La trama nupcial de Jeffrey
Eugenides
PVP con IVA 23.90 €
Nº de páginas 544
Colección Panorama de narrativas
Traducción Jesús Zulaika
Estamos a principios de
los años ochenta del siglo pasado. Madeleine Hanna, una romántica incurable que
está escribiendo su tesis sobre el amor en Jane Austen y George Eliot. También
ella se convertirá en protagonista de una historia de amor apasionada, dolorosa
e intensa. Porque en su vida aparecerán dos hombres muy diferentes. Leonard
Bankhead, solitario, carismático y brillante estudiante de ciencias, y Mitchell
Grammaticus, estudiante de teología atormentado por las dudas. Una vez
finalizada la universidad, el triángulo se mantendrá, obligándoles a enfrentarse
con el final de la juventud y a reflexionar sobre el sentido último de la vida
y la verdadera naturaleza del amor.
«Jeffrey Eugenides
posee un talento enorme y generoso » (Jonathan Franzen).
«Nos recuerda con una
lucidez fuera de lo común lo que significa ser joven e idealista, perseguir el
verdadero amor y enamorarse de los libros y las ideas» (Michiko Kakutani, The
New York Times).
«Su novela más potente
hasta la fecha» (Newsweek).
Para empezar, mira todos esos
libros. Sus novelas de Edith Wharton, ordenadas no por títulos sino por fechas
de publicación. La colección de Henry James de la Modern Library, regalo de su
padre cuando cumplió veintiún años. Los manoseados libros en rústica que tuvo
que leer en la facultad, mucho Dickens, algo de Trollope, junto con unas buenas
raciones de Austen, George Eliot y las temibles hermanas Brontë. Un lote
completo de libros de bolsillo en blanco y negro de New Directions, mayormente
poesía de gente como H. D. o Denise Levertov. Estaban también las novelas de
Colette que leía de tapadillo. La primera edición de Parejas, que era de su
madre y que Madeleine había hojeado a hurtadillas en los últimos años de
primaria y ahora utilizaba como soporte textual para su tesis de licenciatura
en Lengua sobre la trama nupcial. Era, en suma, una biblioteca de tamaño medio
–sin dejar de ser portátil– en gran medida representativa de lo que Madeleine
había leído en la universidad, una colección de textos que parecían elegidos al
azar, y cuyo centro de atención se iba estrechando poco a poco, como en un test
de personalidad –uno sofisticado en el que no puedes hacer trampas adivinando
la intención de las preguntas y acabas tan perdido que lo único que puedes
hacer es responder con la verdad palmaria–. Y al cabo quedas a la espera del
resultado, confiando en que te salga «Artística», o «Apasionada», y diciéndote
que podrías seguir viviendo si te saliera «Susceptible», y temiendo íntimamente
que pudiera salirte «Narcisista» u «Hogareña», aunque el resultado final es de
doble filo y te hace sentirte diferente según el día, la hora o el chico con el
que estás saliendo: «Incorregiblemente romántica.»
Éstos eran los libros en la
habitación donde Madeleine estaba echada en la cama, con una almohada sobre la
cabeza, la mañana de su graduación. Los había leído todos, algunos de ellos
muchas veces, a menudo subrayando pasajes, pero eso no la ayudaba ahora en
nada. Madeleine intentaba hacer caso omiso de la habitación y de todo su
contenido. Con la esperanza de volver al olvido donde había estado acostada y a
salvo durante las tres horas pasadas. Cualquier nivel más alto de vigilia la
obligaría a enfrentarse a ciertos hechos desagradables: por ejemplo, la
cantidad y variedad de alcohol que había ingerido la noche pasada, y el hecho
de que se había dormido con las lentillas puestas. Pensar en estos hechos
concretos la habría llevado, en primer lugar, a recordar las razones por las que
había bebido tanto, algo que no quería hacer en ningún caso. Así que Madeleine
se ajustó la almohada encima de la cabeza, impidiendo el paso a la luz de la
mañana, y trató de volver a dormir.
Pero en vano. Porque justo
entonces, al otro extremo del apartamento, empezó a sonar el timbre.
Principios de junio, Providence,
Rhode Island; hacía casi un par de horas que había salido el sol, que iluminaba
la blanquecina bahía y las chimeneas de la central eléctrica de Narragansett,
que se alzaba como el sol de encima del escudo de la Universidad de
Brown que engalanaba
todos los gallardetes
y banderolas desplegados por el campus, un sol de semblante sagaz que
representaba el conocimiento. Pero este sol –el que iluminaba el cielo de
Providence– mejoraba con creces el sol metafórico del escudo, porque los
fundadores de la universidad, en su pesimismo baptista, habían decidido
representar la luz del conocimiento encapotada por un manto de nubes, para
indicar que la ignorancia no se había erradicado aún del reino humano, mientras
que el sol real estaba ahora abriéndose paso a través de una formación nubosa y
proyectaba astillados rayos de luz que infundían a los escuadrones de padres,
que se habían pasado el fin de semana empapados y helados, cierta esperanza de
que el tiempo –tan atípico para aquella época del año– no les arruinara la
jornada de fiesta. En todo College Hill, en los geométricos jardines de
las mansiones de estilo
georgiano, en los jardines
delanteros con aroma de magnolia de las mansiones victorianas, a lo largo de
las aceras enladrilladas que discurrían junto a verjas de hierro parecidas a
las de las viñetas de Charles Addams o las historias de Lovecraft; en el
exterior de los estudios de arte de la Rhode Island School of Design, donde un
estudiante de pintura que se había pasado toda la noche trabajando tenía puesta
a Patti Smith a todo volumen; arrancando destellos a los instrumentos (tuba y
trompeta, respectivamente) de los dos miembros de la banda de desfiles de Brown
que habían llegado demasiado temprano al punto de cita y miraban en torno
nerviosos, preguntándose dónde estaban los demás; reluciendo en las calles
laterales adoquinadas que llevaban ladera abajo hasta el río contaminado, el
sol brillaba en cada pomo de latón, en cada ala de insecto, en cada hoja de
hierba. Y, al unísono con la luz que inundaba súbitamente la mañana, como un
pistoletazo de salida a toda actividad de la jornada, el timbre de la puerta
del apartamento del cuarto piso de Madeleine empezó a sonar de forma insistente
y clamorosa.
Lo que yo llamo olvido de Laurent
Mauvignier
PVP con IVA 8.90 €
Nº de páginas 64
Colección Panorama de narrativas
Traducción Javier Albiñana
Un hombre entra en un
supermercado en el interior de un gran centro comercial de una ciudad francesa,
roba una lata de cerveza y es detenido por cuatro empleados de seguridad que lo
arrastran hasta el almacén y lo matan de una paliza. Este sucinto hecho de la
página de sucesos es narrado por Mauvignier en una única frase, un flujo de
palabras ininterrumpido, con una tensión que llega casi hasta el espasmo, para
relatar esa media hora en que acaba de forma insensata una vida, para hacer el
relato minucioso de una muerte absurda, para no olvidar, para hacer que nos
indignemos.
«Hace falta algo más
que talento para atraparnos, arrastrarnos y soltarnos de golpe sólo al llegar a
la última palabra» (Pierre Assouline, La république des livres).
«Estremecedor, una
implacable obra de arte sobre el cinismo y la violencia radicados en el seno de
toda desmemoria social, » (Andrea Bajani, Il Sole 24 Ore).
«Un relato que posee el
furor de la invectiva» (Martina Cardelli, Il Fatto Quotidiano).
y lo que ha dicho el fiscal es que
un hombre no debe
morir por tan
poca cosa, que es injusto morir
por una lata de cerveza que el
tipo ha conservado
en las manos lo suficiente para que los seguratas
puedan acusarlo de robo y jactarse, después, de haberlo identificado y elegido
entre los otros, la gente que está allí comprando, tiene tiempo para intentar,
eso mismo, intentar, correr hacia las cajas o amagar un gesto para
resistírseles, porque así podría advertir lo que son capaces de hacer los
seguratas, lo que saben, e incluso bajar los ojos y acelerar el paso, si decide
escapar caminando muy rápido, sin dejarse llevar por el pánico ni salir corriendo,
conteniendo el aliento, los dientes apretados, un movimiento, cosa que ha
hecho, no tratar de negar cuando los ha visto llegar y ellos se han, no diré
lanzado sobre él,
porque se acercaban
lentos y tranquilos, sin abalanzarse en absoluto, como habrían hecho,
dijéramos, unas aves de presa, no, no han hecho eso, por el contrario, se han
detenido ante él, todos ellos muy silenciosos, más bien lentos y fríos cuando
lo han rodeado y él no ha pronunciado una sola palabra para protestar o negar
porque, sí, se había bebido una lata y habría podido darles las gracias por
dejar que se la acabara, no ha dicho una palabra y en sus ojos se ha plasmado
abiertamente el miedo pero nada más, entiendes, tan sólo tenía ganas de beberse
una cerveza, ya sabes lo que son las ganas de beberse una cerveza, quería
refrescarse el gaznate y quitarse
ese sabor a
polvo que tenía
dentro y que no lo abandonaba,
vete a saber, un día como hoy, una tarde en que la luz era blanca como una hoja
de cuchillo reluciente bajo un neón en una cocina, se acordó del papel pintado
con las cerezas rojas y de cómo brillaban en la oscuridad, en aquella ventana
blanca y en el neón tan blanco y vibrante también, cuando él regresaba a casa a
las siete de la mañana tras haber follado a orillas del Sena, ante la mirada de
aquellos viciosos que pedían permiso para plantar el rabo entre ella y él –se
acordó de aquello y de lo bien que
aprovechó el tiempo antes de morir,
sí, es cierto,
pese a lo
que te cuenten otros, pese a lo
que tú pienses también y a lo que te repita tu mujer porque ella cree saberlo
todo, y los otros también, dirán que tenía que pasar pero no tenía que pasar y
él, antes de estar muerto (te lo digo a ti porque eres su hermano, quería
levantarte el ánimo como a él le hubiera gustado hacerlo alguna vez, quería
decirte que la vida no ha sido tacaña con él, créeme, tenlo por seguro),
todavía no tenía intención de ir al supermercado y antes de entrar había estado
casi una hora en el centro comercial, ya aguantar todo ese cristo para llegar a
eso, los pasos de peatones amarillos y los números de entrada, pues eso, él
llega por donde hay un falso seto vegetal y un césped sintético, letreros como
en una ciudad cubierta, con sus cruces y sus calles, pero no se tropieza con
mucha gente,
Intento de escapada de Miguel Ángel
Hernández
PVP con IVA 16.90 €
Nº de páginas 248
Colección Narrativas hispánicas
La rutina de Marcos,
aplicado y retraído estudiante de Bellas Artes, se ve interrumpida por la
llegada a su pequeña ciudad de provincias del célebre Jacobo Montes, el gran
artista social del presente, cuya transgresora obra pretende ser una denuncia
del capitalismo contemporáneo. Casi por azar, Marcos acaba convertido en su
asistente y con él aprenderá a mirar con nuevos ojos la realidad, en especial
el problema de la inmigración, tema sobre el que Montes pretende trabajar en la
ciudad. Toda una experiencia de iniciación que, sin embargo, no acabará como
Marcos había imaginado. Los métodos de Montes están en el límite de lo
admisible. Y cuando la teoría se lleva a la práctica, las cosas corren el
riesgo de irse de las manos. En ese momento, el arte se transforma en un juego
grotesco y peligroso. Una crítica profunda y envenenada del arte contemporáneo
más radical y de la actitud cínica que se oculta detrás de ciertas prácticas
artísticas «comprometidas».
Entré en la sala tapándome la boca
con un pañuelo. Apenas pude avanzar unos metros. El hedor era insoportable. La
podredumbre penetraba por cada uno de los poros de mi piel. El estómago se me
encogió y un regusto amargo comenzó a subir por mi garganta. Cerré los ojos y
apreté los dientes para evitar el vómito. Intenté aguantar la respiración todo
lo que pude. Cinco segundos, diez, quince, veinte, treinta..., un poco más,
cuarenta, cincuenta..., hasta que la náusea remitió y el cuerpo empezó a
acostumbrarse. Sólo entonces fui capaz de abrir los ojos y dirigir la mirada
hacia el centro de la sala. Y allí conseguí ver por fin la caja, iluminada de
modo teatral en medio de la oscuridad.
La estructura, de aproximadamente
un metro de alto por uno y medio de ancho, era de madera y tenía refuerzos de
metal en las esquinas. Junto a ella había dos pequeñas pantallas que emitían
secuencias de imágenes en movimiento. En la primera, una persona entraba en el interior
de la caja. Después, alguien se acercaba y tapaba la parte de arriba. Esa
acción se repetía constantemente. La segunda pantalla mostraba la caja cerrada.
Nadie entraba o salía de ella. Simplemente estaba la caja de madera. La misma
de la que provenía el olor que me revolvía las tripas. La misma que tenía
delante de mí, en aquella sala de exposiciones del Centro Georges Pompidou de
París. La misma junto a la que había una pequeña cartela en la que se podía
leer: Jacobo Montes, Intento de escapada, 2003.
La obra formaba parte de la
exposición que abría la temporada del centro de arte. secreto: lo que el arte
esconde, más de cincuenta obras desde las vanguardias históricas hasta la
actualidad que pretendían mostrar que el arte siempre oculta algo más allá de
lo que vemos. Obras escondidas, veladas, tachadas, tapadas, forradas, borradas
e incluso destruidas. Duchamp, Manzoni, Morris, Christo, Acconci, Beuys,
Richter, Salcedo... y al final del recorrido, como no podía ser de otro modo,
Jacobo Montes, el gran artista social del presente.
Yo había ido a París para intentar
acabar un libro. El Ministerio de Educación me había concedido una beca de
movilidad y tenía la intención de cerrar por fin la investigación que me había
mantenido ocupado durante los últimos diez años de mi vida: la ruptura del
placer visual en el arte contemporáneo. Dediqué mi tesis doctoral a esa
cuestión. La mayoría de mis textos desde entonces no habían cesado de dar
vueltas en torno al mismo problema. Pero lo tenía todo disperso en pequeños
artículos y textos para catálogos y no encontraba la manera de dar forma a todo
ese material. Tras varios años de trabajo frenético, había llegado el momento
de juntarlo todo, reescribirlo y armar el libro definitivo. Aquella exposición
era la excusa perfecta para empezar de nuevo. Y aquel periodo de estancia me
iba a servir para poder dedicarle a la cuestión el tiempo necesario.
Sabía desde tiempo atrás que se iba
a inaugurar esa exposición en París. Y pude arreglarlo todo para hacer
coincidir mi estancia con el evento. Que un centro como el Pompidou organizase
una muestra sobre el escondite y la ocultación certificaba que mi trabajo sobre
la antivisión seguía estando de actualidad. La exposición entraba de lleno en
mi campo de investigación. Esconder las cosas, quitarlas de la vista, no es
sino frustrar la mirada del espectador. Ocultar, tachar, velar, encerrar...,
romper el placer de la visión.
Fui a París para escribir un libro.
Eso fue lo que dije en la universidad. Eso también era lo que yo me decía. Pero
en el fondo sabía que no era totalmente cierto. Al menos no del todo. Había
algo más. Algo que tenía claro que iba a encontrar en aquel lugar. Algo que
ahora tenía frente a mí y que me retorcía el estómago. Jacobo Montes, el
artista imprescindible, el aclamado, la figura fundamental del arte del
presente. Y su obra maestra, Intento de escapada, esa que tantas veces había
buscado, esa a la que, diez años antes, no tuve el valor de hacerle frente, esa
que, desde entonces, nunca había dejado de perseguirme.
Historia del dinero de Alan Pauls
PVP con IVA 17.90 €
Nº de páginas 216
Colección Narrativas hispánicas
El dinero obsesiona al
héroe de esta novela. Su padre «hace» dinero en mesas de póquer y casinos, está
en su salsa en las cuevas de la especulación financiera y hace equilibrio en el
filo del delito. Su madre vuelve a casarse y dilapida la pequeña fortuna que
hereda en viajes, negocios desatinados y una casa de veraneo que crece sin
medida. ¿Qué le queda a él, testigo de la ruina, sino el goce tortuoso de
pagar, en todos los sentidos de la palabra? Historia del dinero es una novela
de dinero explícito (como se habla, en el porno, de sexo explícito). Una novela
de economía hardcore donde las escenas de sexo han sido reemplazadas por
escenas de dinero y la economía de todo un país enloquece sin remedio,
centrifugada por la inflación y la irracionalidad financiera. El libro es un
espléndido cierre de la trilogía de novelas independientes con que el autor
vuelve sobre los años más tempestuosos de la Argentina reciente.
«Un siniestro carrusel
de inquietantes intereses políticos, fuga de capitales, blanqueo monetario,
guerrilleros urbanos, especuladores financieros, taimados sindicalistas, la
sombra de militantes contrarrevolucionarios, desfalcos y bancarrotas, procesos
inflacionarios; en fin, una vorágine de maquiavélicas intrigas y oscuras
maquinaciones… En estos tiempos de crisis, esta novela constituye una buena
muestra de un género narrativo en auge: el de la «economía-ficción», modalidad
literaria particularmente espeluznante porque acaba convirtiéndose en un
detallado costumbrismo realista. Alan Pauls consigue sobrecoger al lector en un
laberinto de cercanos terrores y lúgubres expectativas: el dinero como
protagonista» (Jesús Ferrer, La Razón).
«Alan Pauls pone punto
final a su trilogía con un libro digresivo y espléndidamente narrado que
ratifica su sitio como uno de los pocos escritores argentinos contemporáneos
realmente imprescindibles y narra con maestría qué sucede con un país y con sus
habitantes cuando el dinero ya no significa nada, absolutamente nada, y, sin
embargo, es lo único que importa contar» (Patricio Pron, ABC).
No ha cumplido quince años cuando
ve en persona a su primer muerto. Lo asombra un poco que ese hombre, amigo
íntimo de la familia del marido de su madre, ahora, encogido por las paredes
demasiado estrechas del ataúd, le caiga tan mal como cuando estaba vivo. Lo ve
de traje, ve esa cara rejuvenecida por la higiene fúnebre, maquillada, la piel
un poco amarillenta, con un brillo como de cera pero impecable, y vuelve a
sentir la misma antipatía rabiosa que lo asalta cada vez que le ha tocado
cruzárselo. Así ha sido siempre, por otro lado, desde el día en que lo conoce,
ocho años atrás, un verano en Mar del Plata, cuando falta poco para almorzar.
No corre una gota de viento, las
cigarras ponen a punto otra ofensiva ensordecedora. Huyendo del calor, del
calor y del tedio, él deambula a la deriva por ese caserón de principios del
siglo veinte donde no termina de encontrar su lugar, poco importan las sonrisas
con que lo reciben los dueños de casa apenas la pisa por primera vez, la
habitación exclusiva que le asignan en el primer piso o la insistencia con que
su madre le asegura que, recién llegado y todo, tiene tanto derecho al caserón
y a todo lo que hay en él –incluyendo el garage con las bicicletas, las tablas
de surf, los barrenadores de telgopor, incluyendo también el jardín con los
tilos, la glorieta, las hamacas de hierro y esos canteros con hortensias que el
sol chamusca y decolora hasta que los pétalos parecen de papel– como los demás,
entendiendo por los demás la legión todavía difusa pero inexplicablemente creciente
que él, con un desconcierto que los años que hace que escucha la expresión no
han disipado, oye llamar su familia
política el otro como verrugas, a menudo sin darle tiempo para lo básico,
retener sus nombres, por ejemplo, y poder asociarlos con los rostros a los que
corresponden. El calvario del que se ve obligado a moverse porque no encaja:
todos los pasos que da son en falso, cada decisión un error. Vivir es
arrepentirse.
En alguna escala de su vagabundeo
aterriza en la planta baja y lo ve, lo sorprende más bien –al muerto, desde
luego, ¿a quién, si no?– deslizándose en el comedor como en puntas de pie, en
actitud sospechosa. No tiene la agilidad inquietante de un ladrón. Si hay algo
que no representa, rubicundo como es, de una afectación casi femenina, con esa
piel siempre salpicada de manchas rojas, es una amenaza. Tiene el modo tenue de
moverse, la delicadeza de un mimo o un bailarín, y pega unos saltos mudos, tan
inofensivos como la misión que lo ha llevado hasta el comedor antes de que la campana
anuncie oficialmente la hora del almuerzo: ganarle de mano al resto de la
familia para saquear uno por uno, con los picotazos de sus dedos manicurados,
metódicos, los platitos donde acaban de servir los crostines que decidió
comprar él mismo esa mañana, una marca de nombre vagamente extranjero cuyas
bondades, al parecer, lleva una semana promoviendo sin que le hagan caso.
Como todo el mundo, él ha confiado
en que la muerte lave esa vieja aprensión. Al menos eso, si es que no consigue
borrarla. De modo que se acerca al ataúd, lo único, además de la mujer del
muerto –a la que por otro lado lleva un buen rato sin ver–, que lo atrae en ese
departamento sofocante adonde su madre lo ha llevado sin decir una palabra tan
pronto vuelve de la escuela. Avanza clavando el mentón contra el pecho, con el
mismo aire grave y reconcentrado que ensombrece con una rara unanimidad la cara
de los adultos y que en menos de diez minutos, con sólo echarle un vistazo, ya
es capaz de plagiar a la perfección, envalentonado, además, por la formalidad
del uniforme del colegio con el que su madre lo ha obligado a quedarse, lo
único que su guardarropa ofrecía a la altura de la situación. Pero cuando llega
hasta el cajón, con la esperanza de que ver al muerto en vivo –como alguna vez
ha bromeado con los compañeros de colegio con los que comparte esa
inexperiencia en asuntos de velorio– relegue la vieja hostilidad al subsuelo
donde marchitan sus intolerancias de niño, las voces a su alrededor se
entrelazan en un rumor confuso, el sonido ambiente se apaga y él, incrédulo,
descubre que lo único que oye, lo que vuelve a oír intacto, conservado en
estado de máxima pureza, es una sola cosa: el crepitar intolerable de los
crostines dentro de la boca del muerto. Son en rigor dos sonidos alternados: el
crujido que hacen los crostines al ser triturados por los dientes, nítido pero
opaco, asordinado por el decoro de una boca educada para abrirse lo menos
posible mientras mastica, y el chasquido vivaz, regular, los latigazos ínfimos
que resuenan al instante de la trituración, cuando los labios se regodean
prolongando unos segundos el deleite de saborearlos. Pero no: no están en el
aire ni en su cabeza. No son una alucinación ni un recuerdo. Están ahí adentro,
suenan en la boca misma del muerto.
Un cerebro a medida de Pierre-Marie
Lledo y Jean-Didier Vincent
PVP con IVA 19.90 €
Nº de páginas 280
Colección Argumentos
Traducción Cristina Zelich
Nuestro cerebro no es
un órgano que permanezca inalterable en cuanto alcanzamos la edad adulta.
Evoluciona a lo largo de nuestra vida. Y esta plasticidad abre perspectivas
para quienes sufren trastornos provocados por algún traumatismo o una
enfermedad degenerativa. ¿Nos encaminamos hacia una medicina regeneradora?
Junto a ese cerebro reparado, ¿no hay también un cerebro aumentado, o bien
dopado, que se perfila gracias a programas de adiestramiento cognitivo, a los
psicoestimulantes, a las moléculas «inteligentes» y a otros implantes? Memoria
fortalecida, visión nocturna perfecta, control a distancia de robots: ¿qué nos
preparan las nuevas neurociencias? ¿Y si la inmortalidad no fuera simplemente
un sueño?
«Con el paso de las
décadas, el cerebro se ha convertido en una nueva frontera. Un continente que
hay que cartografiar, comprender» (Roger-Pol Droit, Le Monde).
«Una obra apasionante»
(Barbara Witkowska, Le Vif/L’Express).
«Este libro contribuye
con brillantez a hacernos conocer el cerebro tal y como es: un sistema dinámico»
(Florian Cova, Livres).
Durante mucho tiempo, esa forma de
1.500 gramos de materia blanda y
grisácea se ha
resistido al análisis
de los observadores. El obispo Niels Stensen,
también llamado Nicolás Steno1 (1638-1686), canonizado por la Iglesia católica,
fue un gran sabio, anatomista, geólogo y también teólogo, antes de dedicarse a
la conversión de los luteranos. Denunciaba «la pretensión de esas personas
[Descartes y compañía], presurosas por afirmar [y] ofrecer la historia del
cerebro y la disposición de sus partes con la misma seguridad que les otorgaría
haber presenciado la composición de esta máquina maravillosa y haber penetrado
en todos los designios de su gran arquitecto».2 Actualmente, después de tres
siglos de anatomía y sesenta años de neurociencias modernas,3 se han desvelado
muchas cosas sobre la forma del cerebro y las funciones que dependen de él. Son
producto de una historia y, gracias a Darwin y a su teoría de la evolución de
las especies, ya no es necesario recurrir a los designios de un gran arquitecto.
Sin embargo, los aficionados al misterio pueden estar tranquilos, a pesar de
los esfuerzos constantes de los investigadores, todavía no ha llegado la hora
de comprender dónde se esconden todos los secretos del alma humana; con grave
perjuicio para los constructores de máquinas destinadas a leer los misterios
del pensamiento, que podrían acabar siendo máquinas para descerebrar.4
La historia del cerebro humano se
confunde con la odisea de nuestra especie, aparecida hace aproximadamente
doscientos mil años y portadora de un cerebro moderno que, desde entonces, no
ha evolucionado. ¿Quiénes eran esos seres humanos que aparecieron a principios
de la era cuaternaria? Tanto si son machos
como hembras, tienen
la piel desnuda
y mucho cabello. «Él» ha aprendido rápidamente a
proteger su pene de las miradas de los demás y de los daños que le pueden
acarrear los caminos espinosos. «Ella» muestra sin tapujos sus senos pendulares
y sus nalgas carnosas, blasones de su feminidad. No sienten vergüenza ni pudor;
la ropa llegará más tarde junto con la moral y la ley. Conocen todas las
emociones, pero ante todo están dotados de compasión, carácter fruto de la
selección natural, fundamento sobre el cual se ha desarrollado la especie.
Estos seres, de caninos cortos y desprovistos de garras, jamás hubieran podido
sobrevivir sin ayudarse entre sí y sin la capacidad para penetrar en el alma
del prójimo y leer en ella intenciones o sentimientos personales. Sus pasos
siguen el ritmo de sus pensamientos, que a su vez circulan libremente de un
cerebro a otro. Sus ojos iluminan el día y ahuyentan de él la soledad. Por la
noche se quedan dormidos bajo el peso de las estrellas, vagamente alejadas
gracias a las llamas de la hoguera.
Tras las líneas de Daniel Cassany
PVP con IVA 9.90 €
Nº de páginas 304
Colección Compactos
Teniendo en cuenta que
los textos y la lectura cambian constantemente dependiendo de las épocas de la
historia y las distintas comunidades de nuestro mundo, conviene preguntarnos
cómo leemos en este siglo XXI y qué circunstancias lectoras son las que nos
condicionan. En primer lugar, cualquier escrito expresa una ideología y detrás
de él siempre se esconde alguien... pero ¿quién es? También los formatos
cambian: las pantallas y la web arrinconan a la biblioteca de papel: navegamos,
buscamos y clicamos para que comparezcan en casa miles de respuestas. ¿Son
fiables?... Con estilo directo y mirada rigurosa, Daniel Cassany analiza las
claves más relevantes de la lectura contemporánea.
«Cassany se acerca con
didactismo a temas como la globalización lectora, internet o los textos
técnicos» (Antoni Gual, La Vanguardia).
«Un libro que invita al
lector a leer con sentido crítico» (Carlos Ocampo, La Voz de Galicia).
Rompepistas de Kiko Amat
PVP con IVA 9.90 €
Nº de páginas 320
Colección Compactos
Corre el verano de
1987. El universo de Rompepistas, un punk miope y desgarbado de diecisiete años
nacido en el extrarradio de Barcelona, parece a punto de estallar: acaba de
empezar una guerra sangrienta con una banda del pueblo de al lado, sus padres
están a punto de separarse, y las cosas no van ben con sus amigos. Llena de
patadas y puñetazos, punk rock y reggae, victorias pírricas y el desespero
callado del cinturón industrial barcelonés, Rompepistas es una emocionante
novela de iniciación que narra con intensidad y gran sentido del humor el paso
de la adolescencia a la primera juventud.
«Tiene la fuerza de la
verdad. La mejor novela del autor y una de las mejores crónicas de su tiempo»
(Julià Guillamon, La Vanguardia).
«Irreverente, adictiva
y tremendamente divertida» (David Morán, ABC).
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