Franck Thilliez
Atomka
El
cuerpo masculino reposaba en el fondo de un gran congelador vacío, en ropa
interior y acurrucado. Tenía los labios morados y la boca abierta de par en
par, como si hubiera tratado de gritar una última vez. El agua —¿serían
lágrimas?— se había congelado junto a sus párpados. Sus cabellos rubios
estaban cubiertos de escarcha. Tenía la piel cuadriculada a cortes,
principalmente a la altura de los miembros superiores e inferiores.
Junto
al cadáver, en el fondo del congelador, había una linterna y una pila de ropa:
unos vaqueros cortados, una camisa ensangrentada, unos zapatos y un jersey.
Sharko observó las trazas púrpuras por doquier en las paredes, aquel rojo
brillante mezclado con el blanco resplandeciente del hielo. El policía imaginó
a la víctima tratando de huir a cualquier precio, rascando y golpeando la
superficie hasta lastimarse las falanges.
Lucie
se acercó, con los brazos cruzados.
—Han
intentado sacarlo de ahí, pero… está pegado. Al llegar, la calefacción estaba
apagada, y le hemos dado a fondo a los termostatos para producir calor. Los
colegas de la Identificación Judicial están a punto de llegar con radiadores
eléctricos. Hay que esperar a que se ablande un poco para buscar fibras y ADN
y, sobre todo, para levantar el cadáver. Menuda mala pata.
—Solo
está congelado superficialmente —completó Chénaix, el forense—. Forzándolo un
poco, he podido constatar en profundidad una temperatura interna de 9 ºC. La intensidad
y el tiempo de congelación no han bastado para llegar hasta lo más hondo. Con
las características del congelador y mis gráficos en el Instituto Médico
Forense podré calcular una horquilla bastante precisa de la hora de la muerte.
Sharko
observó los alimentos esparcidos por el suelo. El asesino había vaciado primero
el congelador para poder encerrar a su víctima. No era alguien que fuera presa
fácilmente del pánico. Sus ojos se dirigieron de nuevo a Lucie.
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