Las poseídas de Betina González
NARRATIVA (F). Novela
Marzo 2013
Andanzas CA 798
ISBN: 978-84-8383-458-9
País edición: España
184 pág.
14,42 € (IVA no incluido)
Marzo 2013
Andanzas CA 798
ISBN: 978-84-8383-458-9
País edición: España
184 pág.
14,42 € (IVA no incluido)
Una chica nueva, Felisa
Wilmer, ingresa en un colegio religioso para niñas en la zona norte de Buenos
Aires. Recién llegada de Londres, Felisa se convierte en el centro de atención
por su actitud rebelde y su mal comportamiento, rodeada además por el aura
«poética» que le dan sus aficiones artísticas, su perfecto inglés y su carácter
tan impenetrable como independiente. Al menos así la ve López, la narradora,
que no tardará en hacerse amiga suya. Las dos chicas viven entre las leyendas
más o menos escabrosas que se cuentan en voz baja sobre el pasado del colegio,
y algunos «peligros» más reales que se encuentran en sus cercanías. Pero poco a
poco López irá descubriendo la historia de Felisa, que vive con su abuela
después de la muerte de su madre en un accidente, y las razones de su
comportamiento excéntrico y suicida, como si estuviera «poseída» por personas
de su entorno.
Felisa estaba ahora parada frente
al espejo. Le dedicó sólo unos segundos a su cara. Lo suficiente para recargar
de negro sus pestañas. Tal vez eso le valdría una amonestación o una visita a
la rectoría. En esa época las escuelas todavía se especializaban en la
contabilidad punitiva, notas pacientes en una libreta que te acercaban cada vez
más al borde de la expulsión. Nadie sabía bien qué había del otro lado. Allí
empezaba un mundo de días llenos, cada uno igual a sí mismo, salvaje en su
acelerado acontecer, tan diferente del mundo suspendido del colegio, de esas
cinco o seis horas diarias de inútil familiaridad. Pensarlo mareaba. A pesar de
todas nuestras quejas de la escuela, sabíamos que del otro lado sólo existía la
vida en caída libre. Un mundo de chicas guarras, drogadictas o madres solteras,
putas o esquizofrénicas que se habían vuelto legendarias y circulaban desde ese
otro lado como fantasmas seductores. Yo prefería las seis horas diarias de vida
retardada, preparatoria. «La semilla contiene ya el secreto de la flor», habría
dicho la madre Imelda. Una cosa era segura: a mí no me interesaba estallar
antes de tiempo en maravillosa mujercita. No tenía cuerpo. No tenía alma. Lo
único que me importaba era la vida de la mente y sus preciosos acontecimientos.
Vivía en ese mundo de palabras afiladas, de libros viejos que (yo creía) me
contagiaban su antigüedad y su hermetismo, le daban un aire trágico, una
aureola de clara justificación a mis desastres de peluquería, a la vulgaridad
de mi familia y a la ropa comprada en tiendas de segunda. Las expulsadas no me
parecían ni especiales ni legendarias: para mí no había nada más estúpido que
esa aceleración hacia el misterio del cuerpo y sus opacidades que con tanta facilidad
se revelaban, si una era inteligente. «No hay que quemar etapas», sentenciaba
la hermana Patricia, cerrando un poco sus ojos todavía jóvenes a pesar de la
teología. Le encantaba intercalar una o dos frases de pseudopsicología en sus
clases de catequesis, hablar de «zonas erróneas», de «roles» y de «complejos»
que tan bien enlazaban con el Cantar de los Cantares o los sacrificios de santa
Clara. Creía que los manuales de psicología adolescente, con su jerga de
sobrentendidos y conjuros para peligros hormonales, la acercaban a nosotras.
«Quemar etapas» era uno de sus favoritos. Esa imagen, que seguramente para ella
sugería un reguero de pólvora con su llama hambrienta de cuerpos y vergas
asesinas, una llama que a su paso dejaba futuros carbonizados, niñas
desfloradas y valles de lágrimas trocados en podredumbre, comulgaba con frases
de invalorable sabiduría popular (como esa de la copa medio llena o medio
vacía). La hermana Patricia había creado sus propios emblemas y alegorías, y
con ellos se alejaba cada vez más de la ortodoxia religiosa. A veces, sus
explicaciones rozaban la herejía. Como muchas chicas de la escuela —aunque
seguramente sin admitirlo conscientemente— ella también merodeaba los bordes. Y
eso la acercaba más a algunas de nosotras que toda su jerga psicoanalítica.
El cementerio vacío de Ramiro
Pinilla
NARRATIVA (F). Novela
POLICIACOS (F). Otros
POLICIACOS (F). Otros
Marzo 2013
Andanzas CA 801
ISBN: 978-84-8383-459-6
País edición: España
280 pág.
18,26 € (IVA no incluido)
Andanzas CA 801
ISBN: 978-84-8383-459-6
País edición: España
280 pág.
18,26 € (IVA no incluido)
En medio de una
romería, los vecinos de Getxo descubren el cadáver de la joven y hermosa Anari,
y sobre ella, gritando desesperado, a un maketo del otro margen de la Ría con
el que al parecer iba a fugarse. Al día siguiente, en la librería de Sancho
Bordaberri, alias Samuel Esparta, entran dos niños dispuestos a empeñar sus
ahorros para contratar sus servicios como investigador privado: quieren
demostrar que el maketo, al que todos querían linchar, es inocente. Samuel
descubre que fueron muchos los pretendientes y familiares que vieron a Anari la
noche fatídica, y el caso se complica porque sus pesquisas se cruzan con las
del comisario de la policía Político-Social. Por si fuera poco, se dará de
bruces con una persistente leyenda popular según la cual las tumbas de los
cementerios costeros se vacían por el fondo y vierten sus cadáveres al mar,
donde tal vez los amantes vivan juntos para siempre.
Me lo dice a impulsos de su
corajina, por tratarse de un tema suficientemente hablado entre nosotros en los
últimos meses. No acepta ella mi decisión de no escribir una segunda novela...
en el caso de que alguna vez surja por aquí otro caso criminal y yo lo
investigue y escriba, pues la ecuación investigación/escritura es absolutamente
inseparable. Ahí arriba, en mi querida Sección, arropado entre títulos de la
negra, está el mío, Sólo un muerto más, resultado de mi atención al caso de los
gemelos Altube. Hoy, transcurridos dos años, no repetiría la experiencia.
Pero Koldobike no acaba de
entenderlo. «¿Sabes lo que te digo? Que eres más raro que un perro verde.» Es
mi empleada desde el nacimiento de la librería, en 1940, y ha vivido conmigo
las torturas del escritor a quien los editores rechazan una novela tras otra,
hasta dieciséis. Todas falsas y pobres historias que ocurrían en los escenarios
norteamericanos de mis idolatrados Dashiell Hammett y Raymond
Chandler, hasta que un día me
asaltó el recuerdo del caso irresuelto de esos gemelos, de diez años atrás, un
crimen «cometido en Getxo y con sospechosos de Getxo». Dejé de lado mi
calamitosa imaginación, me eché en brazos del candente realismo, viví mi propia
investigación escribiéndola y nació mi primera narración aceptada.
Hubo un problema, derivado de ese
irreductible realismo: a muchos vecinos se les cortó el aliento al ver su
nombre, apellido y circunstancias personales en un papel. El barrio de San
Baskardo es el huevo de lo que llegaría a ser el municipio de Getxo con sus
otros tres barrios: Algorta, Las Arenas y Neguri. San Baskardo es rural, en él
perduran los 48 fuegos Fundadores milenarios, según la leyenda, en la figura de
los 48 caseríos actuales. San Baskardo es, pues, campesino y aldeano, y
pruébese a airear, en cualquier comunidad antigua, nombres, apellidos e
intimidades de quienes creen, más o menos nebulosamente, en su indefensión si
el enemigo se apropia de su imagen metiéndola en un papel, ese soporte tan
indestructible del sospechoso progreso.
Este peligro de herir a la gente es
el que me impide estar abierto a la posibilidad de escribir una segunda novela
con el lacerante realismo de la primera. Es lo que Koldobike no quiere
entender. Por suerte, el crimen de Anari ya tiene su culpable y no me necesita.
Mi local es alargado y, al
recorrerlo, se discurre por una cañada de estanterías hasta medio metro del
techo inútilmente repletas de libros que duermen el sueño de los justos. Una de
ellas no se diferenciaría de las demás si no fuera por sendas jambas verticales
que la enmarcan y un cartelito en lo alto con dos palabras: SECCIÓN ESPECIAL:
es mi gran reserva de títulos de serie negra y policiaca que no entregaría a
ningún comprador en el caso de que no fuera posible restituirlos de inmediato.
En la estantería más alta, la más cerca del cielo, reinan en su gloria todos
los títulos publicados en castellano de Hammett y Chandler.
Personas como yo de John Irving
NARRATIVA (F). Novela
Marzo 2013
Andanzas CA 800
ISBN: 978-84-8383-460-2
País edición: España
472 pág.
21,63 € (IVA no incluido)
Marzo 2013
Andanzas CA 800
ISBN: 978-84-8383-460-2
País edición: España
472 pág.
21,63 € (IVA no incluido)
Personas como yo,
de John Irving, que ha escrito otros libros como Hasta que te encuentre o La novia imaginaria, es una absorbente novela de narrativa
extranjera sobre el deseo y la identidad sexual, una tragicómica
historia de un amor frustrado que recorre más de medio siglo. En los años
cincuenta del pasado siglo, en el pequeño teatro de aficionados de la localidad
de First Sister, en el estado de Vermont, al adolescente Billy Dean le toca
interpretar papeles complicados, pero nunca serán tan difíciles como los que
tendrá que interpretar en el gran teatro de la vida. Personas como yo es
la decimotercera novela de John Irving, y su obra más comprometida desde Las normas de la Casa de la Sidra, El mundo según Garp y Oración por Owen.
A sus trece años, su
día a día cambia por completo al conocer al atractivo Richard Abbott, su futuro
padrastro, y a la señorita Frost, la maravillosa bibliotecaria del pueblo,
quien acaba convirtiéndose en su cómplice en un mundo hostil. A medida que
avanzan los cursos escolares, y mientras se convierte en escritor, Billy se
embarca en la búsqueda de su identidad sexual: ¿es posible que le guste el
chico más canalla de la clase y, al mismo tiempo, la despampanante
bibliotecaria? ¿Existen personas como él? Entretanto, aumentan sus deseos de
conocer a su verdadero padre. Tardará toda una vida en dar con él, y será en
Madrid.
«Una novela atrevida,
de alto voltaje político, que destila ternura, y perdón, y amor: entre padres e
hijos, entre amantes y entre amigos.» Time
«Una comedia sexual con
tripas y corazón.» The Independent
«Hay mucho talento en
esta valiente novela que, como dice Próspero, redime de todo pecado.» The
Washington Post
En todo caso, cuando yo intentaba
sacar Grandes esperanzas en préstamo por segunda vez, la señorita Frost no
sabía nada de mis angustias sexuales. De
hecho, por la reacción de la señorita Frost, tuve la impresión de que, con
tantos libros en la biblioteca, releer cualquiera de ellos era una pérdida de
tiempo inmoral.
—¿Qué tiene de tan especial Grandes
esperanzas —preguntó.
Ella fue la primera persona a quien
anuncié que quería ser escritor «debido
a» Grandes esperanzas, pero en realidad
fue debido a ella.
—¡Quieres ser escritor! —exclamó la
señorita Frost; no pareció complacerle mucho la idea. (Años más tarde me
preguntaría si la señorita Frost habría expresado indignación ante la palabra
«sodomizador» en el caso de que yo hubiera apuntado aquello como profesión.)
—Sí, escritor..., creo —confirmé.
—¡No es posible que sepas que vas a
ser escritor! —dijo la señorita Frost—. Eso no es una opción profesional.
Desde luego, en eso tenía razón,
pero yo entonces no lo sabía. Y no le
suplicaba sólo para que me permitiera releer Grandes esperanzas; mis súplicas eran
especialmente fervientes, en parte, porque cuanto más se exasperaba conmigo la
señorita Frost, tanto más podía apreciar yo sus repentinas inhalaciones, además
del resultante vaivén de sus pechos sorprendentemente púberes.
A los quince, yo estaba tan
derretido y trastocado por ella como dos años antes. No, eso exige una
rectificación: me tenía mucho más cautivado a los quince que a los trece; por
aquel entonces sencillamente albergaba la fantasía de hacer el amor con ella y
llegar a ser escritor, en tanto que, a los quince, el sexo imaginado estaba más
desarrollado (contenía más detalles concretos) y ya había escrito unas cuantas
frases que admiraba.
Tanto el sexo con la señorita Frost
como la perspectiva de ser un escritor de verdad eran poco probables, claro
está, pero ¿cabía una mínima posibilidad? Yo, curiosamente, en mi extrema
presunción, así lo creía. En cuanto a la procedencia de tan exagerado orgullo o
infundado aplomo..., en fin, sólo podía inferir que en eso algo tenían que ver
los genes.
No me refiero a los de mi madre;
nunca vi la menor presunción en su función de apuntadora entre bastidores. A
fin de cuentas, yo pasaba con ella casi todas las veladas en aquel refugio para
los miembros de la agrupación de teatro amateur del pueblo, personas de talento
desigual (o sin talento). Aquel pequeño teatro no era un lugar que se caracterizase
por un reparto uniforme del orgullo o un desbordante aplomo: de ahí la
necesidad de una apuntadora.
Si mi extrema presunción era
genética, procedía con toda certeza de mi
padre biológico. Según me contaron, no llegué siquiera a verlo; lo conocía sólo de oídas, y lo que se oía no era
bueno.
«El chico de los códigos», como aludía
a él mi abuelo, o, con menor frecuencia, «el sargento». Mi madre había
abandonado la universidad por el sargento, sostenía mi abuela. (Ella prefería
«sargento», término que siempre empleaba con desdén, a «chico de los códigos».)
Si William Francis Dean fue causa coadyuvante en el hecho de que mi madre
abandonara los estudios universitarios, la verdad es que a mí no me constaba;
ella se pasó después a una academia de secretariado, pero no antes de que él la
dejara embarazada de mí. Por consiguiente, mi madre abandonó también la
academia de secretariado.
Según me contó mi madre, se casó con
mi padre en Atlantic City, Nueva Jersey, en abril de 1943: un poco tarde para
una boda de penalty, habida cuenta de que yo nací en First Sister, Vermont, en
mar-zo de 1942. Ya tenía un año cuando ella se casó con él, y la boda (una de
esas componendas de juzgado de pueblo) había sido básicamente idea de mi
abuela, o eso afirmaba mi tía Muriel. Por lo que me dieron a entender, William
Francis Dean no fue al matrimonio de muy buena gana.
El sueño del retorno de Horacio
Castellanos Moya
NARRATIVA (F). Novela
Marzo 2013
Andanzas CA 799
ISBN: 978-84-8383-458-9
País edición: España
184 pág.
14,42 € (IVA no incluido)
Marzo 2013
Andanzas CA 799
ISBN: 978-84-8383-458-9
País edición: España
184 pág.
14,42 € (IVA no incluido)
En 1991, Erasmo Aragón
vive en México, donde trabaja como periodista, y está a punto de regresar a El
Salvador para emprender una nueva vida y participar en la fundación de una
revista, un proyecto que le entusiasma dado que las conversaciones entre el
Gobierno y la guerrilla presagian una paz cercana. Erasmo busca también en ese
retorno al que considera su país natal una vía de escape a su cada vez más
tormentosa relación con Eva, con quien tiene una hija. Antes de partir, acude
desesperado a la consulta del doctor Alvarado con la esperanza de que pueda
aliviarle unos terribles dolores estomacales. El médico lo somete a varias
sesiones de hipnosis para liberarlo del estrés que le provoca su dolencia. Pero
el bienestar que al principio le causan esas sesiones se convierte en obsesión,
pues no recuerda nada de lo que puede haberle revelado al doctor, y porque de
pronto revive trágicos episodios de su vida.
Que don Chente tenía dinero de
sobra lo supe desde el momento en que el elevador me hizo desembocar en un hall
que era el propio apartamento del susodicho, lo que significaba que ese nivel
era todo suyo, un penthouse, pues, algo impresionante dada la dimensión del
edificio y el hecho de que era el primer salvadoreño exiliado en México a quien
yo conocía que se podía dar semejante lujo, y no cualquier lujo, que después de
que la empleada doméstica debidamente uniformada me recibiera en el hall de
marras me condujo a una pequeña sala de visitas donde, me dijo, debía esperar a
que don Chente llegara. Unos tres minutos habré pasado en aquella sala
observando la suntuosa decoración y escuchando los murmullos de un grupo de
mujeres que seguramente tomaban té y jugaban a la canasta en una sala menos
monástica que en la que yo me encontraba, cuando apareció un viejito chaparro,
de piel trigueña, canoso, vestido con guayabera y pantalón oscuro, con los
lentes de carey que le agrandaban los ojos, a saludarme muy ceremonioso:
educado y suavecito me dijo que mucho gusto y que por favor lo siguiera por un
pasillo que en ningún momento me permitió ver a las mujeres que cotorreaban,
pese a mi curioso esfuerzo, así de grande era la estancia, un pasillo
igualmente decorado con gusto de rico y a través del cual llegamos a la oficina
de don Chente, en verdad una espaciosa biblioteca que en nada se parecía a los
consultorios médicos que yo había conocido, como no fuera por los varios
títulos que colgaban de la pared ubicada a la espalda del escritorio donde don
Chente se acomodó luego de invitarme a tomar asiento.
«¿En qué puedo servirle?», me
preguntó don Chente mientras yo aún observaba los anaqueles de libros y me
fijaba en los títulos que acreditaban a la persona que tenía enfrente como
médico cirujano, sicólogo y acupunturista, una variedad de conocimientos que no
dejó de sorprenderme positivamente y que me hizo acariciar la esperanza de que
estaba ante quien podía curarme pronto del mal que me aquejaba. Pero antes de
que yo comenzara a relatar mis padecimientos, y quizás al notar mi asombro por
la cantidad de libros en las paredes, don Chente me dijo que él ya no ejercía
la profesión oficialmente, pues estaba retirado y por lo mismo carecía de
consultorio, que ésa era su biblioteca donde de cuando en vez atendía a uno que
otro paciente amigo o amigo de los amigos, tal como era mi caso, a quien había
recibido gracias a su amistad con el Muñecón y a sus buenos recuerdos de mi familia
paterna.
«Pero, cuénteme...», dijo, con ese
modito suave, casi tímido, arrellanándose en su silla, con las palmas de las
manos juntas a la altura de la boca, como si estuviese pronto a escuchar una
confesión.
Y entonces le dije que me dolía
aquí exactamente, presionándome a la altura del hígado, desde hacía alrededor de
una semana, y que tal dolor no me abandonaba, al grado que yo temía un grave
desarreglo hepático, si no algo peor, pues una década atrás las malditas amebas
se me habían enquistado precisamente en ese órgano, que quedó debilitado a causa
de las cantidades de veneno que ingerí para exterminarlas, y en las últimas
semanas, además, tenía que confesarlo, me había excedido con el vodka tónic,
ansioso como estaba por los problemas de toda índole que me atacaban a
mansalva.
«¿Tan graves son esos problemas?»,
preguntó don Chente, enderezándose ahora sobre el escritorio para tomar una
pluma y un bloc de papel en el que comenzaría a anotar con parsimonia.
Antes del nombre de Eloy Sánchez
Rosillo
POESÍA (NF). Poemarios
Marzo 2013
Marginales M 281
ISBN: 978-84-8383-461-9
País edición: España
152 pág.
13,46 € (IVA no incluido)
Marzo 2013
Marginales M 281
ISBN: 978-84-8383-461-9
País edición: España
152 pág.
13,46 € (IVA no incluido)
Colmados de versos
limpios, precisos, transparentes, y de poemas de engañosa naturalidad —que
logran hacer compartibles, sin esfuerzo, tanto las emociones y los pensamientos
más elementales como los más complejos—, los libros de Eloy Sánchez Rosillo
empiezan a ser esperados por una considerable comunidad de lectores. Y han ido
evolucionando desde la melancolía percibida en ciertos destellos de la luz a lo
largo del día, los recuerdos y las pérdidas, hasta una lúcida serenidad, un
contenido júbilo que celebra la existencia.
En Antes del nombre el
poeta indaga en la conciencia de lo que está vivo, en el misterio de lo que
late incluso antes de nombrarse y precede al lenguaje. Y abundan en el libro,
como los definió Díaz de Castro, «esos poemas contemplativos de intensa
sensorialidad en los que Rosillo es un maestro».
EL DÍA QUE NO ERA
AMANECE despacio,
y llega el día con mi muerte al
hombro.
Sí, la miro y es ella. No hay
error.
¿Cómo decirle al día que se vaya,
que regrese a su origen, que no
sea?
Huyendo de su luz inapelable
corro por los caminos más secretos,
más arduos y a trasmano.
Pero me sale al paso y se me pone
delante una vez y otra.
¿Dónde estás, madre mía?;
ampárame;
soy un niño que tiembla.
Y el día se abalanza sobre mí,
con mi muerte inequívoca.
Y corro, corro, y grito.
Y no sé cómo
logro evitarlo al fin, quedar al
margen
de su vertiginosa trayectoria.
Con mi muerte a la espalda,
ha pasado de largo junto al miedo
que me encubría como nube o niebla,
y ahora ya va apagándose deprisa
tras los montes aquellos.
Marie Bonaparte de Célia Bertin
BIOGRAFÍAS, AUTOBIOGRAFÍAS Y MEMORIAS (NF). Biografías
Marzo 2013
Tiempo de Memoria TM 95
ISBN: 978-84-8383-462-6
País edición: España
416 pág.
21,15 € (IVA no incluido)
Marzo 2013
Tiempo de Memoria TM 95
ISBN: 978-84-8383-462-6
País edición: España
416 pág.
21,15 € (IVA no incluido)
Descendiente de un
hermano de Napoleón, heredera de una incalculable fortuna y casada con el
príncipe Jorge de Grecia, Marie Bonaparte (1882-1962) ejerció un papel decisivo
en la difusión del psicoanálisis en Francia. Educada por una abuela autoritaria
y un padre distante, Marie descubrió en el mundo de las letras y de la cultura
un bálsamo capaz de compensarla de la soledad de su infancia y de un matrimonio
decepcionante. Amante, entre otros, de un primer ministro francés, y tenaz
escrutadora de sus propios síntomas psicosomáticos, Marie descubrirá a
comienzos de los años veinte el movimiento psicoanalítico. En 1925 se hará
analizar por el propio Sigmund Freud, y entre ambos nacerá una amistad que
durará hasta la muerte del éste. Con el tiempo, ella misma se convertirá en una
respetada psicoanalista.
Su dinero e influencias
le permitieron ayudar a muchos intelectuales judíos a escapar del acoso nazi,
entre ellos a Freud, una parte importante de cuya correspondencia salvó de la
destrucción. Comprometida defensora de muchas causas perdidas, a lo largo
de su vida se implicó asimismo en la lucha contra la ablación y la pena de
muerte.
Marie, la última Bonaparte,
declaraba lo siguiente en 1952, a propósito de su infancia: «Me gustaban los
asesinos, me parecían interesantes. ¿Acaso no lo fue mi abuelo cuando mató a un
periodista, Victor Noir? ¿Y mi tío bisabuelo Napoleón?, ¡qué monumental
asesino!».1
Contaba setenta años por entonces
y, en su calidad de psicoanalista, estaba habituada a mirar hacia atrás.
Rastreaba en su pasado con el apasionado y paciente empeño que había heredado
sin duda de su padre Roland, geógrafo, antropólogo y botánico. Pero la generosa
libertad de Marie contrasta con el comportamiento del príncipe Roland
Bonaparte, hombre de biblioteca, sediento de notoriedad social.
Marie Bonaparte debía exclusivamente
su arrojo moral y su lucidez a sí misma. Tampoco debe a nadie su éxito
profesional, por más que su entorno prefiera ignorarlo. En su época no resultaba
fácilmente concebible que una princesa, casada con el hijo de un rey, llegase a
ser discípula, después amiga íntima de Sigmund Freud y al cabo una de las analistas
más famosas de Europa. Con semejante fortuna y familia, la sociedad interponía
entre ella y la ciencia del maestro vienés barreras que parecían
infranqueables. No sin motivo su alteza real la princesa María de Grecia y de
Dinamarca reivindicaba su pertenencia al clan de los Bonaparte: era, al igual
que ellos, hija de sus obras.
«Para todos cuantos preguntan a qué
época se remonta la casa Bonaparte, la respuesta es sencilla: se remonta al 18
de Brumario», decía Napoleón.
En puridad, el triunfo que
conquistó toda su familia corre curiosamente parejas con la historia de Córcega,
que, en definitiva, no formó parte de Francia hasta la derrota de las tropas de
Pascal Paoli en Pontenuovo, el 8 de mayo de 1769, es decir, tres meses antes
del nacimiento del emperador de los franceses, que aconteció en Ajaccio, el 15
de agosto del mismo año.
Los Bonaparte aseguraban hallarse
afincados en la isla desde el siglo XVI. Asimismo remontaban sus orígenes
toscanos hasta el siglo X. Pero una famosa memorialista napoleonista, la esposa
del general Junot, propone otra versión. Según ella, allá por 1670, los
genoveses, expulsados por los turcos de Grecia, que ocupaban en parte, llevaron
con ellos a Córcega —que poseían desde finales del siglo XIII— a helenos cristianos
que se establecieron en las regiones de Cargèse y de Ajaccio. «A su mando se
hallaba Constantino Comneno, quien tenía un hijo llamado Calomeros, es decir,
en italiano Bella Parte o Buona Parte.»3 Ello contradice las cartas patentes
del arzobispo de Pisa recibidas por Charles Buonaparte, padre de Napoleón, el 30
de noviembre de 1769, que lo califican de noble y de patricio; pero el que
tuviese antepasados griegos Marie Bonaparte, que por su matrimonio se
convertiría en princesa real de ese país, ¿no espolea la imaginación?
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