Matar al padre de Amélie Nothomb
ISBN 978-84-339-7860-8
PVP con IVA 19.90 €
Nº de páginas 400
Colección Panorama de narrativas
Traducción Richard Gross
Nothomb nos sumerge en
el universo de la magia a través de dos figuras: Norman Terence, un mago
célebre, y Joe Whip, que se presenta en la puerta de su casa buscando un mentor
y encontrará un padre adoptivo. Y, como dicta el mandato edípico del título,
entre padre e hijo se establecerá una relación que oscila entre la fascinación
y la rivalidad, acrecentada por la presencia de la seductora Christina, una
malabarista. ¿No es también la literatura una forma de magia, y el escritor un
generoso prestidigitador que mantiene lo real en suspenso mientras dura la fábula?
Pero los magos siempre guardan algún que otro truco bajo su chistera, y la
historia de Joe y Norman desvelará al lector un desenlace inesperado,
sorprendente.
«Un hábil juego de
espejos en una novela enigmática y muy noir (Rolling Stone).
«Un libro cruel, que es
también portador de ese humor puramente nothombiano» (François Busnel,
L’Express).
«La escritura es
depurada e incisiva, el tono vivo e inteligente, los temas son originales y
sorprendentes, los personajes singulares y desconcertantes» (Joëlle Smets, Le
Soir).
Se instauró en la casa una especie
de rutina. Por la mañana, después del desayuno, Norman le enseñaba su arte a su
alumno. Había, por supuesto, un importante
lado técnico, no
tan importante, sin embargo, como
el lado espiritual.
El profesor percibió esta necesidad
al ver hasta qué punto al chico le extasiaba su propio virtuosismo.
–¿Por qué quieres ser mago? –le
preguntó.
Silencio. Joe estaba desconcertado.
–¿Para demostrar
que eres el
mejor? –prosiguió Norman–. ¿Para
ser una estrella?
Mutismo elocuente.
–¿Cuál es el objetivo de la magia?
–retomó el adulto.
Después de un silencio, él mismo
respondió a su pregunta:
–El objetivo de la magia es lograr
que otro llegue a dudar de la realidad.
Joe asintió.
–Así pues –continuó Norman–,
la magia es para los demás, no para uno mismo.
–Pero a mí me produce mucha
satisfacción –dijo el adolescente.
–No es contradictorio. Cuando haces
las cosas como se deben hacer, a la fuerza sientes una gran satisfacción. Pero
eso no significa que ése sea el objetivo.
Joe miró a Norman con cierto
desprecio. El profesor notó que el chico estaba pensando «menudo pelma» y
reprimió sus ganas de reír.
Por la tarde, Norman echaba una
siesta en el sofá del salón. Joe ayudaba a Christina a hacer las compras o a
limpiar. Por la noche, ella le enseñaba a cocinar.
Joe admiraba al mago, pero
experimentaba cierto malestar en
su compañía. Emanaba
de él una impresionante dignidad.
Y, además, era una celebridad. Él no le daba ninguna importancia, nunca hablaba
de ello, y, sin embargo, era un hecho
irrefutable. El correo
rebosaba de invitaciones
a escenarios prestigiosos,
incluso en círculos extranjeros de renombre.
Norman ya casi no actuaba en Reno.
Muy de vez en cuando, hacía una gira por varias grandes ciudades; tampoco
hablaba de ello, había que arrancarle la información a la fuerza.
Cuando se marchaba, le dejaba
instrucciones a Joe, cómo trabajar determinado movimiento: aunque sabía que era
inútil, el alumno era serio. Sus consignas servían más bien para darle
confianza al chico sobre la permanencia de sus enseñanzas.
En ausencia de Norman, Joe
entrenaba solo, igual que antes. Durante horas, se observaba manipulando las
cartas o los objetos en el espejo. Desde que se había convertido en el alumno
de Norman, su visión de sí mismo había cambiado: era como si su reflejo hubiera
incorporado el juicio del maestro.
Al mediodía, Christina le llamaba
para el almuerzo. Y luego estaban juntos hasta la noche. Le encantaba su
compañía. Hablaba tan poco como Norman, pero eso no le provocaba ninguna
incomodidad. Cassandra, en cambio, hablaba constantemente, sin duda porque el
silencio la crispaba.
Siempre la comparaba con su madre y
le dolía hacerlo: «Es que no conozco a ninguna otra mujer», pensaba. Christina
le parecía todo lo contrario de Cassandra: distinguida, callada, nunca
levantaba el tono de voz y su belleza no resultaba escandalosa. Ésa fue la
razón por la cual Joe tardó en percibirla. Pero cuando se dio cuenta de que era
guapa, se sintió doblemente impactado.
En tiempos de luz menguante (Novela
de una familia) de Eugen Ruge
ISBN 978-84-339-7860-8
PVP con IVA 19.90 €
Nº de páginas 400
Colección Panorama de narrativas
Traducción Richard Gross
Esta saga familiar se
centra en tres generaciones de una familia de la República Democrática Alemana:
los abuelos, comunistas acérrimos que participan en la construcción de la nueva
república; su hijo, huido de joven a Moscú y más tarde deportado a un campo
siberiano, quien inicia su viaje en el extremo opuesto, los Urales, para
volver, junto con su mujer rusa, a una república de pequeños burgueses en cuya
transformabilidad sigue creyendo; y, por último, el nieto, que se pasa al Oeste
el mismo día en que el patriarca cumple noventa años. Medio siglo de historia
vivida, una novela sobre Alemania llena de sorprendentes giros y detalles,
grande por su madurez humana, su precisión y su humor.
«Un libro amplio,
ambicioso. Un gran libro» (Astrid Éliard, Le Figaro).
«Una de las mejores
novelas, posiblemente la mejor, sobre la RDA. Un autor al que descubrir sin
duda alguna» (Paris-Berlin).
«Soberbia» (F.-G.
Lorrain, Le Soir).
–Tienes el tenedor al revés
–repitió Alexander.
Lo dijo sin énfasis, sin ningún
dejo admonitorio, para comprobar el efecto que los meros conceptos provocaban
en Kurt. Efecto nulo. Cero. ¿Qué pasaba en esa cabeza, en ese espacio todavía
demarcado frente al mundo por un cráneo y que seguía conteniendo una especie de
yo? ¿Qué sentía Kurt, qué pensaba mientras caminaba, a pasos cortos y torpes,
por la habitación o, sentado a su escritorio por las mañanas, fijaba durante
horas la vista en el periódico, según decían las cuidadoras? ¿Qué pensaba?
¿Pensaba siquiera? ¿Cómo era pensar sin palabras?
Por fin, logró poner el trocito de
gulasch sobre la punta del cuchillo y, haciendo equilibrios a la vez que
temblando de gula, se lo acercó a la boca. Se le cayó. Segundo intento.
En realidad, tenía gracia que el
deterioro de Kurt comenzara por el habla, pensó Alexander. Kurt, el orador. El
gran narrador. Aquella manera de posar en su famoso sillón..., ¡el sillón de
Kurt! Y todo el mundo pendiente de sus labios cuando el señor catedrático
contaba sus historietas. Sus anécdotas. Porque lo curioso era que en boca de
Kurt cualquier tema se transmutaba en anécdota. Daba igual lo que contara
–incluso los episodios del campo de trabajo que estuvieron a punto de costarle
la vida–, siempre tenía ingenio, siempre tenía gracia. Mejor dicho, tuvo.
Pasado concluso. La última frase coherente que acertó a pronunciar fue: He
perdido el habla. No estaba mal. Comparado con su repertorio de hoy, todo un
número de acrobacia verbal. Pero desde entonces habían pasado dos años. He
perdido el habla... Y la gente pensó de verdad que, bueno, la había perdido,
sí, pero que por lo demás... Por lo demás, parecía estar razonablemente bien.
Sonreía, asentía. Hacía muecas que de alguna manera resultaban coherentes.
Disimulaba astutamente. Sólo de vez en cuando le sucedían cosas extrañas. Como
la de servirse vino tinto en la taza del café o de no saber qué hacer con el
corcho en la mano..., para finalmente guardarlo en la estantería de los libros.
Balance lamentable: por el momento
sólo había podido con un trozo de carne. Ahora se puso manos a la obra:
empleando los dedos. Y, cual criatura que prueba la reacción de sus padres,
miró a Alexander desde abajo, de reojo. Luego se metió el trozo en la boca.
Luego otro. Y masticó.
Mientras masticaba, levantaba los
dedos sucios como en ademán de juramento.
–Si tú supieras –dijo Alexander.
Kurt no reaccionó. Por fin había
encontrado un método: la solución del problema del gulasch. Se lo metía en la
boca y masticaba. Un hilillo de salsa se le escurría por la barbilla.
Furores íntimos de Charlotte Roche
ISBN 978-84-339-7862-2
PVP con IVA 19.90 €
Nº de páginas 288
Colección Panorama de narrativas
Traducción J. R. Pérez Müller
De día y con las
ventanas cerradas, por los vecinos. Es así como más le gusta a Elizabeth. Ella
introduce la mano en el pantalón de yoga tamaño XXL de Georg, su marido, y a
partir de ahí traiciona a su madre, que trataba de enseñarle que el sexo era
algo malo. Enseñanza fallida, porque sólo durante el sexo se siente realmente
libre y no piensa en los sinsabores de su existencia. Por ejemplo, la boda con
su exnovio que nunca tuvo lugar. Tras aquel accidente, Georg compró a Elizabeth
como quien compra un camello en el bazar. Desde entonces ella se desvive por
lograr una meta: no separarse nunca de él. Furores
íntimos habla del matrimonio y la familia en un tono sin precedentes, a la
vez que explora, con audacia y humor feroz, cada resquicio del alma de una joven
desorientada.
«Un libro que nos mueve
y conmueve mucho más allá de la lectura» (Frankfurter Allgemeine Zeitung).
«Nos hace contener el
aliento porque ahonda en los fríos abismos de la moderna existencia humana» (Handelsblatt).
«El excelente retrato
de una joven mujer» (Deutsche Presse-Agentur).
MARTES
Como siempre antes del sexo, hemos
encendido los dos calientacamas con media hora de antelación. Mi marido los
compró de alta calidad y llegan por ambas partes desde la cabecera hasta los
pies. Para mí, con estos artilugios toda inversión es poca. Tengo un miedo
horroroso a que después de conciliar el sueño esos chismes se pongan al rojo
vivo y me achicharren en cuerpo y alma o me asfixien con el humo. Nuestros
calientacamas se apagan solos al cabo de una hora. Nos tumbamos en el lecho de
cuarenta grados de temperatura y miramos al techo. El cuerpo se relaja con el
calor. Comienzo a respirar hondo y sonrío para mí, excitada por el placer que
me espera. Luego me doy la vuelta y le beso, mi mano se introduce en su
pantalón de yoga tamaño XXL. No tiene cremallera ni nada por el estilo, donde
el vello o el prepucio pudieran engancharse. Al principio no le toco la polla,
sino que me deslizo, siempre dentro del pantalón, hacia los huevos. Los empuño
como una bolsita de oro y los sopeso suavemente con la mano. A partir de ahí
engaño a mi andrófoba madre, que trató de enseñarme que el sexo era algo malo.
Se ve que en mí la lección no ha calado.
Inspirar y espirar hondo. Es el
único momento del día en que respiro correctamente. Durante el resto del tiempo
tengo la respiración plana y boqueante. Estoy siempre al acecho, siempre
controlada, siempre preparada para lo peor. Cuando tengo sexo, cambio por
completo de personalidad. Mi terapeuta, la señora Drescher, dice que
inconscientemente me escindo porque mi madre me educaba para que fuera un ser
asexual. Y que sólo por no traicionarla tengo que convertirme en otra en la
cama. Funciona de maravilla. Me libero totalmente. Nada me corta. Soy la
cachondez con patas. En esos instantes no me siento persona, sino más bien animal.
Olvido todos los deberes y problemas, soy sólo cuerpo y dejo de ser mi mente
agotadora. Poco a poco voy deslizando la cara hacia su entrepierna. Noto su
olor a macho, que no me parece tan distinto al de hembra. Cuando no se ha
duchado inmediatamente antes del sexo –y cuando llevas tanto tiempo juntos como
llevamos nosotros ya no se hace– alguna que otra gota de orina ha empezado a
fermentar entre el capullo y el prepucio. Huele como en la cocina de mi abuela
los días que había frito pescado en el horno de gas. A cerrar los ojos y
tirarse a la piscina. Confieso que me da un poco de asco, pero al mismo tiempo
ese asco me excita.
Lo limpio con cuatro lametazos y ya
no huele. Hago como la vaca que limpia a la ternera con la lengua. Hundo la
cara olfateando en el blando escroto y rozo la mejilla a lo largo de la verga
empalmada que ya se le había puesto dura mientras lo besaba en la boca. Mi
marido, Georg, es mucho mayor que yo, a ver cuánto tiempo le funciona todavía
la erección. Le beso la ingle o como se llame, esa zona donde las piernas se
unen al tronco. Es en ese momento, como muy tarde, cuando lo oigo gemir
levemente y pedirme más. Por lo pronto sólo se trata de atenderlo. Medito en
detalle el ritmo que he de dar a cada movimiento para hacerlo enloquecer.
Primero basta con la provocación. Detenerse en las ingles, seguir apresando
firmemente los huevos con la mano. Pasar poco a poco de los besos al lameteo.
Hago fuertes chasquidos con la boca para que no sólo sienta sino también oiga
lo que estoy haciendo. Bajo el escroto palpo la prolongación del tejido eréctil
que llega hasta el perineo. Por cierto, ¿se llama perineo lo que tiene el
hombre? Ahí se aprecia una línea parecida a unos labios de vulva pegados uno a
otro..., pues sí, todo igual. En el fondo le doy satisfacción como me gusta que
me la den a mí, imaginándome que tiene vagina. Pero alargada y salida, ¡muy
salida! Aprieto el escroto con más fuerza y le masajeo el tejido eréctil que
hay debajo.
En la orilla de Rafael Chirbes
ISBN 978-84-339-9759-3
PVP con IVA 19.90 €
Nº de páginas 440
Colección Narrativas hispánicas
El hallazgo de un cadáver en el pantano de Olba pone en marcha la
narración. Su protagonista, Esteban, se ha visto obligado a cerrar la
carpintería de la que era dueño, dejando en el paro a los que trabajaban para
él. Mientras se encarga de cuidar a su padre, enfermo en fase terminal, Esteban
indaga en los motivos de una ruina que asume en su doble papel de víctima y de
verdugo, y entre cuyos escombros encontramos los valores que han regido una
sociedad, un mundo y un tiempo. La novela nos obliga a mirar hacia ese
espacio fangoso que siempre estuvo ahí, aunque durante años nadie parecía estar
dispuesto a asumirlo, a la vez lugar de uso y abismo donde se han ocultado
delitos y se han lavado conciencias privadas y públicas. Heredero de la mejor
tradición del realismo, el estilo de En la orilla se sostiene por un lenguaje
directo y un tono obsesivo que atrapa al lector desde la primera línea
volviéndolo cómplice.
«La cara oculta, el patio trasero y sórdido de Crematorio, que siempre
estuvo ahí pero al que nadie miraba. Desde allí, desde las aguas podridas del
pantano ha escrito Rafael Chirbes En la orilla… Una historia llena de vidas
derrotadas, de sueños rotos, de la mejor literatura… La novela es de una
densidad literaria y una carga simbólica apabullantes. Retumban las voces desde
el estercolero, y en ese patio trasero que teníamos olvidado todo son sueños rotos.
… El que mejor definió a Rafael Chirbes fue Vázquez Montalbán, con el que tenía
tantas afinidades. “Chirbes, una isla que se esfuerza por serlo”, escribió.
Ciertamente Chirbes es un solitario, ajeno a modas y generaciones» (Blanca
Berasátegui, El Cultural, El Mundo).
«La gran novela de la crisis. La corrosiva voz de Rafael Chirbes
retrata en su obra En la orilla un universo de paro y desilusión… En el fondo,
una es la cara B de la otra. Si Crematorio era el pelotazo y la burbuja
inmobiliaria pilotados por un arquitecto valenciano que cambió ideales
políticos por corrupción política, En la orilla es el largo y resacoso invierno
que sigue a aquella fiesta. Y que todavía dura… Reich-Ranicki proclamó en su
programa de televisión que La larga marcha, su quinta novela, era “el libro que
necesitaba Europa”» (Javier Rodríguez Marcos, El País).
«Sirviéndose de la primera y la tercera persona, el estilo indirecto
libre y el monólogo, además de diversas voces que van tomando la palabra, nos
ofrece un fresco variado y completo: un microcosmos representativo del conjunto
del país… El lector avezado que es Chirbes reutiliza con sagacidad nuestra
tradición literaria, haciéndola suya, sobre todo el motivo calderoniano de la
existencia como representación teatral; y en el logrado desenlace, el tema del
ubi sunt, remedando las coplas de Jorge Manrique. La obra, por lo que se
refiere al tratamiento del cuerpo, a su envejecimiento y podredumbre, se nutre
también de la pintura de Francis Bacon y Lucien Freud, como en su anterior
obra… De cómo el mundo aparece gobernado por los pecados capitales: la
avaricia, la ira, la lujuria y la gula sobre todo. Por ello, podría
emparentarse la narración con la pintura de El Bosco o con algunas obras de
Brecht y Kurt Weill…Una gran novela que no deberían dejar de leer quienes
quieran entender mejor el terrorífico arranque del siglo XXI, un tiempo sin
dioses, plagado de trepas y seres corruptos, en el que el capitalismo
financiero, con la complicidad de los Gobiernos conservadores y la pasividad de
los socialdemócratas, ha ido acabando con el Estado de bienestar» (Fernando
Valls, El País).
«Hay libros que se leen como purgas, como latigazos que le conmueven a
uno hasta lo más hondo y este es uno de ellos… Chirbes, como tantos grandes
novelistas desde Balzac a Faulkner, viene escribiendo el mismo libro –o la
misma “comedia humana”– desde hace muchos libros, y en En la orilla volvemos a
encontrarnos con todos sus temas: desde las ilusiones (colectivas) perdidas a
los engaños (individuales) aceptados, desde los meteóricos ascensos a las más
fulminantes derrotas y abandonos, desde los mecanismos nada sutiles de la
explotación a la angustia universal de la irreversibilidad del tiempo… Para mi
gusto, la mejor novela española acerca de la crisis y, en todo caso, una de las
cuatro o cinco más importantes del último lustro» (Manuel Rodríguez Rivero, El
País).
«Ahondando en el carácter depredador de la condición humana, el valor
resolutivo del dinero o la decrepitud de la vejez, esta novela, de lectura
torrencial e imprescindible, nos sumerge en un derrumbe social de imprevisibles
consecuencias morales. Con un inmejorable desarrollo psicológico de los
personajes, esa desazonante intriga anclada en la oscura posguerra y una muy
lograda atmósfera asfixiante, estas páginas impresionan en la honesta dignidad
de una crítica social planteada sin prejuicios ni maniqueísmos. Pero ésta no es
sólo una novela sobre la crisis, porque aborda también algunos lacerantes
aspectos de nuestra desorientada época, como la explotadora globalidad
comercial o una tiránica telefonía móvil, síntomas aquí de una moderna, árida,
deshumanización del presente. Llevando hasta el límite el mejor realismo
crítico, Chirbes acierta plenamente con esta impresionante historia de fracasos
y rencores» (Jesús Ferrer, La Razón).
«Chirbes muestra su pesimismo más radical haciendo emerger del fango
una sociedad que es a la vez víctima e inductora de la crisis moral… En estas
páginas el documento ha sido sustituido por una indagación de la naturaleza humana…
En esta poderosísima novela Chirbes llega a la más alta expresión del realismo»
(J.A. Masoliver Ródenas, La Vanguardia).
«Si con Crematorio se metió en el tuétano del pelotazo inmobiliario,
aborda ahora la metástasis de aquel cáncer, su turbadora resaca tras la
explosión de una burbuja de ladrillos y millones. Unos fuegos de artificio que
solo dejaron desolación. Recorre el paisaje después de la batalla para contar
cómo el bosque de grúas de su anterior novela –Premio de la Crítica– se
transforma en un cementerio de esqueletos de hormigón, esperanzas y dignidades
quebradas» (Miguel Lorenci, Sur).
«No se toma la palabra para ejercer una catarsis, sino para sacar la
desolación a la plaza pública y que esa desolación sea un acto. Chirbes se
inscribe en la olvidada estética de los Max Aub del mundo y comparte, de algún
modo, el marxismo, poético y cruel, de los que vivieron la guerra en primera
persona: generación de la derrota y la bilis, pero también de esa lucidez del
aguafiestas que tanto incomoda a los de las burbujas y la pechuga envuelta en
papel film… La lucidez del aguafiestas se clava como astilla en la córnea del
lector que busque amabilidades en la literatura. Esta lectura no es amable,
sino imprescindible» (Marta Sanz, El Mercurio).
«Las cosas que verdaderamente más me ilusionan a mí, en las que
deposito mis esperanzas y la seguridad de que mi tiempo se sentirá colmado
durante los próximos días, es el venturoso anuncio de que ese demoledor, bronco
y extraordinario escritor español llamado Rafael Chirbes publica nueva novela
titulada En la orilla, que tras excesivos años de silencio David Bowie saca el
anhelado disco The next day, […] Las 50 páginas que he leído de la novela me
parecen extraordinarias… Un escritor impresionante. Crematorio es la novela
española que más me ha conmovido en muchos años» (Carlos Boyero, El País).
«Las voces de los personajes levantan una radiografía del fracaso. Nos
cuentan por qué han acabado sus ilusiones rotas. Nos dicen lo que está pasando
hoy en la calle. En la orilla es la anatomía de la crisis. Refleja con maestría
un mundo de derrotados que viven en una sociedad triste, movidos por las
pulsiones del poder, el sexo y el dinero» (J.L. Martín Nogales, Diario de
Navarra).
«La literatura, como decía Adorno, es un reloj que adelanta. Pero
también la mejor herramienta para comprender el mundo cuando la realidad se
hace trizas. Ambas reglas se cumplen a rajatabla con los grandes autores. Y
Rafael Chirbes lo es… Más de un lustro después de Crematorio, Chirbes regresa con
la secuela de aquella memorable novela: En la orilla» (Matías Néspolo , El
Mundo).
«Rafael Chirbes, ha tardado décadas en abandonar su estatus de escritor
secreto hasta llegar a esta consideración general de maestro que se ha ganado a
golpe de rigor literario. No porque lo que hiciera antes no fuera excelente,
sino porque se ha mantenido empecinadamente al margen de modas y capillitas»
(Elena Hevia, El Periódico).
«Apabullante… El arte de Chirbes para representar la realidad en sus
aspectos más turbios y pantanosos es admirable… Libros como este explican el
sentido que aún hoy tiene escribir literatura» (Domingo Ródenas, El Periódico).
Se aleja a toda prisa, aunque no
puede reprimir la tentación de volverse un par de veces a mirar hacia el pedazo
de carne corrompida, tendones y huesos con los que el perro negro juguetea otra
vez entretenido en su tarea ante la mirada del pastor alemán, que ha regresado
de su breve escapada y lo observa a un par de metros de distancia. Ahmed mira,
sobre todo, los bultos oscuros y cubiertos de barro semihundidos en la charca.
En su nerviosa escapada, aún tiene tiempo de descubrir, detrás de una de las
dunas y ocultos por la maleza, los restos calcinados de un vehículo, cuya
presencia amplifica el aire siniestro que, de pronto, ha adquirido el lugar. Se
le corta la respiración. Se ahoga, nota los apresurados latidos en el pecho, en
las sienes, en los pulsos, un zumbido en la cabeza. En alguna ocasión, Esteban
le ha contado que los delincuentes utilizan las espesas aguas del pantano para
arrojar armas utilizadas para cometer algún delito. Camina y mira, pero no
consigue controlar los movimientos de los ojos, que parecen haber adquirido
autonomía y moverse sin que él pueda elegir la dirección del foco: se vuelven
de uno a otro lado, obligan a que vuelva hacia atrás la cabeza. Mira a pesar
suyo, aunque ahora ya no se ocupa la mirada de los bultos, ni de los perros, sino
de las sombras que parecen atisbar tras las cañas, en los repliegues del
camino, en las irregularidades de los médanos. Lo confunde a cada paso el juego
de sombras y contraluces, toma formas que le parecen presencias humanas. Se
siente vigilado. Desde las dunas, desde el camino, desde los cañaverales
situados al otro lado de la charca, incluso desde las laderas de las lejanas
montañas, le parece que hay gente que contempla la escena. Sospecha que, esta
mañana, mientras caminaba junto a la nacional, se ha convertido en objeto de
atención de los chóferes con los que se ha cruzado, de las putas que lo han
visto meterse por el camino del marjal, de los niños que jugaban ante las
chabolas frente a las que ha cruzado al final de la avenida de La Marina, y en
ese instante en el que querría borrarse de la mirada de todos ellos, se acuerda
de que, con la precipitación, se ha dejado calzada entre las piedras la caña de
pescar y la red hundida en el agua de la laguna y la cesta en la orilla, sobre
la hierba. No puede abandonar sus pertenencias allí, sería fácil para un
investigador identificar caña y red; sobre todo, la caña de pescar, que muy
probablemente tiene aún pegada la etiqueta de la tienda de deportes de Misent
en que la compró hace siete u ocho meses cuando empezó a venir a pescar con
Esteban, así que corre entre los cañaverales de vuelta al sitio que acaba de
abandonar (ahora sí, ahora está asustado de verdad, le tiembla todo el cuerpo),
las hojas de las cañas le golpean con su filo cortante la cara, las mejillas,
los párpados, le hacen daño. Cuando aparta las hojas, siente su filo en la
palma de la mano. Piensa que, en cuanto rescate la caña de pescar, tiene que
volver al punto de la carretera en que se ha citado con su amigo, pero sería
una estupidez quedarse allí sentado junto a la cuneta, aguardando como de
costumbre a la salida del camino, sembrando pistas en su contra, porque ya
piensa así, pistas, como si asumiera una parte de culpabilidad. Decide que no
puede quedarse allí esperando, pero que tampoco puede marcharse y que su amigo
acabe metiéndose por el camino para buscarlo, y cualquiera pueda reconocer más
adelante el coche, cuando se inicien las investigaciones que acabarán llegando
(no, no, cálmate, pueden pasar meses antes de que alguien pise este rincón
escondido, se dice), e identifiquen el viejo Ford Mondeo de más de quince años
de antigüedad: llaman la atención su lamentable estado de mantenimiento, sus
puertas abolladas y la pintura roída, los alambres que sostienen el parachoques
trasero. Además, está el vehículo carbonizado, bastante a la vista, en la
ladera del médano, y alguien denunciará las desapariciones, se harán rastreos,
aunque vete a saber de quiénes serán esos cuerpos. Probablemente, emigrantes
como él mismo, gente de paso, mafiosos que han caído víctimas de un ajuste de
cuentas: marroquíes, colombianos, rusos, ucranianos, rumanos. Quizá un par de
putas degolladas por sus proxenetas por las que nadie se moleste en
preguntar.
Decide ponerse a caminar por la
carretera, de vuelta a La Marina, y confiar en que Rachid lo vea desde el
coche. Aunque quisiera, no podría estarse quieto. Da algunos pasos en dirección
a Misent, para desandarlos precipitadamente, mira con ansiedad los coches que
pasan junto a él, y espera nervioso el de Rachid como si meterse en el coche de
su amigo fuera entrar en un refugio, desvanecerse sentado, los brazos
extendidos, la respiración controlada, apoyada la cabeza en el reposacabezas, o
la mejilla rozando el vidrio frío de la ventanilla, relajarse hasta desaparecer:
utiliza ese mecanismo psicológico que consigue que los niños se crean
invisibles cuando se ponen la mano ante los ojos: si no ves, no eres visto.
Acomodarse junto al conductor en el asiento del Mondeo es la prueba de que él
nada tiene que ver con aquella mano corrompida, con los bultos apestosos
hundidos en el barro, con los hierros del coche carbonizado; después de
relajarse hasta desaparecer en el asiento del Mondeo de Rachid, un par de
kilómetros más adelante, en el cruce de la avenida de La Marina, bajará el
cristal, y asomado a la ventanilla, el cortante aire crepuscular golpeándole el
rostro, tendrá la seguridad de que no ha visto nada. Será un pasajero más de
los miles que circulan cada día por la nacional 332, gente que se concentra
unos instantes en ese tramo superpoblado y luego se pierde por los capilares
del tráfico en dirección a cualquiera de las pequeñas poblaciones vecinas o que
sigue su recorrido hasta cualquier rincón de Europa. En esos momentos, lo único
que piensa es que no tiene que contarle a nadie lo que ha visto (¿ni siquiera a
Rachid, que, en cuanto lo tenga al lado, se dará cuenta de que algo le ha
ocurrido?: ¿por qué no me has esperado en el camino? Te veo preocupado, ¿ha
ocurrido algo?), y, sin embargo, necesita contárselo cuanto antes a alguien;
porque hasta que no se lo cuente a alguien, no podrá quedarse tranquilo: sólo
compartiendo el miedo llegará a despegarlo de sí. Se acerca a la salida del
camino, disminuye la velocidad de la carrera hasta convertirla en un paso
normal. Se detiene un momento para abrir la cesta y tirar a la cuneta los peces
que ha capturado y le repugnan. Los imagina mordiendo con sus bocas ávidas la
carroña. Tiene ganas de vomitar. La laguna, que cuando él llegó parecía una
colada de acero al blanco, ahora muestra una delicada suavidad, reflejos de oro
viejo. Destila brillante cobre en las puntas de agua que levanta el viento.
La universidad cercada de Álvaro
Delgado-Gal, Jesús Hernández y Xavier Pericay
PVP con IVA 19.90 €
Nº de páginas 392
Colección Argumentos
¿Qué le pasa a nuestra universidad? Se habla de cómo incidirá en ella
el Plan Bolonia. Se establecen incluso distinciones pertinentes entre lo que
este plan se proponía y la aplicación que de él hacen nuestras universidades.
Se destaca, con razón, que la crisis proyectará al extranjero a muchos
profesionales en cuya formación se han invertido cantidades ingentes de tiempo
y recursos. Pero a nuestra universidad le ocurría ya algo antes de que estas
novedades vinieran a complicar un cuadro complejo, más bien sombrío. Y ahora
está cercada por diversos peligros, que se perfilan cada día.
Este libro, coordinado por Jesús Hernández con la colaboración de
Álvaro Delgado-Gal y Xavier Pericay, es producto de una insólita y reciente
constatación: muchos catedráticos eminentes desde el punto de vista académico,
y con notable presencia en la vida cultural española, se habían acogido a las
jubilaciones anticipadas que las universidades ofrecían. Esto sólo podía
explicarse a partir de dos supuestos: una profunda insatisfacción con el
régimen interno de la institución y la existencia de serias dudas sobre lo que
ahora significa la universidad para el resto de la sociedad.
El volumen recoge los testimonios y reflexiones personales de algunos
de esos catedráticos, y también de otros que han seguido en activo. Se propuso
a los autores que escribieran sus textos con libertad, poniendo énfasis, si lo
consideraban oportuno, en sus experiencias biográficas. El hecho de que se
aprecie una convergencia notable entre los diagnósticos resulta tanto más
revelador puesto que no se impuso un guión ni, por supuesto, un veredicto.
Los autores son: Miguel Ángel Alario y Franco, Roberto L. Blanco
Valdés, Francesc de Carreras, Fernando Checa Cremades, Antonio
Fernández-Rañada, Carlos García Gual, Francisco García Olmedo, Román Gubern,
Emilio Lamo de Espinosa, Amable Liñán, Jordi Llovet, Miguel Morey, José Luis
Pardo, Víctor Pérez-Díaz, Manuel Pérez Ledesma, Leonardo Romero Tobar,
Francisco Sosa Wagner y Gabriel Tortella.
En conjunto, La universidad cercada viene a enriquecer una línea de
pensamiento crítico que se remonta a Giner de los Ríos, pasa por Ortega y
alcanza una síntesis ulterior en los escritos de Latorre. A partir de ahí
tienen la palabra nuestros autores.
5. HASTA HOY
Cuando pedimos estos artículos la
situación era, en la sociedad y en la universidad, mucho más satisfactoria que
la de hoy. Desde entonces se ha acentuado sobremanera la llamada crisis y el
gobierno (?) del PSOE ha sido sustituido por un gobierno (?) del PP. La
investigación, que llevaba muchos años bailando entre ministerios que a su vez
cambiaban de nombre, ha terminado por ser un apéndice con aire secundario. No
hace falta mucha agudeza para adivinar que iremos a peor, quizá a mucho peor,
no tanto porque vayan a desaparecer grupos de investigación sólidos, con muchos
recursos e inercia, como porque muchos investigadores todavía jóvenes y de buen
nivel que habían conseguido un modus vivendi aceptable (con los Ramón y Cajal,
por ejemplo) se marchan ante la falta de perspectivas. Y además, dicho
vulgarmente, la moral está por los suelos con las rebajas de sueldo, los
despidos y las manifestaciones varias de un costumbrismo que, sin haberse ido
del todo, vuelve con fuerza.
Este último aspecto, el del tono
vital, ha sido siempre importante en la educación en general, y en la
universidad. Decía Giner que «En su aspecto general, de 1868 a 1874, presenta
nuestra vida universitaria un comienzo de desarrollo interno que maravilla por
lo rápido, y al cual no ha vuelto, ni con mucho, todavía».49
Un buen momento fue, qué duda cabe,
el de la Segunda República, sobre todo con las experiencias de autonomía en las
universidades Central de Madrid y Autónoma de Barcelona, evocadas por Latorre,
en las que cristaliza en cierto modo el Madrid de los años veinte (Ortega,
Revista de Occidente, la Residencia de Estudiantes) y otras análogas en
Barcelona. Hay que acordarse, también,
de los estupendos
maestros (¡y maestras!) que formó la República en los
cursillos del año 33.
Tal vez el mejor momento para la
universidad, después de la guerra civil, fuera, tras lalenta y tortuosa
recuperación de tantas cosas elementales en los sesenta y setenta, la llegada
al ministerio, tras la victoria por mayoría absoluta del PSOE en 1982, de un
equipo intelectualmente solvente, encabezado por Jose María Maravall, que
introdujo mejoras sustanciales y creó un ambiente esperanzador. De cómo han ido
las cosas desde entonces hablan nuestros autores.
La enseñanza secundaria ha sufrido
cambios muy grandes en los últimos decenios, no sólo en España, con efectos muy
visibles, pero muy discutidos, con autoelogios de los patrocinadores y
denuncias de quienes han conseguido conservar el sentido común y el decoro
intelectual. No es éste lugar para análisis pormenorizados, y remitimos a los
libros de Savater,50 Moreno Castillo,51 y Pericay,52 pero sí queremos señalar
que el proceso que tiene lugar en la universidad española es hasta cierto punto semejante, y que el llamado Plan
Bolonia, y su versión castiza (lo que Sosa llama Chamberí), es su signo más
notorio.
Con respecto a la primera, un
profesor de filosofía francés, Jean-Claude Michéa, ha escrito un libro53 del
que se han hecho eco entre nosotros Fernando Savater y José Luis Pardo. En él
se analiza lo sucedido en términos de la evolución del capitalismo global en su
camino hacia el siglo XXI y de la «escuela de la ignorancia» que a éste parece
convenir y trata de desarrollar e imponer. No hay que compartir todos los
análisis de Michéa para aceptar que puede haber algo (o mucho) de verdad en lo
que dice y que sus argumentos pueden extenderse, con las modificaciones que
sean del caso, a nuestra universidad y al Plan Bolonia (y Chamberí).
La eliminación de Rithy Panh y
Christophe Bataille
ISBN 978-84-339-2599-2
PVP con IVA 18.90 €
Nº de páginas 224
Colección Crónicas
Traducción Joan Riambau
«A los trece años –dice Rithy Panh–, perdí a toda mi familia en pocas
semanas... Todos ellos barridos por la crueldad y la locura de los jemeres
rojos. Me quedé sin familia. Me quedé sin nombre. Me quedé sin rostro. Y fue
así como seguí con vida, porque me había quedado sin nada.» Treinta años
después del fin del régimen de Pol Pot, que causó la muerte de 1.7000.000
personas, el niño se ha convertido en un cineasta de prestigio. Decide
entrevistar a uno de los grandes responsables de ese genocidio: Duch. La
eliminación es el relato de esta confrontación fuera de lo común. Un gran libro
que ha recibido el Premio Joseph Kessel, el Grand Prix de SGDL de l’Essai, el
Premio Essai France Télévisions y el Premio Aujourd’hui.
«Hay que leer La eliminación no como un deber sino como la necesidad
absoluta de ponerle palabras a lo innombrable. » (H. Aubron, Le Magazine
Littéraire).
«En la línea de un Primo Levi o un Solzhenitsyn, el cineasta
franco-camboyano Rithy Panh publica un testimonio excepcional» (Jean Christophe
Buisson, Le Figaro).
«Un gran libro. Un testimonio capital» (F. Busnel, L’Express).
Si hoy cierro los ojos, me acuerdo
de todo. Los arrozales secos. La carretera que cruza el pueblo, cerca de
Battambang. Hombres de negro contra el horizonte en llamas. Tengo trece años.
Estoy solo. Si mantengo los ojos cerrados, veo el camino. Sé dónde se halla la
fosa común, detrás del hospital de Mong, no tengo más que extender la mano: la
fosa está justo delante de mí. Sin embargo, abro los ojos a tiempo. No veré esa
nueva mañana, ni la tierra acabada de arar, ni la tela amarillenta con la que
envolvemos los cuerpos. He visto muchos rostros, inmóviles, con muecas. He
enterrado a muchos hombres con el vientre hinchado y la boca abierta. Dicen que
sus almas errarán por toda la tierra.
Yo también soy un hombre. Estoy
lejos. Estoy vivo. Ya no conozco los nombres ni las fechas. El tan temido jefe
que cabalgaba por la comarca; la mujer casada a la fuerza; los cuchitriles en
los que dormí; los altavoces que vociferaban de buena mañana. Ya no sé nada. Lo
que hiere carece de nombre.
Hoy ya no busco la verdad sino la
palabra. Quiero que Duch hable y se explique –sobre todo él–; que cuente la
verdad; su trayectoria; lo que fue, lo que quiso o creyó ser, puesto que al fin
y al cabo vivió, vive, fue un hombre e incluso fue un niño. Que al responder
así, el hijo de comerciante incompetente y endeudado, el estudiante brillante,
el profesor de matemáticas respetado por sus alumnos, el revolucionario capaz
de citar a Balzac y Vigny, el dialéctico, el verdugo principal, el maestro en
torturas, se encamine hacia la humanidad.
Una mujer desnuda de Lola Beccaria
ISBN 978-84-339-7714-4
PVP con IVA 7.90 €
Nº de páginas 216
Colección Compactos
¿Cuál es el precio del afecto y en qué moneda hay que pagarlo? ¿Qué
pesa más, una caricia o el haber tenido que vaciarnos para conseguirla? A la
larga, es inevitable descubrir que algunas monedas pesan mucho más de lo que
nos han dado a cambio de ellas. Perder en el cambio y acostumbrarse a esa
pérdida es la lección que Martina Iranco, la protagonista de esta novela,
aprende desde la infancia. Esta novela valiente habla de nuestra urgencia vital
por conseguir el afecto, de cómo aprendemos a ganarlo; habla de la piel como
lugar en el que se escribe el propio desarraigo, de darse cuenta al fin de que
jugar a esconderse es un forma de vivir con las manos vacías.
«Una de las mejores muestras de erotismo que he leído» (José María
Pozuelo Yvancos, ABC).
«Hermosamente perverso, transgresivo e inteligente» (L’Hebdo).
El adversario de Emmanuele Carrère
ISBN 978-84-339-7715-1
PVP con IVA 7.90 €
Nº de páginas 176
Colección Compactos
Traducción Jaime Zulaika
El 9 de enero de 1993, Jean-Claude Romand mató a su mujer, sus hijos,
sus padres e intentó, sin éxito, darse muerte. La investigación reveló que no
era médico, tal como pretendía y, cosa aún más difícil de creer, tampoco era
otra cosa. Mentía desde los dieciocho años. A punto de verse descubierto,
prefirió suprimir a aquellos cuya mirada no hubiera podido soportar. Fue
condenado a cadena perpetua. Este libro narra esta escalofriante historia real
que es un viaje al corazón del horror. El resultado es una obra excepcional que
ha sido comparada con A sangre fría de Truman Capote.
«Excelente» (Soledad Puértolas).
«Novela apasionante y reflexión de escalofrío» (David Trueba).
«Un texto poderosísimo que sume al lector en el espanto» (Juana
Salabert, La Razón).
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