jueves, 21 de marzo de 2013

Novedades, marzo de 2013: Impedimenta (II)



Henry y Cato de Iris Murdoch

Traducción de Luis Lasse

ISBN: 978-84-15578-54-3
Encuad: Rústica
Formato: 14 x 20 cm
Páginas: 448
PVP: 23,95 €

Cuando Henry Marshalson y Cato Forbes se encuentran en Inglaterra después de varios años sin verse, su existencia no se halla en un momento precisamente fácil. Tras la muerte de su hermano mayor, Henry regresa de los Estados Unidos convertido en el heredero de una fortuna que no desea, de modo que decide deshacerse de todos sus bienes para disgusto de su madre. Cato, por su parte, se ve inmerso en una profunda crisis de valores que le lleva a replantearse cada una de sus creencias tras haberse enamorado de un seductor muchacho del barrio marginal de Londres en el que ejerce el sacerdocio. De manera inesperada, las vidas de estos dos hijos pródigos vuelven a mezclarse en una espiral de despropósitos y venganzas que van a desembocar en una sorprendente verdad: ninguno de los dos puede huir de sí mismo.


Efectivamente, tras haber enseñado durante cierto tiempo los cin­cuenta grandes cuadros, comenzó a odiar el arte. O quizá lo que odia­ba era solo la vieja y pomposamente embrollada tradición europea. Era la producción en masa antes de que aparecieran las fábricas. Había demasiados trastos sueltos por el mundo. El hombre inventó el Tiem­po y Dios inventó el Espacio, decía Beckmann. Henry quería volver al espacio. Eso, por extraño que pareciera, era lo que hacía Max, aunque atiborrase ansiosamente sus lienzos con aquellas atormentadas imá­genes. Lo único pacífico en el arte de Max era el propio Max. Cómo envidiaba Henry su enorme seguridad, su feliz e imperativo egoísmo. Qué maravilla poder mirarse al espejo y convertirse en algo tan per­manente, tan significante y monumental: un dirigente revolucionario, un héroe épico, un navegante, un roué, un payaso, un rey. Otra cosa eran las mujeres abrazándose en forma de pez. Pero aquella rotunda faz en calma era una verdadera luz en la vida de Henry. Beckmann, que se había casado dos veces, se aventuraría por unas sendas de mis­ticismo masculino que enlazaban a Signorelli con Grünewald, a Rembrandt con Cézanne. Algún día registraría todo eso, pero, entregado al amor y a la envidia, iba aplazando el momento indefinidamente.
Muchas veces Henry se veía a sí mismo como un artista fracasado. ¿Por qué fracasado?, válgame Dios, le interrogaba Bella. Si no lo has intentado siquiera. Bella y él asistieron a clases de pintura, pero Henry lo dejó en seguida con un gemido de rabia. Bella siguió pintando mal, aunque se lo tomaba con naturalidad. Solemnemente, Henry había dicho que prefería la tabula rasa del lienzo en blanco. Quizá hubiera sido precisamente su tabula rasa aquella América donde al principio había esperado toda clase de acontecimientos y aventuras. En alguna parte existía una vida heroica a la que él creía tener derecho. Se veía a sí mismo, como Max, preso en un pavoroso mundo bufo de situaciones extremas e inquisiciones que se producían de alguna manera en circos o salas de fiestas. Max, desde luego, había experimentado sus propios horrores: los nazis y la guerra de 1914 con apenas un lápiz y nada de pintura. Evidentemente, había una América en alguna parte. Una América donde pasaban cosas. Pero el meollo parecía quedar siempre fuera del camino de Henry, y él no dejaba de percatarse de la falta de intensidad de su vida. Vivía inmerso en espaciosas y fáciles rutinas de tranquilidad y de calma. Su América era un refresco. Había esperado un gran amor, el que nunca tuvo en Inglaterra, pero las higiénicas y competentes estudiantes, que le consideraban algo cómico y demasia­do viejo, le llenaban de alarma y congoja. En Stanford tuvo un par de lances inconclusos bastante miserables, y fue en Sperriton donde cono­ció a Russ y a Bella. Cuando al fin se acostó con Bella, Russell estaba al tanto de todo. De hecho, ambos lo habían discutido con su psicoa­nalista. Bella deseaba que Henry fuera también al psicoanalista, pero él nunca llegaría a hacerlo. Despreciar el psicoanálisis era una de las pequeñas banderas inglesas que a veces se permitía el lujo de enarbolar.

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