

Ya es la 60 edición que
cumple este galardón y por ello ayer los Príncipes de Asturias la presidieron
entregando los premios a los ganadores los cuelas recibirán 601 000 euros el autor
de la obra ganadora y la obra finalista 150 250 euros que recibirán como
premio.
Extractos:
Munda recordaría siempre aquel viaje de vuelta de
Manila: el barco lleno de gente que huía de la guerra; su padre enfermo en el
camarote, esforzándose por respirar el aire pesado y húmedo que sus pulmones
rechazaban; su mirada serena cuando se despidió de sus hijas una por una; la
llegada al puerto de Alicante, donde las esperaban su abuela —la marquesa
viuda— y una cohorte de familiares a los que nunca había visto; el viaje en
tren a Madrid, con el féretro de su padre en el vagón de cola; el trasbordo al
tren de Toledo; la llegada del cortejo a la catedral, flanqueado por cientos de
personas que vestían de negro riguroso, en un silencio absoluto; los funerales
y el entierro en el mausoleo de la familia, al que ella asistió junto con la
señorita Inés a pesar de que las costumbres no lo permitían.
Pero, sobre todo, Munda no podría olvidar a su
prometido, Manuel, que se había trasladado desde Manila nada más conocer la
noticia de la muerte de don Francisco utilizando una red clandestina de barcos
que apoyaban a la insurgencia, y que permaneció a su lado desde que llegaron a la
bahía de Alicante hasta que introdujeron el cuerpo de su padre en el nicho del
panteón familiar.
Antes de despedirse en Manila, habían planeado que ella
regresaría una vez se recuperase el marqués. Pero la muerte de don Francisco lo
había cambiado todo. María Francisca y Alejandra la necesitaban; si las dejase
solas, Mariana acabaría por convertirlas en un espejo de sí misma, y Munda no
podía permitir que aquello ocurriera, no si era capaz de evitarlo.
El día siguiente al entierro, mientras ella se disponía
a recorrer las fincas de la familia, él emprendió el camino de vuelta a
Filipinas bajo la promesa de que, en cuanto las islas consiguieran su
independencia, regresaría para llevarla al altar.
Aquella mañana, a mediados de septiembre de 1896, fue
la más triste de sus veintiún años. Su padre, que había sido su referente desde
niña, había muerto; su querido Manuel se había ido hasta quién sabía cuándo; y
Toledo las había recibido con sus costumbres anquilosadas y su sociedad decadente.
No podía encontrarse más desamparada.
La joven se tapó la cara con las manos y se echó a
llorar. Al cabo de un rato, volvió al cigarral de su abuelo indiano.
Tiempo
de arena de Inma Chacón (finalista Premio Planeta 2011)
Entonces su vida cambió. Hasta ese momento, su padre
no se había preocupado de dar a su hijo más formación que la que él había
recibido como segundo en la línea de sucesión. Es decir, bien poca. ¿Para qué
instilar nociones de historia, geografía o el arte de gobernar a un niño si en
principio no estaba destinado a reinar? Ése era el razonamiento de la época.
Treinta años antes, tampoco don Juan había recibido
una educación esmerada porque quien estaba destinado a reinar era su hermano
mayor, José, un joven apuesto, inteligente, de carácter decidido e independiente
que no pudo escapar a la maldición y murió a los veinticinco años de edad. De
pronto, don Juan y su mujer Carlota Joaquina se vieron catapultados a un lugar
de preeminencia, el de príncipes y futuros herederos del trono. Ella estaba
feliz porque era ambiciosa, pero él se sentía desdichado. Más tarde, don Juan,
o Juan el Clemente, como le llamaban sus vasallos, asumió la regencia cuando la
reina María fue declarada incapaz de gobernar debido a su enajenación mental,
pero lo hizo a regañadientes. Le daba pánico enfrentarse a responsabilidades
para las que nunca se había sentido preparado y que nunca había deseado. Era un
hombre indeciso, tímido, indolente, miedoso, chapado a la antigua. Nunca había
mostrado interés especial ni por las letras ni por las ciencias ni por la forma
de gobernar. De hecho, siempre redactó mal, con errores de ortografía y
sintaxis. Toda su vida había vivido en compañía de frailes y, en el fondo, él
se sentía también un poco monje. Aficionado a la música sacra, su mayor vicio
era la glotonería, y si de joven le gustaba cazar, era sólo porque le permitía
hartarse de carne de venado.
El
imperio eres tú de Javier Moro (Premio Planeta 2011)
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