lunes, 27 de mayo de 2013

Novedades, mayo de 2013: Destino



Y entonces sucedió algo maravilloso de Sonia Laredo

392 páginas
ISBN: 978-84-233-4651-6
Lomo 1256
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfin

«Y entonces, mientras estaba en mi casa y me sentía sola, fracasada y desesperada, me dispuse a jugar a mi juego privado de los libros, buscando consuelo. Me preparé para seguir el camino que los libros me indicaran sin saber que me llevarían a encontrarme con un reino mágico, un hombre misterioso, un viejo secreto y un tesoro incalculable. Pero en aquellos momentos, yo no sabía nada de todo eso. Lo único que podía hacer era esforzarme para no llorar.»

Brianda Gonzaga, una editora de éxito que ronda los cuarenta, rompe de manera forzosa con su realidad cuando la despiden sin demasiadas contemplaciones. Sumida en una espiral de desasosiego, busca consuelo en quienes nunca le han fallado, los libros, y siguiendo una suerte de pálpito, se embarca en un viaje que la llevará a un lugar perdido entre las montañas que la cambiará para siempre: el Concejo de Nuba.

Y entonces sucedió algo maravilloso. El anuncio de una vieja librería en traspaso en la que buscar un tesoro, una tormenta, los brazos de un enigmático amante y el fantasma de un niño desaparecido en el pueblo unos años atrás arrastrarán a Brianda a una historia apasionante en la que empezar a ser la protagonista de su propia vida, sin renunciar a nada de lo que es importante: la amistad, el amor, la alegría el conocimiento y sí…, también un poco de sexo.


No quiero ser como el camello del cuento de Rudyard Kipling que, en el principio de los tiempos, cuando el mundo era nuevo y todos eso, y los animales apenas comenzaban a trabajar para los hombres, vivía en medio del Desierto Aullante porque no quería trabajar, se limitaba a ser un aullador que comía palos, tamariscos, vencetósigos y espinas, y con lamentable pereza cada vez que alguien le hablaba respondía: «¡Jorobar!»… No, yo no quiero ser como ese camello porque ya sabemos cómo acabó el pobre, y que por eso los camellos siguen jorobados y nunca aprendieron a comportarse.
En algunos casos, purificar nuestra voluntad de la inmundicia de la pereza es un trabajo titánico. Más penoso para nosotros de lo que fue para Hércules limpiar los establos de Augías, ¡que hacía treinta años que nadie los baldeaba un poco! Pero eso únicamente sucede cuando somos sumamente pobres porque no hemos trabajado lo suficiente, de modo que no tenemos pan que guardar en la artesa, ni artesa para guardar el pan, ni casa donde colocar la artesa, ni pedazo de tierra para plantar nuestra casa.
La casa y el pan y la artesa del corazón.
Ocurrió una mañana de primavera, extrañamente hermosa, en un Madrid que había logrado por fin sacudirse de encima la seta gris de la contaminación gracias a unas lluvias frescas y vigorizantes caídas por sorpresa la noche anterior.
Yo era una editora muy preocupada —las ventas habían caído en picado, llegando en algunos casos al cincuenta por ciento—, la recesión económica no estaba dejando títere con cabeza. Sufríamos todos, desde el panadero hasta el editor. Del encofrador al peluquero de la reina.
Estaba teniendo una jornada agradable.
Hacía cuatro años que trabajaba bajo mucha presión por culpa del bajón que había dado la industria del libro. Sí, porque el libro también es un negocio. Muchos piensan que un editor que desea vender libros es un ordinario, un repugnante traidor a las puras esencias del arte, un avaricioso, y casi más inmoral que un traficante de armas. Hay personas que siguen con este prejuicio metido en la cabeza. Conozco a algunas de ellas que no sólo piensan así, sino que llevan toda la vida robando libros, como para apoyar su absurda tesis. Ni siquera se dan cuenta de que, cuando roban, no le roban al editor ni al autor: le roban al pobre librero.
Uno de esos cleptómanos del libro, que fue joven en un París de hace décadas, me confesó que entre él y unos amigos estudiantes de la época habían logrado arruinar a un maravilloso librero parisino que a todos les daba cobijo, amistad, café y conversación. Le saquearon la librería sistemáticamente mientras se recitaban a sí mismos la excusa de que vender libros es obsceno y que, el pobre librero, no sólo debía de ser rico sino que se tenía merecido el robo.
Como si los libros no fuesen también un objeto. Un objeto noble y precioso, por supuesto, pero una mercancía delicada que, en caso de no conseguir suficientes compradores, se pudre en los almacenes, se muere en silencio, e impide que nuevos libros sigan editándose, que avance la cultura, el conocimiento y por lo tanto la riqueza de un país, del mundo entero.

Quédate con nosotros, Señor, porque atardece de Álvaro Pombo

256 páginas
ISBN: 978-84-233-4656-1
Lomo 1264
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfin

En un pequeño convento trapense situado al sur de Granada, en el caserío de La Gorgoracha, aparece ahorcado el padre Abel, uno de los monjes, y a pesar de que ha sido un suicidio, el prior ha tomado la decisión de declarar el hecho como muerte accidental. El impacto brutal que lo ocurrido provoca en cada uno de los cinco miembros de la comunidad se verá agravado por la determinación un tanto morbosa de un intelectual mediático granadino por ahondar en la verdadera naturaleza de esa muerte y sacar a la luz el diario del fraile, en que previsiblemente daba razón de sus razones.

A pesar de la ocultación y la manipulación del prior, que quiere preservar la vida de quietud, oración y fe de su comunidad, la turbación invadirá el ánimo del resto de los monjes y provocará una conmoción que transformará sus vidas.

Una intensa novela en que la indagación espiritual y filosófi ca se entrelaza con una insospechada trama criminal, y que confirma a Pombo a la cabeza de la narrativa más intrépida y deslumbrante de nuestro país.

«Es un talento de los más extravagantes, audaces y lúcidos de la actual narrativa.» Juan A. Masoliver Ródenas, La Vanguardia.


No hay nadie en la capilla de la Gorgoracha esta madrugada. Pero luego más tarde, a mediodía, entre la hora tercia y la hora sexta o la hora nona, vendrán gentes absortas, sin nombre, que se arrodillarán o se sentarán en los exiguos bancos de la capilla solo para ver lo que hacen estos extraños encapuchados, solmenes, inverosímiles, concentrados. Las gentes que vienen a observar el rezo de la liturgia de las horas, unas veces lo entienden y otras no. En realidad, es pura curiosidad: vienen, curiosos, para ver la vida inverosímil, oír la canción inverosímil, la súplica inverosímil, que en sus gastados oídos cotidianos resuenan de pronto como una novedad, una renovación, una fuente. Nunca son muchos, solo unos cuantos que aparcan sus coches o sus motos al otro lado del muro del convento y que, de algún modo, al entrar en la capilla se sienten cohibidos y caminan de puntillas. Son conscientes de que van a resistir a una representación de la inverosimilitud  y la extrañeza. Algunos llegan temprano hacia las ocho y media para asistir a misa. Después no hay nada, no hay espectáculo hasta la tarde. En la vida de los seis frailes, sin embargo, hay, desde la hora tercia hasta la hora sexta, la hora de comer, trabajo manual entre las diez de la mañana y la una, con una interrupción para el Ángelus. Algunos días, los que vinieron a misa, remolonean por la huerta para ver a los frailes labrando los arroyos de patatas barriendo las hojas de los arbolitos de otoño. Se limitan a observar a una media distancia estos acontecimientos rurales, agrícolas, de otro tiempo, que evocanla vida de sus abuelos en los lejanos pueblos de bellos nombres arábigos: Alhendín, Vélez de Benaudalla, los Guájares, Ízbor, Lobres, Ítrabo, Alhama de Grandada, Güevejar, Haza del Trigo. Son tan poca gente, tan separados entre sí, que motean la capilla de la Gorgoracha, con sus figuras indistintas, silenciosas, curiosas, como animales domésticos, con la curiosidad repentina de los gatos.
De pronto parece que ahí fuera queda atrás, a un lado, un mundo monótono. Aquí dentro hay, al parecer, un mundo excepcional. Contra lo que pudiera pensarse, lo excepcional sucede dentro y lo ordinario afuera. Contra todo pronóstico, la originalidad viene de la anulación del yo, procede de la anulación del yo, y la vulgaridad de la exaltación del yo. ¿Son nuestros seis monjes originales, genuinos, únicos? Ninguno de los seis reclamaría para sí semejante gansada. Dirían, supongo, que forman parte de la Iglesia, una y única, y que sus voces litúrgicas son anónimas. Esta es la gracia del relato: que lo anónimo sea de pronto singular y que regrese, en plena extrañez, día tras día, al anonimato, en la liturgia de las horas.
Cada cual y lo extraño de Felipe Benítez Reyes

176 páginas
ISBN: 978-84-233-4655-4
Lomo 1263
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfin

Estructurado como un «almanaque de historias», Benítez Reyes nos ofrece doce relatos, uno por cada mes del año: enero y los falsos magos de Oriente, febrero y las segundas rebajas –comerciales y sentimentales– en una infancia remota, marzo y unos carnavales tardíos, abril y el rumbo imprevisible de las fortunas, mayo y el frustrado examen de química de un lector de tebeos de superhéroes, junio y una noche simbólica de San Juan, julio y un crucero de deriva complicada por el Báltico, agosto y el amor adolescente en los cines, septiembre y una experiencia militar camuflada de experiencia intelectual, un octubre con malos presagios, noviembre y una función geriátrica del Tenorio, diciembre y una inoportuna cena de empresa.

Historias que desplazan su eje al ámbito de la extrañeza intrínseca de la vida, a su lado cómico y sobrecogedor, con su cuota de ridiculez y de prodigio. Un libro portentoso, que une su profunda humanidad a un estilo brillante y perspicaz, de bellísimos hallazgos, que logra cautivar inmediatamente al lector.


La cabalgata fue, como siempre, triste y barata, con esa tristeza de fondo de las celebraciones pueblerinas, porque en los lugares pequeños casi nadie acaba de mostrar entusiasmo ante esos espectáculos que vienen a ser parodias melancólicas de los fastos de las capitales. Recuerdo que aquel año sacaron, como novedad, a media docena de jinetes vestidos de otomanos o de algo así, con caballos entalonados con un penacho de plumas amarillas y guiados por palafreneros disfrazados de guardias austrohúngaros algunos y otros de dominós, porque se ve que la guardarropa municipal no andaba muy surtida y propiciaba aquellos desajustes.
Al pasar por delante del balcón de casa, mi padre nos lanzó caramelos a manos llenas. Mi madre lo saludó con disimulo. Yo sentí vergüenza de saber quién era aquel rey que tuvo que arrojar hacía nosotros cuatro balones de goma antes de que cayese uno dentro del balcón.
Aquella noche dormí tranquilo, dentro de lo que cabe, porque sabía que los pasos que oiría de madrugada no serían los de unas babuchas orientales, sino los de unas zapatillas de paño que vendían en el Bazar Grumete. Antes de estar en el secreto, en los delirios ansioso de mi duermevela, yo lograba oír el sonido arrastrado de las suelas de cuero de las babuchas puntiagudas e incrustadas de joyas de sus tres majestades, lujosas aunque sucias de tanto transitar los caminos infinitos del mundo, porque siempre se me figuraron sucios aquellos viajeros.
Al día siguiente, mi padre salió de casa muy temprano, pues, en su calidad de monarca de las ilusiones, tenía que visitar a niños pobres y enfermos. Volvió, disfrazado, a eso del mediodía, cuando yo andaba jugando con las cosas que no había pedido en mi carta. Llegó con Baltasar, porque Melchor andaría en otras misiones. Los dos llevaban mocasines. Mi padre, supongo que para que no le reconociese, se había quitado las gafas. Sus ojos parecían tener un velo líquido. «Esto es para ti», me dijo, ahuecando mucho la voz. Me entregó un paquete con una escopeta de balas de corcho y me dio un beso. Usaba Varón Dandy.
Acabo de volver del hospital. Han pasado cuarenta años desde que mi padre fue rey. Por encima de la mascarilla de oxígeno he vuelto a ver sus ojos sin gafas: el mismo velo líquido, pero con el añadido de un terror de fondo. Un terror imagino que inconcreto: a la muerte, sin dudad, pero quizá también a lo que ha sido su vida, a ese error minucioso y prolongado que ya no tiene redención, al menos por lo que a mí respecta, aunque esa sería otra historia.
Durante años estuve pidiéndoles a los reyes un caballo de cartón. Durante años les pedí un juego de química. Durante años les supliqué una bicicleta de carreras. Nunca llegaron, y aquello me convirtió en un niño no sé si desengañado o rencoroso, o tal vez ambas cosas. Ese mismo desengaño que he visto hoy en los ojos de mi padre. Ese mismo rencor que he visto hoy en los ojos de mi padre. 

La saga de los Rius de Ignacio Agustí

624 páginas
ISBN: 978-84-233-4653-0
Lomo 14
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Destino Clásicos

«La seda de Mariona crujió, prendida de algún botón, de un clavo, quizá, que la desgarraba. Él la asió fuerte por la cintura. Recogió su guante. La llevaba recostada por la cintura sobre su hombro. Los cabellos, sueltos, flotaban. Atravesó el pasadizo con lentitud, para no herirla, con cuidado, con la frente alta, el mentón salido. Logró ganar la sala de entrada, luego el primer peldaño de las escaleras. Consiguió mantener firme su pie. Uno a uno, con seguridad creciente, iba subiendo los peldaños, por la parte de fuera de la alfombra, para sentir la seguridad del contacto. Y al fin del primer tramo, casi en el rellano, se detuvo, porque había oído el rumor de que algo se perdía, que huía cristalinamente; eran golpecillos secos y rotundos, saltarines, sobre el mármol de los peldaños. Se volvió, apenas, y vio como iban saltando por los peldaños, hasta ganar el suelo, las perlas del collar...»


Los Rius eran ya entonces una de las primeras fortunas de la ciudad. Recién llegado de América, adonde había ido con lo puesto, el padre estableció unos telares en la parte posterior de un almacén de coloniales que había instalado pocos meses antes. Prosperó velozmente. En dos lustros se sabía de tres solares adquiridos por él en la parte alta de la ciudad, en uno de los cuales se estaba edificando a todo tren una gran casa de pisos. La fantasía de los barcelonenses, sin distinción, daba vueltas en torno a dicha familia; se decía, por ejemplo —sin ninguna justificación—, que don Joaquín Rius había adquirido una cuadra de seis caballos y que en las grandes solemnidades los hacía enganchar a todos en la «victoria» para ir a dar una vuelta por las Ramblas. El artefacto tenía la virtud de embarullar la circulación; y se decía que para dar la vuelta a la Plaza de San Jaime el lacayo tenía que bajar y coger por la brida al primer tronco, que no se decidía a asumir por sí solo la responsabilidad de la maniobra.
La señora Rius tomaba muy en serio la reciente opulencia —afirmación aventurada, dado que la pobre doña Paula no hacía más que añorar sus tiempos de menestrala— y no cesaba de mostrar en todo momento evidencias de la misma. La calumnia era, sin embargo, dulce y llevadera; aparte de sus joyas —se decía—, que lleva hasta  para barrer (pues las caritativas lenguas afirmaban que la señora Rius no desdeñaba los menesteres más modestos, en recuerdo de sus años  mozos), sentía el prurito de ofrecer a sus amistades opulentos chocolates a la manera de París y el empeño de abrirse, como fuera, un hueco en la mejor sociedad. Empeño, a nuestro entender, difícil, en tiempos en que la gente no se vendía aún por un chocolate.
Pero la propalación de tales fantasías no distraía al padre de su obligación. Acompañado de su primogénito se dirigía a las seis en punto a la fábrica, que ahora ocupaba ya enteramente el almacén más algunas derivaciones adheridas. Sin que mediara entre padre e hijo una sola palabra, casi ni los buenos días, caminaban suburbio adelante con paso regular, y el eco de sus pisadas resonaba con rotundidad en el empedrado solitario, húmedo de la bruma, como si se tratara de un solo caminar. Simultaneidad pareja a la de las reflexiones de ambos, pues se hallaban enfrascados de tal modo en el trabajo del día que el silencio quedaba empañado de un cariño acrecentado por todas las complicidades de la sangre y de la empresa común. El hábito de diez años de madrugar juntos y a una hora invariable eliminaba en el curso del camino todo propósito consciente. Las contingencias de la ruta eran salvadas con regularidad matemática de un día a otro, de un año a otro; cada día cruzaban las aceras no solo en el mismo lugar, sino también sobre invariable adoquín, y a la misma décima de segundo.
El camino de la fortuna había sido arduo para don Joaquín Rius. Hijo de los dueños de una herboristería de la calle de la Paja, todas las mañanas salía con sus hermanos a recoger espliego, hierbaluisa, tomillo, en las laderas de las lomas vecinas. Estas hierbas, las de mayor consumo y menor rendimiento, son las que no crecían en la huerta artificial, hecha de rebrotes y de trasplantes, ni en los tiestos, de los que la rebotica de los padres de Rius estaba colmada; por el contrario, era preciso agarrarlas en el propio terreno, agacharse y acarrearlas, vivas aún, a la ciudad que reposaba en la planicie, comenzando lentamente a desvelarse. Los recuerdos de los primeros trabajos de Joaquín Rius van unidos al del propósito, todavía vago y presentido, de  llegar hasta donde los demás; aquellos «demás», dueños de las berlinas que se detenían de tarde en tarde ante la puerta de la botica, y de las cuales bajaba apresurada un ama de llaves en busca del manojo prescrito para la pequeña, que se había resfriado, o para el reuma del abuelo; los «demás», dueños de los flamantes carruajes cuyo paso era saludado por el vecindario con reverencia respetuosa y solemne; los que en la procesión llevaban el hacha con una naturalidad condescendiente y delicada cual si llevaran un cetro. Sí; sobre todas las ambiciones, la de la preponderancia que da el dinero y no ciertamente por el dinero mismo; sabía que no se trata de un montón de metal muerto, sino de la vida misma, de la conciencia del trabajo; él es el espejo del alma, más aún que el rostro, que muda y envejece.
Por las noches, al salir de la tienda, iba con Paula, la hija de la planchadora, tan íntima de su madre, a pasear por las Ramblas y ambos llegaban caminando hasta el puerto, donde los bajeles aguardaban y se mascaba un olor acuciante de madera y de sal. Joaquín Rius permanecía absorto ante las panzas de los buques, la silueta altísima de un velero, el gallardete retorciéndose al viento en que culminaba el palo mayor. Paula tenía que sacarle de su ensimismamiento.

El cambio comienza en ti (Cuando la indignación se convierte en contrapoder) de Pablo Gallego y Fabio Gándara

176 páginas
ISBN: 978-84-233-4654-7
Lomo 245
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Imago Mundi

El 15 de mayo de 2011 se agitó en España una movilización popular que, más allá de la infinita estampa de plazas llenas de ciudadanos expresando su indignación, ha alumbrado una nueva cultura política en nuestro país. Desde entonces, lentamente pero sin pausa, una férrea voluntad de cambio ha ido tomando fuerza en el seno de la sociedad española.

Fabio Gándara y Pablo Gallego, dos de los jóvenes implicados en la gestación de aquellas protestas, han sido testigos activos de ese cambio. En este libro explican cómo aquella movilización se ha convertido en un espíritu crítico que ha calado en la población y se ha traducido en multitud de iniciativas para gestionar los asuntos de la comunidad de manera más justa, eficaz, sensata y a la altura de las personas.

Los ejemplos y las sugestivas teorías que los autores detallan en estas páginas son la prueba de que la forma de hacer política del futuro ya está aquí y ha venido para quedarse. Las nuevas tecnologías ponen al alcance de todos recursos inéditos para dar salida al activismo ciudadano, como demostró recientemente Pablo, quien en menos de una semana reunió más de un millón de firmas pidiendo la dimisión de los cargos del Partido Popular acusados de corrupción.

Detrás de esta pasión por avanzar hacia un mundo más justo y humano no hay siglas de partidos ni consignas partidarias, sino ciudadanos como tú. Con esa confianza, de igual a igual, Fabio y Pablo se atreven a reclamar tu atención y a invitarte a actuar. Porque –concluyen– el cambio que ha de venir, y que este libro anticipa, comienza en ti.


He aquí la gran estafa de nuestro tiempo, el timo del siglo, el monumental engaño: los agentes del poder económico han subyugado al poder político, y a través del él a toda la sociedad, para poner el acento en un único rostro de la crisis, el negativo, y de esta forma mantener amedrentada a una ciudadanía que, presa del pánico a perder lo poco que tiene, ha acabado dando por válida la diabólica ecuación que nos quieren imponer. Esa que afirma, solmene y categórica, que el mismo poder económico condujo al planeta al colapso ahora se ofrece como nuestro único salvador; eso sí, pagando por ello el alto coste que nos quieren exigir. La crisis —en su acepción más macabra y tramposa— que ellos provocaron no sólo se ha convertido en nuestra única y terrible realidad, sino que también se ha erigido en su gran coartada. Es el negocio perfecto.
Basta con ojear cualquier periódico, ver cualquier informativo o salir a la calle y pegar el oído al runrún de la calle para calibrar hasta qué punto la sociedad ha mordido este anzuelo, hasta dónde nos hemos tragado ese diagnóstico que afirma taciturno y rendido, pero sin margen para la duda, que por el hecho de estar «atravesando una crisis» hemos de acudir con la cabeza agachada a la cola del paro sin protestar; o que debemso asumir que nuestra hora de trabajo valga hoy menos que hace diez años; o que hemos de renunciar a disponer de sanidad y educación gratuitas y de calidad; o que nuestras pensiones de mañana serán mucho perores de lo que fueron las de ayer.
La sociedad, postrada y asustada, parece haber hecho suyo un argumentarlo ajeno que llega sustentado en ideas y mensajes como: «la culpa es nuestra por haber vivido por encima de nuestras posibilidades»; o «la única manera de salir de esta situación es mejorando nuestra competitividad»; o «no hay dinero para pagar el Estado de bienestar». Macabros lemas que silencian la verdad que esconden: que si en el pasado reciente hubo muchos ciudadanos que se subieron a un determinado tren de vida fue porque la banca auspició la firma de una ingente cantidad de créditos, a través de los cuales lograron incrementar sus cuentos de resultados y que hoy les permiten mantener atenazadas y angustiadas a millones de familias.
Callan que esa diosa de la competitividad a la que adoran no es otra cosa que una egoísta fórmula que propone el máximo beneficio empresarial a costa del mínimo coste social y laboral. Obvian que hace quince o veinte años disponíamos de un Producto Interior Bruto mucho mejor del que hoy tenemos, y sin embargo contábamos con unos sistemas educativos, sanitarios y de pensiones dignos y de calidad que, además, habían alcanzado la categoría de incuestionables derechos adquiridos. ¿Cómo es posible que entonces nadie pusiera en duda el Estado de bienestar y hoy éste se esté cayendo a pedazos delante de nuestros ojos porque, según nos dicen, no hay dinero para pagarlo? ¿Y dónde ha ido el dinero? ¿Por qué hay sectores exclusivos y elitistas, como los del lujo y los productos de alta gama, que siguen creciendo y en ellos los euros continúan fluyendo tanto o más que antes? ¿Por qué cada vez hay más ricos en nuestro país y éstos acumulan más y más dinero?
Ignacio Agustí, el árbol y la ceniza (La polémica vida del creador de La saga de los Rius) de Sergi Doria

352 páginas
ISBN: 978-84-233-4652-3
Lomo 244
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Imago Mundi

Nacido poco antes de la primera guerra mundial, poeta en catalán antes de la guerra civil —en la que se alineó con los vencedores—, alma de la revista Destino casi desde su primer número y novelista de mucho éxito y poco reconocimiento, Ignacio Agustí (1913-1974) fue, por encima de todo, un periodista impenitente y uno de los autores más desconocidos y más leídos de la primera mitad del siglo XX.

Cien años después de su nacimiento, y setenta de la aparición de su novela más popular, Mariona Rebull (1943), la biografía de Ignacio Agustí que ha escrito Sergi Doria viene a reivindicar la fi gura de un escritor en el purgatorio, autor de cinco novelas que se convirtieron a mediados del siglo XX en el primer best seller made in Barcelona, y que fueron también el punto de partida de una de las series de mayor éxito de TVE: La saga de los Rius.

«Esta magistral biografía trasciende el retrato de un personaje fascinante perdido en su laberinto y pinta un gran fresco de un mundo que, lejos de haber desaparecido, esconde las claves para entender el que nos rodea hoy mismo. Porque aunque pueda parecer que Sergi Doria, como Ignacio Agustí, nos habla “de muchos años atrás”, nos está hablando de nosotros mismos, de nuestra memoria y de nuestra identidad y conciencia. Sólo se me ocurre añadir que ya era hora y que si en alguna cosa tuvo suerte Ignacio Agustí fue en que su propia historia no pudo haber encontrado mejor ni más honesto narrador.» CARLOS RUIZ ZAFÓN.

Ficha del libro

Un restablecido Luis retorna a Barcelona con dieciséis años dispuesto a comerse el mundo; el ambiente optimista de la Exposición de 1888 ayuda y a los Agustí les van bien las cosas. El padre de Luis impulsa las Fundiciones Escorza y obtiene del ayuntamiento barcelonés la concesión de suministros de las farolas de gas. Cabe decir que el relato de estos apuntes biográficos es del todo pertinente para aprehender los personajes de la saga Rius. Sebastián Agustí, el abuelo de Ignacio Agustí, imprime el carácter literario del personaje Joaquín Rius. Sebastián se levanta al despuntar el alba y sobre las cinco y media de la mañana sale con su hijo Luis, fiambrera en mano, rumbo a la ´fabrica, como hará don Joaquín Rius, el viejo, con su vástago. Padre e hijo se dirigen al trabajo a pie: toman la Rambla, siguen por la calle del Carmen, que desemboca en la ronda y el mercado de San Antonio, se adentran en los descampados de lo que será en 1929 la avenida Mistral y la plaza de España y prosiguen por la carretera de la Bordeta hasta el arrabal donde se levanta la siderurgia Escorza.
Son años de conflicto social puro y duro. Socialismo y anarquismo se revelan como un Evangelio al proletariado; el redentorismo huele a dinamita. Un conflicto laboral en la fundición y un posible atentado contra su persona exhortan a que Luis deje la fábrica. Su hermanastro, Joaquín Massoni, le ayuda a salir del paso y lo coloca donde él trabaja: la Banca Arnús-Garí. Luis permanecerá allí dieciocho años, hasta los treinta y seis o treinta y siete, casado ya y con cuatro hijos. El generoso Joaquín no podrá acompañar a Luis en su trayecto posterior, ya que la tuberculosis acaba con él en 1893; tampoco podrá hacerlo Sebastián, su padre: la apoplejía que le mata en 1986 inicia una tradición familiar que asocia la decadencia financiera al quebranto de la salud. La pérdida de capital en la fundación y la crisis social conduce a la familia, que residía hasta entonces en un piso el número 549 de la Gran vía, a la precariedad económica. Pero la muerte de Joaquín Massoni no ha sido en vano: al producirse la baja, Luis ocupa su puesto en la banca y el aumento de sueldo alivia la situación familiar. En los últimos compases del siglo XIX, y con la amenaza permanente del bacilo Koch, el padre de Ignacio se vuelca en la actividad deportiva. Para robustecer su estado físico, se hace socio del Real Club de Regatas (hoy, Real Club Marítimo) y conoce a unos ingleses que, junto a un suizo, pretenden popularizar el football en Barcelona. Con su amigo el farmacéutico Taxonera y con Parsons, Witty, Morris y Gamper organizará ese partido en el Hipódromo que alumbró en 1899, con aquella nota breve del semanario Los deportes, el nacimiento del F. C. Barcelona, entidad a la que la familia Agustí permanecerá siempre muy unida.
Al cuidado físico sigue el espiritual. Como tantos españoles, Luis Agustí no sale indemne del desastre de Cuba y Filipinas, y el rearme moral que preconiza la generación del 98 él lo traduce en acendrada fe como congregante de los jesuitas de la calle Caspe. En la Banca Arnús del pasaje del Reloj conoce a la que será su esposa, María Dolores Peypoch, hija de una acaudalada familia de Santa María del Vallés. Al cumplir veintiocho años, el 29 de febrero de 1900, saluda al nuevo siglo como jefe de bolsa desde su palco en Liceo. En 1909, el año de la Semana Trágica y la quema de iglesias, Luis Agustí, ya padre de cuatro hijos, estrena piso en el número 274 de la calle Diputación, esquina Pau Claris, epicentro modernista del Ensanche. Dedicado a la gestión del patrimonio familiar de su esposa y después de lograr un acuerdo de permutas sobre los bienes del bisabuelo materno de los Peypoch en Montevideo, consigue que María Dolores sea la única heredera de la finca Manso Torras en Santa María del Vallés.
La rama materna de Ignacio Agustí se extiende en el otro bisabuelo, Juan Bautista Perera, que impulsó un negocio de minas de carbón en San Juan de las Abadesas. La ubicación minera condicionó el recorrido del ferrocarril, la segunda línea que se inauguró a mediados del XIX, después de la Barcelona-Mataró. Hombre de negocios, Juan Bautista fue infiel a su esposa, Amalia Blesa; la dejó en una difícil situación cuando se largó con una señorita que había conocido en uno de sus viajes. Humillados y ofendidos, sus familiares —en especial, su hija Amalia—nunca se lo perdonaron.

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