Tan
poca vida
Hanya
Yanagihara

Nos
conocimos en Nueva York, donde yo estudiaba derecho y ella medicina. Después de
licenciarnos, me ofrecieron empleo como pasante en Boston, y ella (que tenía un
año más que yo) empezó las prácticas. Se estaba formando para ser oncóloga. Yo
la admiraba, pues no hay nada más tranquilizador que una mujer que quiere
curar, maternalmente inclinada sobre un
paciente con su bata blanca. Sin embargo, Liesl no buscaba admiración: le
interesaba la oncología porque era una de las especialidades más difíciles, y
la más cerebral. Tanto ella como sus colegas oncólogos en prácticas
menospreciaban a los radiólogos (demasiado mercenarios), a los cardiólogos
(demasiado engreídos y satisfechos), a los pediatras (demasiado sentimentales)
y sobre todo a los cirujanos (increíblemente arrogantes) y a los dermatólogos
(de los que no merecía la pena hablar, aunque trabajaban a menudo con ellos).
Les gustaban los anestesistas (raros y meticulosos, propensos a alguna
adicción) y los patólogos (aún más cerebrales que ellos), eso era todo. A veces
invitaba a algunos de sus colegas a casa y durante la sobremesa discutían sobre
casos y estudios hasta que las parejas —abogados, historiadores, escritores y
científicos de otras ramas—, cansados de ser ninguneados, nos escabullíamos a
la sala de estar para hablar de los temas triviales y más frívolos que ocupaban
nuestros días.