miércoles, 7 de mayo de 2014

Trabajos de amor ensangrentados de Edmund Crispin



Gervase Fen se encuentra esta vez con un caso muy —como dice el título—ensangrentado. En el mismo campus aparecen dos profesores asesinados, la desaparición de una joven y el asesinato de una anciana en su cottage situado cerca del lugar. Todo ello cuando el curso se encuentra a punto de acabar, el día antes de la ceremonia de la entrega de premios con el que se cierra el curso escolar. 


Ahí comienza la extraordinaria historia pero, además, la desaparición de unas cartas y un manuscrito de los Relatos de amor logrados de Shakespeare aumentan la ganas del interprendo profesor de Oxford en busca del asesino. La vida en el campus es muchas veces monótona y tediosa, cargada siempre de costumbres que no logra satisfacer a los profesores por ello cuando descubren la obra perdida del escritor sus argucias se desenfrenan en el pequeño pueblo en el que sucede la historia. 

Crispin ha conseguido en esta novela atrapar al lector a través de un misterio dentro de otro, es decir, los asesinatos dentro de la autoría del texto perdido del cottage de la anciana, ésta consigue que queramos saber más sobre Shakespeare después de acabar la novela. En este libro el autor logró mezclar la intriga con el humor junto con la historia todo ello hilado y descrito hasta el milímetro, con la sagacidad que desprende en cada uno de sus diálogos, característico del escritor además de lograr una enrevesada trama. En definitiva una novela en la que Gervase Fen consigue dibujarnos una sonrisa al ser crítico con los personajes o con los campus y sus costumbres, con una envolvente y adictiva historia que va tras los pasos de una misteriosa obra perdida de Shakespeare y con unos crímenes aparentemente simples pero que esconden más de lo que aparentan. 

Recomendado para aquellos a los que les gusten la intriga, el misterio y el sarcasmo, todo ello se encuentra en esta novela en las oportunas dosis para que la trama avance ágilmente. También para los que les guste las novelas que describen situaciones extravagantes y, del mismo modo, originales. Y por último para todos los seguidores del genial profesor Gervase Fen en sus andanzas por descubrir al culpable de los oscuros crímenes a los que se enfrenta.

Extractos:

El director abría la comitiva e indicaba el camino con una linterna que había cogido de un cajón de su escritorio, y durante la caminata de tres minutos hasta el edificio Hubbard nadie pronunció ni una sola palabra. La brisa aleteaba levemente en sus rostros, prometiéndoles perspectivas de frescor que sabían que jamás se cumplirían. Unos jirones de nubes oscurecieron el cielo, que quedó tapado salvo por un puñado de estrellas. Al abandonar el césped, los zapatos comenzaron a traquetear con estremecedora violencia en el asfalto, y se escuchó cómo todos jadeaban trabajosamente, como si al aire recalentado y pesado le faltara precisamente el oxígeno. Al final, la mole cubierta de hiedra del bloque de aulas se presentó ante ellos, y tras hacerse de nuevo un lío para ver quién procedía primero, entraron.
Algunas luces turbias y palpitantes seguían encendidas. Cruzaron todos un vestíbulo desnudo, pavimentado en piedra, y subieron un amplio tramo de escaleras cuyos peldaños habían sido pulidos en su tramo central por generaciones de muchachos que los habían maltratado sin piedad. Los cristales de las ventanas, convertidos en espejos por la oscuridad del otro lado y la iluminación interior, reflejaron aquella silenciosa procesión, y sus pasos despertaron violentos ecos. El edificio parecía sumido en un dulce sueño, como hipnotizado por la varita mágica de un prestidigitador. Entraron en un largo pasillo, sombrío y desierto, desprovisto de cualquier objeto. Las puertas numeradas que lo flanqueaban dejaban ver en su parte inferior las marcas de innumerables patadas juveniles que las habían ido oscureciendo a lo largo de los años.
Junto a una de ellas yacía la melancólica hoja de un cuaderno: un examen, con superabundancia de correcciones en tinta roja, y con la huella de un zapato en una esquina. Al final del pasillo había una puerta que parecía algo más robusta que las demás. El director la empujó y se abrió paso en la sala de profesores.
Era una estancia grande, de techos altos, de forma perfectamente rectangular. Colgado en la pared, junto a la única puerta existente, había un tablón de anuncios de tapete verde, repleto de notas. Al fondo de la estancia había varias hileras de pequeñas taquillas, pintadas de negro, y con los nombres de los propietarios en pequeñas cintas de cartón encajadas en raíles de metal. Había también unas estanterías de caoba medio vacías, una alfombra raída, de color marrón, manchada de ceniza, una larga hilera de perchas con una o dos batas que eran tan viejas que se habían vuelto verdes. Una gran mesa ocupaba el centro de la sala, salpicada de manchas de tinta, lapiceros mordisqueados, ceniceros, y gruesos sobres. Unas mesas más pequeñas flanqueaban la gran mesa central. Había tres butacas que a primera vista parecían bastante cómodas, y un número mucho mayor de sillas que desgraciadamente no lo parecían en absoluto. Las cortinas de arpillera estaban recogidas y las ventanas permanecían completamente abiertas. Y en el suelo, mirando con ojos ciegos las moscas que se arrastraban por el techo, estaba el cuerpo de Michael Somers.
 A pesar de todo ello, la primera impresión, y la más fuerte, que tuvieron al entrar en la habitación no tuvo nada que ver con el cadáver, sino con el calor reinante. Los golpeó como una vaharada asfixiante, y enseguida vieron que la causa era una gran estufa eléctrica que se encontraba en medio de la sala. El portero, Wells, se tambaleó un poco. Tenía hileras de sudor corriéndole por el rostro, como si fuera lluvia. Murmuró algo, pero en aquel momento nadie le hizo caso. Tras el primer golpe insoportable de calor, no tuvieron ojos para ninguna otra cosa que no fuera el cadáver.

El día de entrega de premios y diplomas amaneció brillante y luminoso: una circunstancia rara por la cual el director había dado infinitas gracias a Dios; al menos se ahorraría la molestia de sustituir el programa en el exterior por una programación a cubierto. Durante el desayuno, en el salón bañado de sol matutino, Fen le contó las circunstancias del fallecimiento de Love, y el director escuchó la historia con semblante sombrío.
—Me he pasado la noche en blanco por el cansancio y las preocupaciones —dijo—. Ahora me siento como un borracho a la mañana siguiente de... Bien, aunque demasiado consciente de la sordidez de todo. Tengo que acordarme de escribir sin falta a Gabbitas esta misma mañana para que me busquen un par de sustitutos. —Se sirvió más café—. ¡Cielos, cómo detesto estos cambios! A veces pienso que el cambio, y solo el cambio, constituye la fuente de todas las desgracias. Sin duda el Paraíso era un lugar estático y letárgico.
—Todo avance implica un cambio —apuntó Fen sin mucho entusiasmo. La hora del desayuno no era precisamente su mejor momento del día.
 —Entonces todo avance es malo —dijo el director dogmáticamente—. Al menos en el plano material, naturalmente. La Naturaleza exige, por alguna inescrutable razón, un equilibrio. Destruye ese equilibrio y la desgracia se abatirá sobre ti mientras dure la transición hacia un equilibrio diferente. Un hombre tiene una bicicleta, y está tan contento. Entonces se le antoja un coche, y se sentirá un desgraciado (porque el antiguo equilibrio entre él y su posesión se ha roto) hasta que lo consiga. Y así sucesivamente.
 —Me siento inclinado a pensar —dijo Fen— que ni los cambios favorables ni los desfavorables tienen demasiada importancia en el conjunto de las desgracias humanas. La Historia demuestra que las desgracias y las miserias humanas son valores constantes en el tiempo, aunque varíen en su aspecto. La ciencia nos libra de las enfermedades pero nos amenaza con la bomba atómica. El humanitarismo nos libra de los sufrimientos del trabajo, pero a cambio nos entrega a los horrores de la agitación política. Hay una gran variedad de desgracias, cierto, pero eso es todo.
—Soy de natural pesimista —dijo el director—. Bueno, da igual, este no es el momento para establecer filosofías de la historia. ¿Tienes alguna idea sobre esos asesinatos?
 —Lo que tengo son unas cuantas sospechas importantes. Pero aún no hemos recopilado todos los datos.
—Comprendo. —El director acabó su café y se metió una vieja pipa de cerezo en la boca—. Bueno, pues tendré que ir a ponerme la toga. ¿Vas a llevar la ropa ceremonial todo el día?
—Santo Dios, no. Me moriría de calor. Me la pondré solo para la entrega de diplomas, y ya está... Por cierto, ¿tienes un anuario del colegio que me pudieras prestar?
 —Hay uno en la mesa del vestíbulo —dijo el director mientras salía por la puerta—. Puedes quedártelo si quieres.

Editorial: Impedimenta 
Autor: Edmund Crispin
Páginas:  336
Precio: 22,50 euros

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