La promesa de Kamil Modráček (Réquiem
por los cincuenta) de Jiří Kratochvil
Traducción de Elena Buixaderas
ISBN: 978-84-15130-42-0
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 320
PVP: 21,95 €
Brno, años cincuenta.
En pleno terror estalinista, una joven pintora es asesinada tras un
interrogatorio de la policía secreta. Su hermano, un arquitecto especializado
en diseñar edificios de mal gusto para los gerifaltes comunistas, jura
venganza. Un día, por casualidad, descubre un sótano abovedado situado justo
debajo de su edificio, en el centro de Brno, y es entonces, tras recordar un
relato de Nabokov, a quien conoció en su infancia, cuando se propone encerrar
allí al responsable de la muerte de su hermana. No obstante, su particular
campaña de venganza privada se le va de las manos y las consecuencias se
vuelven imprevisibles. Con esta historia de crímenes con trasfondo político,
Kratochvil, considerado el escritor checo más importante de la era
post-Kundera, crea una parábola laberíntica cargada de un humor negro de
altísima graduación.
Entonces pensaba que el teniente
Láska jugaba conmigo a una especie de juego. Tal vez no tenía otra cosa que
hacer, así que se ejercitaba con material aleatorio: mi causa era una especie
de divertido entrenamiento para él. Yo creía que me retenía solo por diversión.
Había algunos indicios de ello. Por ejemplo, aunque estaba empleado en la
Oficina de Urbanismo cerca del edificio del Ministerio del Interior de la
calle Leninova, adonde eran llamados todos los que eran investigados por
Seguridad Nacional, a mí me hicieron ir a propósito a la comisaría de policía
de Běhounská, que caía bastante lejos de mi oficina. Pero, por otro lado, solo
estaba a dos portales de Běhounská 3, en cuyo tercer piso vivía yo. Algo que
no me sirvió de nada porque cuando me interrogaban lo hacían en horario de
trabajo, así que luego tenía que volverme a la oficina. El teniente Láska me
apuntaba en la hoja de permiso la hora y el minuto exactos de los
interrogatorios. En la entrada de la Oficina de Urbanismo me esperaban las
máquinas de fichar, fichaba al llegar y entregaba la hoja de permiso al portero,
que sin duda colaboraba con Seguridad Nacional, quien luego comparaba mi
llegada con la hora de salida de la comisaría de policía. Y cuando sospechaba
que el camino me había llevado demasiado tiempo me decía que lo tenía que
justificar y que si me dedicaba a perder así mis horas de trabajo podría
ocurrirme que un día me llevara una sorpresa. Yo sabía que no hablaba por hablar.
No tenía ninguna posibilidad de subir a casa y confieso que en lo único que me
entretenía era en pasar por Běhounská 3, y tocar el timbre de casa marcando el
ritmo de una canción bastante famosa por entonces, para que mi mujer supiera
que había sobrevivido al interrogatorio y que, de momento, todo iba bien.
En este punto, tengo que reconocer
que aunque no me hacía la vida fácil, este jueguecito de los seguretas me
resultaba casi simpático. Bueno, tampoco voy a exagerar. Quiero decir que no me
molestaba excesivamente. Incluso servía para humanizar al teniente Láska. Ludo, ergo sum.
Si ese cabrón tenía la capacidad de jugar conmigo como lo hacía, no debía de
ser tan ogro, me decía a mí mismo, así que lo peor que puedo temer es que me
tome el pelo un par de veces más y que se siga divirtiendo a mi costa como
hasta ahora. Pues que te lo pases bien, segureta de mierda, siempre que no
hagas algo despreciable. Incluso me lo hicieron entender de este modo, solo que
al final todo fue mucho peor de lo que me esperaba. No tenía ni idea de dónde
me estaba metiendo.
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