Introducción de Carlos Pardo
ISBN:
9788415130192
Encuad:
Rústica
Formato:
13 x 20 cm
Páginas:
160
PVP:
18 €
En
Lulu (1994, Premio de la Unión de Escritores Rumanos, Premio ASPRO), Cartarescu
despliega su versión de la figura del artista adolescente en la persona de
Victor, un escritor asocial y torturado que parece sacado de una obra de
Proust, y que vive obsesionado por Lulu, uno de sus compañeros de liceo que,
disfrazado de mujer y aprovechando la fiesta de clausura de un campamento de
verano en 1973, lo fuerza a un contacto sexual.
Recluido en una villa de los Cárpatos, y ya convertido en un escritor de éxito, Victor intenta exorcizar a través de la escritura a los monstruos que devoran su alma. El juego del doble —encarnado en Victor, el escritor enfrentado a su «hermana gemela», la niña amputada—, de larga tradición en la literatura moderna, alcanza en Lulu una dimensión que hace de esta novela una auténtica obra maestra.
Recluido en una villa de los Cárpatos, y ya convertido en un escritor de éxito, Victor intenta exorcizar a través de la escritura a los monstruos que devoran su alma. El juego del doble —encarnado en Victor, el escritor enfrentado a su «hermana gemela», la niña amputada—, de larga tradición en la literatura moderna, alcanza en Lulu una dimensión que hace de esta novela una auténtica obra maestra.
Ahora es de mañana y te miro otra vez a los ojos. La
palabra que dibujé ayer sobre el espejo empañado se distingue aún ligeramente
si miras de soslayo. La tacho con pasta de dientes. La soledad lleva en su seno
la semilla de la locura, incluso aunque hayas vivido toda la vida así, incluso
aunque te hayas adaptado a la soledad y a la frustración. Soledad. Frustración.
No me siento a la mesa, me hago un café e intento concentrarme, seguir
escribiendo, apresarte en algún sitio. Cuando era pequeño cazaba mariposas,
atrapaba un podalirio o un zapatero e insertaba en su cuerpo vermicular un
alfiler, tal y como había visto hacer. Clavaba el alfiler en un corcho y
observaba cómo seguían aleteando durante varias horas, cómo se aferraban con
sus seis patitas filiformes al corcho poroso. Con esa misma crueldad y placer
te clavaría en estas páginas, Lulu, contemplaría cómo te retuerces, cómo pones
los ojos en blanco, cómo frotas tus alas de abyección, de lentejuelas y
plastilina… Me siento ante la máquina de escribir, tu mesa de tortura, pero
también la mía, porque no te puedo torturar sin torturarme yo mismo, tal y como
no puedes abrir con el bisturí tu propio forúnculo, para vaciarlo de pus, sin
gritar y sin retorcerte como un poseso.
La juguetería errante (Un misterio para Gervase Fen)
de Edmund Crispin
Traducción de José C. Vales
ISBN:
978-84-15130-20-8
Encuad:
Rústica
Formato:
13 x 20 cm
Páginas:
320
PVP:
20,20 €
Cuando
el poeta Richard Cadogan decide pasar unos días de vacaciones en Oxford tras
una discusión con el avaro de su editor, poco puede imaginar que lo primero que
encontrará al llegar a la ciudad, en plena noche, será el cadáver de una mujer
tendido en el suelo de una juguetería. Y menos aún que, cuando consigue
regresar al lugar de los hechos con la policía, la juguetería habrá
desaparecido y, en su lugar, lo que encontrarán será una tienda de ultramarinos
en la que, naturalmente, tampoco hay cadáver. Cadogan decide entonces unir
fuerzas con Gervase Fen, profesor de literatura inglesa y detective aficionado,
el personaje más excéntrico de la ciudad, para resolver un misterio cuyas
respuestas se les escapan. Así, el dúo libresco tendrá que enfrentarse a un
testamento de lo más inusual, un asesinato imposible, pistas en forma de
absurdo poema, y persecuciones alocadas por la ciudad a bordo del automóvil de
Fen, Lily Christine III.
—Oxford… Oh. —El señor Spode recobró momentáneamente
su presencia de ánimo. Se alegraba de aquel aplazamiento temporal de las
embarazosas exigencias comerciales que Cadogan le imponía—. Magnífica idea. A
veces me arrepiento de haber trasladado el negocio a Londres, aunque hace ya un
año de eso… Uno no puede por menos que sentir un poco de nostalgia después de
haber vivido tanto tiempo en esa ciudad. —Se dio unos golpecitos complacientes
en el elegante chaleco de color petunia que encorsetaba su pequeña y rolliza
figura, como si aquel sentimiento de algún modo redundara en su propio crédito.
—Y tienes buenas razones para ello. —Cadogan frunció
sus patricios rasgos en una mueca de enorme severidad—. ¡Oxford, flor de las
ciudades todas! ¿O era Londres? Bueno, no importa, da igual.
El señor Spode se rascó la punta de la nariz con
gesto dubitativo.
—Ah, Oxford —continuó Cadogan con aire de rapsoda—;
ciudad de campanarios de ensueño, donde resuena el eco del cuco, preñada de
campanas (hasta el punto de volver loco al más pintado), encantada por las
alondras, atormentada por los grajos y rodeada de ríos. ¿Te has parado a
pensar alguna vez hasta qué punto el genio de Hopkins consistía precisamente
en colocar las palabras en un orden equivocado? Oxford… guardería de la florida
juventud. No, esa era Cambridge, pero lo mismo da. Por supuesto —Cadogan agitó
su revolver con gesto didáctico delante de los aterrorizados ojos del señor
Spode—, yo odiaba Oxford cuando vivía allí, en mi época universitaria. Me
resultaba una ciudad triste, infantil, mezquina e inmadura. Pero estoy decidido
a olvidarme de todo eso. Regresaré a sus brazos con una mirada plena de
lacrimógena melancolía, y emocionadamente boquiabierto. Para todo lo cual —su
voz se tornó acusadora— ¡necesitaré dinero! —El alma se le vino a los pies al
señor Spode—. Cincuenta libras.
El señor Spode tosió.
—Realmente no creo que…
—¡Don Murgas Nutling…! ¡Don Desaparecido Orlick…!
—exclamó Cadogan con entusiasmo. Agarró al señor Spode por el brazo—. Iremos
dentro y lo hablaremos con un trago de por medio para tranquilizarnos un
poquito. Dios, voy a hacer la maleta, a coger el tren. ¡Me voy a Oxford! ¡Otra
vez…!
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