martes, 26 de marzo de 2013

Novedades, marzo de 2013: Tusquets Editores (I)



Las poseídas de Betina González

NARRATIVA (F). Novela
Marzo 2013
Andanzas CA 798
ISBN: 978-84-8383-458-9
País edición: España
184 pág.
14,42 € (IVA no incluido)

Una chica nueva, Felisa Wilmer, ingresa en un colegio religioso para niñas en la zona norte de Buenos Aires. Recién llegada de Londres, Felisa se convierte en el centro de atención por su actitud rebelde y su mal comportamiento, rodeada además por el aura «poética» que le dan sus aficiones artísticas, su perfecto inglés y su carácter tan impenetrable como independiente. Al menos así la ve López, la narradora, que no tardará en hacerse amiga suya. Las dos chicas viven entre las leyendas más o menos escabrosas que se cuentan en voz baja sobre el pasado del colegio, y algunos «peligros» más reales que se encuentran en sus cercanías. Pero poco a poco López irá descubriendo la historia de Felisa, que vive con su abuela después de la muerte de su madre en un accidente, y las razones de su comportamiento excéntrico y suicida, como si estuviera «poseída» por personas de su entorno. 


Felisa estaba ahora parada frente al espejo. Le dedicó sólo unos segundos a su cara. Lo suficiente para recargar de negro sus pestañas. Tal vez eso le valdría una amonestación o una visita a la rectoría. En esa época las escuelas todavía se especializaban en la contabilidad punitiva, notas pacientes en una libreta que te acercaban cada vez más al borde de la expulsión. Nadie sabía bien qué había del otro lado. Allí empezaba un mundo de días llenos, cada uno igual a sí mismo, salvaje en su acelerado acontecer, tan diferente del mundo suspendido del colegio, de esas cinco o seis horas diarias de inútil familiaridad. Pensarlo mareaba. A pesar de todas nuestras quejas de la escuela, sabíamos que del otro lado sólo existía la vida en caída libre. Un mundo de chicas guarras, drogadictas o madres solteras, putas o esquizofrénicas que se habían vuelto legendarias y circulaban desde ese otro lado como fantasmas seductores. Yo prefería las seis horas diarias de vida retardada, preparatoria. «La semilla contiene ya el secreto de la flor», habría dicho la madre Imelda. Una cosa era segura: a mí no me interesaba estallar antes de tiempo en maravillosa mujercita. No tenía cuerpo. No tenía alma. Lo único que me importaba era la vida de la mente y sus preciosos acontecimientos. Vivía en ese mundo de palabras afiladas, de libros viejos que (yo creía) me contagiaban su antigüedad y su hermetismo, le daban un aire trágico, una aureola de clara justificación a mis desastres de peluquería, a la vulgaridad de mi familia y a la ropa comprada en tiendas de segunda. Las expulsadas no me parecían ni especiales ni legendarias: para mí no había nada más estúpido que esa aceleración hacia el misterio del cuerpo y sus opacidades que con tanta facilidad se revelaban, si una era inteligente. «No hay que quemar etapas», sentenciaba la hermana Patricia, cerrando un poco sus ojos todavía jóvenes a pesar de la teología. Le encantaba intercalar una o dos frases de pseudopsicología en sus clases de catequesis, hablar de «zonas erróneas», de «roles» y de «complejos» que tan bien enlazaban con el Cantar de los Cantares o los sacrificios de santa Clara. Creía que los manuales de psicología adolescente, con su jerga de sobrentendidos y conjuros para peligros hormonales, la acercaban a nosotras. «Quemar etapas» era uno de sus favoritos. Esa imagen, que seguramente para ella sugería un reguero de pólvora con su llama hambrienta de cuerpos y vergas asesinas, una llama que a su paso dejaba futuros carbonizados, niñas desfloradas y valles de lágrimas trocados en podredumbre, comulgaba con frases de invalorable sabiduría popular (como esa de la copa medio llena o medio vacía). La hermana Patricia había creado sus propios emblemas y alegorías, y con ellos se alejaba cada vez más de la ortodoxia religiosa. A veces, sus explicaciones rozaban la herejía. Como muchas chicas de la escuela —aunque seguramente sin admitirlo conscientemente— ella también merodeaba los bordes. Y eso la acercaba más a algunas de nosotras que toda su jerga psicoanalítica.

El cementerio vacío de Ramiro Pinilla

NARRATIVA (F). Novela
POLICIACOS (F). Otros
Marzo 2013
Andanzas CA 801
ISBN: 978-84-8383-459-6
País edición: España
280 pág.
18,26 € (IVA no incluido)

En medio de una romería, los vecinos de Getxo descubren el cadáver de la joven y hermosa Anari, y sobre ella, gritando desesperado, a un maketo del otro margen de la Ría con el que al parecer iba a fugarse. Al día siguiente, en la librería de Sancho Bordaberri, alias Samuel Esparta, entran dos niños dispuestos a empeñar sus ahorros para contratar sus servicios como investigador privado: quieren demostrar que el maketo, al que todos querían linchar, es inocente. Samuel descubre que fueron muchos los pretendientes y familiares que vieron a Anari la noche fatídica, y el caso se complica porque sus pesquisas se cruzan con las del comisario de la policía Político-Social. Por si fuera poco, se dará de bruces con una persistente leyenda popular según la cual las tumbas de los cementerios costeros se vacían por el fondo y vierten sus cadáveres al mar, donde tal vez los amantes vivan juntos para siempre. 


Me lo dice a impulsos de su corajina, por tratarse de un tema suficientemente hablado entre nosotros en los últimos meses. No acepta ella mi decisión de no escribir una segunda novela... en el caso de que alguna vez surja por aquí otro caso criminal y yo lo investigue y escriba, pues la ecuación investigación/escritura es absolutamente inseparable. Ahí arriba, en mi querida Sección, arropado entre títulos de la negra, está el mío, Sólo un muerto más, resultado de mi atención al caso de los gemelos Altube. Hoy, transcurridos dos años, no repetiría la experiencia.
Pero Koldobike no acaba de entenderlo. «¿Sabes lo que te digo? Que eres más raro que un perro verde.» Es mi empleada desde el nacimiento de la librería, en 1940, y ha vivido conmigo las torturas del escritor a quien los editores rechazan una novela tras otra, hasta dieciséis. Todas falsas y pobres historias que ocurrían en los escenarios norteamericanos de mis idolatrados Dashiell Hammett y Raymond
Chandler, hasta que un día me asaltó el recuerdo del caso irresuelto de esos gemelos, de diez años atrás, un crimen «cometido en Getxo y con sospechosos de Getxo». Dejé de lado mi calamitosa imaginación, me eché en brazos del candente realismo, viví mi propia investigación escribiéndola y nació mi primera narración aceptada.
Hubo un problema, derivado de ese irreductible realismo: a muchos vecinos se les cortó el aliento al ver su nombre, apellido y circunstancias personales en un papel. El barrio de San Baskardo es el huevo de lo que llegaría a ser el municipio de Getxo con sus otros tres barrios: Algorta, Las Arenas y Neguri. San Baskardo es rural, en él perduran los 48 fuegos Fundadores milenarios, según la leyenda, en la figura de los 48 caseríos actuales. San Baskardo es, pues, campesino y aldeano, y pruébese a airear, en cualquier comunidad antigua, nombres, apellidos e intimidades de quienes creen, más o menos nebulosamente, en su indefensión si el enemigo se apropia de su imagen metiéndola en un papel, ese soporte tan indestructible del sospechoso progreso.
Este peligro de herir a la gente es el que me impide estar abierto a la posibilidad de escribir una segunda novela con el lacerante realismo de la primera. Es lo que Koldobike no quiere entender. Por suerte, el crimen de Anari ya tiene su culpable y no me necesita.
Mi local es alargado y, al recorrerlo, se discurre por una cañada de estanterías hasta medio metro del techo inútilmente repletas de libros que duermen el sueño de los justos. Una de ellas no se diferenciaría de las demás si no fuera por sendas jambas verticales que la enmarcan y un cartelito en lo alto con dos palabras: SECCIÓN ESPECIAL: es mi gran reserva de títulos de serie negra y policiaca que no entregaría a ningún comprador en el caso de que no fuera posible restituirlos de inmediato. En la estantería más alta, la más cerca del cielo, reinan en su gloria todos los títulos publicados en castellano de Hammett y Chandler.

Personas como yo de John Irving

NARRATIVA (F). Novela
Marzo 2013
Andanzas CA 800
ISBN: 978-84-8383-460-2
País edición: España
472 pág.
21,63 € (IVA no incluido)

Personas como yo, de John Irving, que ha escrito otros libros como Hasta que te encuentre o La novia imaginaria, es una absorbente novela de narrativa extranjera sobre el deseo y la identidad sexual, una tragicómica historia de un amor frustrado que recorre más de medio siglo. En los años cincuenta del pasado siglo, en el pequeño teatro de aficionados de la localidad de First Sister, en el estado de Vermont, al adolescente Billy Dean le toca interpretar papeles complicados, pero nunca serán tan difíciles como los que tendrá que interpretar en el gran teatro de la vida. Personas como yo es la decimotercera novela de John Irving, y su obra más comprometida desde Las normas de la Casa de la Sidra, El mundo según Garp y Oración por Owen.
A sus trece años, su día a día cambia por completo al conocer al atractivo Richard Abbott, su futuro padrastro, y a la señorita Frost, la maravillosa bibliotecaria del pueblo, quien acaba convirtiéndose en su cómplice en un mundo hostil. A medida que avanzan los cursos escolares, y mientras se convierte en escritor, Billy se embarca en la búsqueda de su identidad sexual: ¿es posible que le guste el chico más canalla de la clase y, al mismo tiempo, la despampanante bibliotecaria? ¿Existen personas como él? Entretanto, aumentan sus deseos de conocer a su verdadero padre. Tardará toda una vida en dar con él, y será en Madrid.
«Una novela atrevida, de alto voltaje político, que destila ternura, y perdón, y amor: entre padres e hijos, entre amantes y entre amigos.» Time
«Una comedia sexual con tripas y corazón.» The Independent
«Hay mucho talento en esta valiente novela que, como dice Próspero, redime de todo pecado.» The Washington Post


En todo caso, cuando yo intentaba sacar Grandes esperanzas en préstamo por segunda vez, la señorita Frost no sabía nada de mis angustias  sexuales. De hecho, por la reacción de la señorita Frost, tuve la impresión de que, con tantos libros en la biblioteca, releer cualquiera de ellos era una pérdida de tiempo inmoral.
—¿Qué tiene de tan especial Grandes esperanzas —preguntó.
Ella fue la primera persona a quien anuncié que quería ser escritor  «debido a»  Grandes esperanzas, pero en realidad fue debido a ella.
—¡Quieres ser escritor! —exclamó la señorita Frost; no pareció complacerle mucho la idea. (Años más tarde me preguntaría si la señorita Frost habría expresado indignación ante la palabra «sodomizador» en el caso de que yo hubiera apuntado aquello como profesión.)
—Sí, escritor..., creo —confirmé.
—¡No es posible que sepas que vas a ser escritor! —dijo la señorita Frost—. Eso no es una opción profesional.
Desde luego, en eso tenía razón, pero yo entonces no lo sabía. Y no  le suplicaba sólo para que me permitiera releer  Grandes esperanzas; mis súplicas eran especialmente fervientes, en parte, porque cuanto más se exasperaba conmigo la señorita Frost, tanto más podía apreciar yo sus repentinas inhalaciones, además del resultante vaivén de sus pechos sorprendentemente púberes.
A los quince, yo estaba tan derretido y trastocado por ella como dos años antes. No, eso exige una rectificación: me tenía mucho más cautivado a los quince que a los trece; por aquel entonces sencillamente albergaba la fantasía de hacer el amor con ella y llegar a ser escritor, en tanto que, a los quince, el sexo imaginado estaba más desarrollado (contenía más detalles concretos) y ya había escrito unas cuantas frases que admiraba.
Tanto el sexo con la señorita Frost como la perspectiva de ser un escritor de verdad eran poco probables, claro está, pero ¿cabía una mínima posibilidad? Yo, curiosamente, en mi extrema presunción, así lo creía. En cuanto a la procedencia de tan exagerado orgullo o infundado aplomo..., en fin, sólo podía inferir que en eso algo tenían que ver los genes.
No me refiero a los de mi madre; nunca vi la menor presunción en su función de apuntadora entre bastidores. A fin de cuentas, yo pasaba con ella casi todas las veladas en aquel refugio para los miembros de la agrupación de teatro amateur del pueblo, personas de talento desigual (o sin talento). Aquel pequeño teatro no era un lugar que se caracterizase por un reparto uniforme del orgullo o un desbordante aplomo: de ahí la necesidad de una apuntadora.
Si mi extrema presunción era genética, procedía con toda certeza de  mi padre biológico. Según me contaron, no llegué siquiera a verlo; lo  conocía sólo de oídas, y lo que se oía no era bueno.
«El chico de los códigos», como aludía a él mi abuelo, o, con menor frecuencia, «el sargento». Mi madre había abandonado la universidad por el sargento, sostenía mi abuela. (Ella prefería «sargento», término que siempre empleaba con desdén, a «chico de los códigos».) Si William Francis Dean fue causa coadyuvante en el hecho de que mi madre abandonara los estudios universitarios, la verdad es que a mí no me constaba; ella se pasó después a una academia de secretariado, pero no antes de que él la dejara embarazada de mí. Por consiguiente, mi madre abandonó también la academia de secretariado.
Según me contó mi madre, se casó con mi padre en Atlantic City, Nueva Jersey, en abril de 1943: un poco tarde para una boda de penalty, habida cuenta de que yo nací en First Sister, Vermont, en mar-zo de 1942. Ya tenía un año cuando ella se casó con él, y la boda (una de esas componendas de juzgado de pueblo) había sido básicamente idea de mi abuela, o eso afirmaba mi tía Muriel. Por lo que me dieron a entender, William Francis Dean no fue al matrimonio de muy buena gana.

El sueño del retorno de Horacio Castellanos Moya

NARRATIVA (F). Novela
Marzo 2013
Andanzas CA 799
ISBN: 978-84-8383-458-9
País edición: España
184 pág.
14,42 € (IVA no incluido)

En 1991, Erasmo Aragón vive en México, donde trabaja como periodista, y está a punto de regresar a El Salvador para emprender una nueva vida y participar en la fundación de una revista, un proyecto que le entusiasma dado que las conversaciones entre el Gobierno y la guerrilla presagian una paz cercana. Erasmo busca también en ese retorno al que considera su país natal una vía de escape a su cada vez más tormentosa relación con Eva, con quien tiene una hija. Antes de partir, acude desesperado a la consulta del doctor Alvarado con la esperanza de que pueda aliviarle unos terribles dolores estomacales. El médico lo somete a varias sesiones de hipnosis para liberarlo del estrés que le provoca su dolencia. Pero el bienestar que al principio le causan esas sesiones se convierte en obsesión, pues no recuerda nada de lo que puede haberle revelado al doctor, y porque de pronto revive trágicos episodios de su vida.


Que don Chente tenía dinero de sobra lo supe desde el momento en que el elevador me hizo desembocar en un hall que era el propio apartamento del susodicho, lo que significaba que ese nivel era todo suyo, un penthouse, pues, algo impresionante dada la dimensión del edificio y el hecho de que era el primer salvadoreño exiliado en México a quien yo conocía que se podía dar semejante lujo, y no cualquier lujo, que después de que la empleada doméstica debidamente uniformada me recibiera en el hall de marras me condujo a una pequeña sala de visitas donde, me dijo, debía esperar a que don Chente llegara. Unos tres minutos habré pasado en aquella sala observando la suntuosa decoración y escuchando los murmullos de un grupo de mujeres que seguramente tomaban té y jugaban a la canasta en una sala menos monástica que en la que yo me encontraba, cuando apareció un viejito chaparro, de piel trigueña, canoso, vestido con guayabera y pantalón oscuro, con los lentes de carey que le agrandaban los ojos, a saludarme muy ceremonioso: educado y suavecito me dijo que mucho gusto y que por favor lo siguiera por un pasillo que en ningún momento me permitió ver a las mujeres que cotorreaban, pese a mi curioso esfuerzo, así de grande era la estancia, un pasillo igualmente decorado con gusto de rico y a través del cual llegamos a la oficina de don Chente, en verdad una espaciosa biblioteca que en nada se parecía a los consultorios médicos que yo había conocido, como no fuera por los varios títulos que colgaban de la pared ubicada a la espalda del escritorio donde don Chente se acomodó luego de invitarme a tomar asiento.
«¿En qué puedo servirle?», me preguntó don Chente mientras yo aún observaba los anaqueles de libros y me fijaba en los títulos que acreditaban a la persona que tenía enfrente como médico cirujano, sicólogo y acupunturista, una variedad de conocimientos que no dejó de sorprenderme positivamente y que me hizo acariciar la esperanza de que estaba ante quien podía curarme pronto del mal que me aquejaba. Pero antes de que yo comenzara a relatar mis padecimientos, y quizás al notar mi asombro por la cantidad de libros en las paredes, don Chente me dijo que él ya no ejercía la profesión oficialmente, pues estaba retirado y por lo mismo carecía de consultorio, que ésa era su biblioteca donde de cuando en vez atendía a uno que otro paciente amigo o amigo de los amigos, tal como era mi caso, a quien había recibido gracias a su amistad con el Muñecón y a sus buenos recuerdos de mi familia paterna.
«Pero, cuénteme...», dijo, con ese modito suave, casi tímido, arrellanándose en su silla, con las palmas de las manos juntas a la altura de la boca, como si estuviese pronto a escuchar una confesión.
Y entonces le dije que me dolía aquí exactamente, presionándome a la altura del hígado, desde hacía alrededor de una semana, y que tal dolor no me abandonaba, al grado que yo temía un grave desarreglo hepático, si no algo peor, pues una década atrás las malditas amebas se me habían enquistado precisamente en ese órgano, que quedó debilitado a causa de las cantidades de veneno que ingerí para exterminarlas, y en las últimas semanas, además, tenía que confesarlo, me había excedido con el vodka tónic, ansioso como estaba por los problemas de toda índole que me atacaban a mansalva.
«¿Tan graves son esos problemas?», preguntó don Chente, enderezándose ahora sobre el escritorio para tomar una pluma y un bloc de papel en el que comenzaría a anotar con parsimonia.

Antes del nombre de Eloy Sánchez Rosillo

POESÍA (NF). Poemarios
Marzo 2013
Marginales M 281
ISBN: 978-84-8383-461-9
País edición: España
152 pág.
13,46 € (IVA no incluido)

Colmados de versos limpios, precisos, transparentes, y de poemas de engañosa naturalidad —que logran hacer compartibles, sin esfuerzo, tanto las emociones y los pensamientos más elementales como los más complejos—, los libros de Eloy Sánchez Rosillo empiezan a ser esperados por una considerable comunidad de lectores. Y han ido evolucionando desde la melancolía percibida en ciertos destellos de la luz a lo largo del día, los recuerdos y las pérdidas, hasta una lúcida serenidad, un contenido júbilo que celebra la existencia.
En Antes del nombre el poeta indaga en la conciencia de lo que está vivo, en el misterio de lo que late incluso antes de nombrarse y precede al lenguaje. Y abundan en el libro, como los definió Díaz de Castro, «esos poemas contemplativos de intensa sensorialidad en los que Rosillo es un maestro».


EL DÍA QUE NO ERA

AMANECE despacio,
y llega el día con mi muerte al hombro.
Sí, la miro y es ella. No hay error.
¿Cómo decirle al día que se vaya,
que regrese a su origen, que no sea?
Huyendo de su luz inapelable
corro por los caminos más secretos,
más arduos y a trasmano.
Pero me sale al paso y se me pone
delante una vez y otra.
¿Dónde estás, madre mía?;
ampárame;
soy un niño que tiembla.
Y el día se abalanza sobre mí,
con mi muerte inequívoca.
Y corro, corro, y grito.
Y no sé cómo
logro evitarlo al fin, quedar al margen
de su vertiginosa trayectoria.
Con mi muerte a la espalda,
ha pasado de largo junto al miedo
que me encubría como nube o niebla,
y ahora ya va apagándose deprisa
tras los montes aquellos.

Marie Bonaparte de Célia Bertin

BIOGRAFÍAS, AUTOBIOGRAFÍAS Y MEMORIAS (NF). Biografías
Marzo 2013
Tiempo de Memoria TM 95
ISBN: 978-84-8383-462-6
País edición: España
416 pág.
21,15 € (IVA no incluido)

Descendiente de un hermano de Napoleón, heredera de una incalculable fortuna y casada con el príncipe Jorge de Grecia, Marie Bonaparte (1882-1962) ejerció un papel decisivo en la difusión del psicoanálisis en Francia. Educada por una abuela autoritaria y un padre distante, Marie descubrió en el mundo de las letras y de la cultura un bálsamo capaz de compensarla de la soledad de su infancia y de un matrimonio decepcionante. Amante, entre otros, de un primer ministro francés, y tenaz escrutadora de sus propios síntomas psicosomáticos, Marie descubrirá a comienzos de los años veinte el movimiento psicoanalítico. En 1925 se hará analizar por el propio Sigmund Freud, y entre ambos nacerá una amistad que durará hasta la muerte del éste. Con el tiempo, ella misma se convertirá en una respetada psicoanalista.
Su dinero e influencias le permitieron ayudar a muchos intelectuales judíos a escapar del acoso nazi, entre ellos a Freud, una parte importante de cuya correspondencia salvó de la  destrucción. Comprometida defensora de muchas causas perdidas, a lo largo de su vida se implicó asimismo en la lucha contra la ablación y la pena de muerte.


Marie, la última Bonaparte, declaraba lo siguiente en 1952, a propósito de su infancia: «Me gustaban los asesinos, me parecían interesantes. ¿Acaso no lo fue mi abuelo cuando mató a un periodista, Victor Noir? ¿Y mi tío bisabuelo Napoleón?, ¡qué monumental asesino!».1
Contaba setenta años por entonces y, en su calidad de psicoanalista, estaba habituada a mirar hacia atrás. Rastreaba en su pasado con el apasionado y paciente empeño que había heredado sin duda de su padre Roland, geógrafo, antropólogo y botánico. Pero la generosa libertad de Marie contrasta con el comportamiento del príncipe Roland Bonaparte, hombre de biblioteca, sediento de notoriedad social.
Marie Bonaparte debía exclusivamente su arrojo moral y su lucidez a sí misma. Tampoco debe a nadie su éxito profesional, por más que su entorno prefiera ignorarlo. En su época no resultaba fácilmente concebible que una princesa, casada con el hijo de un rey, llegase a ser discípula, después amiga íntima de Sigmund Freud y al cabo una de las analistas más famosas de Europa. Con semejante fortuna y familia, la sociedad interponía entre ella y la ciencia del maestro vienés barreras que parecían infranqueables. No sin motivo su alteza real la princesa María de Grecia y de Dinamarca reivindicaba su pertenencia al clan de los Bonaparte: era, al igual que ellos, hija de sus obras.
«Para todos cuantos preguntan a qué época se remonta la casa Bonaparte, la respuesta es sencilla: se remonta al 18 de Brumario», decía Napoleón.
En puridad, el triunfo que conquistó toda su familia corre curiosamente parejas con la historia de Córcega, que, en definitiva, no formó parte de Francia hasta la derrota de las tropas de Pascal Paoli en Pontenuovo, el 8 de mayo de 1769, es decir, tres meses antes del nacimiento del emperador de los franceses, que aconteció en Ajaccio, el 15 de agosto del mismo año.
Los Bonaparte aseguraban hallarse afincados en la isla desde el siglo XVI. Asimismo remontaban sus orígenes toscanos hasta el siglo X. Pero una famosa memorialista napoleonista, la esposa del general Junot, propone otra versión. Según ella, allá por 1670, los genoveses, expulsados por los turcos de Grecia, que ocupaban en parte, llevaron con ellos a Córcega —que poseían desde finales del siglo XIII— a helenos cristianos que se establecieron en las regiones de Cargèse y de Ajaccio. «A su mando se hallaba Constantino Comneno, quien tenía un hijo llamado Calomeros, es decir, en italiano Bella Parte o Buona Parte.»3 Ello contradice las cartas patentes del arzobispo de Pisa recibidas por Charles Buonaparte, padre de Napoleón, el 30 de noviembre de 1769, que lo califican de noble y de patricio; pero el que tuviese antepasados griegos Marie Bonaparte, que por su matrimonio se convertiría en princesa real de ese país, ¿no espolea la imaginación?

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