritor Juan Eslava Galán y Emili Rosales como secretario.

Extractos:

Vamos a ver, mi madre y yo trabajamos juntos. Es una empresa familiar. Un comercio. Para que se entienda mejor, tenemos una papelería. Ella es quien lleva la contabilidad y los temas fiscales. Yo atiendo al público en el mostrador y trato con los proveedores. En un principio, yo no iba para comerciante, ni siquiera para impresor, que es lo que era nuestro negocio originalmente: una imprenta con un poquito de material de oficina. Yo me matriculé en Filología Inglesa porque siempre me ha interesado esa lengua y mi idea era buscar una universidad anglosajona y hacer allí el doctorado mientras estaba de lector. Viajar, vamos, pero no a cualquier sitio. En concreto, viajar a lugares como Liverpool, Manchester, Birmingham, Sheffield, Leeds, Edimburgo, por no hablar de Abingdon, el pueblo de Radiohead, a quienes por aquel entonces, primeros noventa, escuchaba mucho, porque hay que ver cuánto puede ayudar la música a la gente desorientada. Quería conocer Gran Bretaña, pasearme por las poblaciones de origen de los músicos británicos que admiraba, quería estar allí y averiguar qué tenían esas ciudades para producir tanto bueno, empaparme de ello y ser yo también un poco como la música que me gustaba, ardiente y honda, esa música que sentía tan propia, pero que no lograba ser mía del todo. Por desgracia, inesperadamente se murió mi padre y tuve que echar una mano con el negocio. Y la facultad, como la música, la fui dejando. Poco a poco. Sin darme mucha cuenta.

(Finalista Premio Planeta 2013)

Me quité los zapatos y los empujé con el pie debajo del asiento de enfrente. No quería molestias, por eso había elegido sentarme junto a la ventanilla. Pero no iba a ser tan fácil: notaba las miradas de mi vecina resbalándome en el pelo, y en algún momento tendría que girarme y enfrentarme a sus ganas de charla. Vi de reojo cómo le hacía una señal a la azafata y le pedía una ginebra con una rodaja de pepino, unos granos de pimienta y un ligero chorro de tónica. Desde luego parecía tener unos gustos muy concretos. Por unos segundos solo se oyeron los cubitos de hielo chocando contra el vaso de plástico y la ginebra chocando contra el hielo mientras empezábamos a sobrevolar enormes masas de nubes que cubrían las montañas y las casas, los ríos, la gente y los animales como una capa de algodón. No se podía saber dónde estábamos.
—¿Le gustaría acompañarme? —dijo alzando el vaso, sujeto por varios dedos llenos de anillos. Uno era una calavera turquesa, otro un búho, otro una rosa de plata, otro una cosa rara con alas, algunos se le hundían en la carne.
Puesto que pronto tendríamos que cenar, acepté y me decidí por una copa de champán, y la verdad es que me sentó bien, me relajó. Ahora por fin podría cerrar los ojos y dejarme llevar. Pedí otra copa de lo mismo y mi vecina otra ginebra, esta vez sin el chorrito de tónica. También ella parecía dejarse llevar. Le brillaban la nariz, la barbilla y la raíz del pelo. Tenía un poco de sudor por todas partes. El pelo iba teñido de caoba y repartido a lo loco, más oscuro por un lado, más claro por otro, un desastre, y sus ojos eran de un azul desvaído casi transparente, como si le faltasen dos capas de pintura.
Me pregunté a qué tipo de congreso habría asistido. Sería profesora seguramente, quizá escritora, pero solo abrí la boca para dar otro sorbo. Ella suspiró muy profundamente y se volvió con cierto esfuerzo hacia mí. Dijo que tenía miopía, vista cansada y astigmatismo, y que, desgraciadamente, sin las malditas gafas no me veía bien, pero que sus otros sentidos hacían un trabajo complementario al de la vista y si en el futuro volvíamos a encontrarnos podría reconocerme por la voz, el calor, las vibraciones y la energía que desprendía mi cuerpo, algo más sutil que los rasgos físicos y más seguro.

(Premio Planeta 2013)

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