El dios de Darwin de Sabina Berman
480 páginas
ISBN: 978-84-233-4757-5
Lomo 1281
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfin
Karen Nieto es distinta
a la mayoría de los «mamíferos habladores». Contrató a la
única persona con la que trabaja y convive porque no compartía con
ella ningún idioma. Pero al mismo tiempo esta sensibilidad tan
particular la ha convertido en una bióloga marina de fama mundial.
Mientras nada en medio del océano rodeada por sus queridos atunes, Karen recibe una petición
de ayuda de la Interpol. Un compañero de la universidad ha desaparecido y, al parecer, ella fue
la destinataria de su última llamada de socorro. Karen consigue descifrar el mensaje de su amigo y dirige sus pasos hacia el Archivo Darwin, en la abadía de Westminster, donde descubre que un texto póstumo del autor de El origen de las especies ha desencadenado una fascinante
intriga. En caso de ser auténtico, ese documento revelaría los últimos asombrosos hallazgos
de Darwin, y ahora la ciencia y la religión volverían a ir de la mano.
Sabina Berman recupera a la protagonista de La mujer que buceó dentro del corazón del
mundo para sumergirla en un thriller original y fascinante sobre la lucha por el legado de Darwin.
15
metros adelante se iluminan otra vez a mi alrededor: ahora es una nube de
luciérnagas dispuestas en círculos amplios. Posiblemente el movimiento abrupto del
agua, que al acercarme a ellas he desplazado, las ha reencendido.
Tomo
entre los dedos anular e índice una mota de luz y susurro:
—Perdón
porque te saco de tu mundo.
Y
la guardo en mi boca, entre la encía y la pared bucal, donde mi saliva la
mantendrá húmeda cuando Yo emerja al aire.
Entonces
tomo el camino vertical para ascender al agua más clara.
Prendo
el cilindro del motor propulsor que cargo a la espalda y puedo ascender
despacio, sin aletear y sin cansarme, y sin forzar a mis pulmones a expandirse
demasiado aprisa.
Por
fin paso por la cuadricula de barrotes de la jaula de mis atunes.
Una
cuadricula armada no para mantener presos a mis atunes, sino para impedir que
los depredadores los maten: por ella puede pasar un cardumen de macarelas o una
tribu de sardinas filosas, una mantarraya o un buzo como Yo, pero no un animal
más grande, digamos un tiburón asesino o una ballena.
Adoro
a mis atunes en buena medida porque ellos me adoran a mí.
Plateados,
se acercan a mí mientras sigo ascendiendo despacio. 10 se acercan.
20.
40.
Para
darme la bienvenida a media jaula.
60,
120 atunes plateados se reúnen a mi alrededor mientras sigo ascendiendo, y
ellos ascienden a mis costados.
El
doctor E. O. Willis me regalo esta metáfora para describir el amor de mis
atunes:
—Es
el efecto estrella de rock —dijo.
—¿Perdón?
—dije—.
No entiendo.
Explico:
—Es
el afecto de los fanáticos por una estrella de rock.
Y
cuando le conteste irritada que todavía no entendía, dijo:
—Ah
sí, señorita Capacidades Especiales, contigo no hay que usar metáforas.
Misericordia de Jack Wolf
576 páginas
ISBN: 978-84-233-4762-9
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfín
Traductor: Albert Vitó i Godina
Año 1750. Tristan Hart,
una joven promesa de la medicina inglesa, se atreve a dar un paso
hacia lo desconocido. Un visionario, un genio retorcido, un sádico
amante. ¿Qué es real y qué imaginado en el brutal, maravilloso y
complejo mundo de Tristan Hart?
Nathaniel.
Nathaniel Ravenscroft tenía dos años más que yo y era mi mejor amigo y
compañero. A decir verdad, debo admitir que no le habría costado mucho adquirir
ese mismo rango de estima de haber poseído tan sólo una cuarta parte de su
encanto. Yo era un niño tímido y huraño, un niño maldito, según le había oído decir
a mi padre cuando éste había creído estar fuera del alcance de mis oídos, y con
una tendencia a la melancolía que sin duda alguna heredé de mi madre, de la que
recuerdo poco más que la voz. Las palabras de mi padre despertaron mi curiosidad
por saber más acerca de tal maldición, aunque jamás me atreví a preguntar.
Sin
embargo, mi falta de entusiasmo a la hora de hacer amigos entre los chicos de
mi edad y condición social no se debía a esa tendencia mía. La verdad es que,
incluso a tan tierna edad y sin habérselo oído decir a nadie, yo era consciente
de haber heredado de mi madre algo más que su talante. Era un chico de piel
oscura y ojos negros, como los de un español, y en mi rostro se distinguían los
rasgos que se suponían inconfundibles de la raza judía. A pesar de haberme criado
dentro del cristianismo, sin más conocimientos del Talmud y la Torá que del
funcionamiento interno de los sunitas, recibía un trato despiadado por parte de
los que habían nacido inequívocamente ingleses, por lo que no tardé en aprender
que lo mejor para mi salud era evitar su compañía.
En
cambio Nathaniel era sanguíneo en todos los sentidos. De miembros largos y
constitución atlética, incluso a los trece años de edad, me sobrepasaba con
mucho en altura, y sus alegres bromas y joviales chanzas hacían que me
avergonzara de mi barriga infantil y de mis torpes movimientos. A diferencia de
mi pelambre negruzco, el pelo de Nathaniel era el más fino y rubio que yo había
visto jamás, del color del oro blanco, y tan suave como una pluma sedosa. Sus
ojos, a pesar de que su padre insistiera en afirmar que eran de un color
pantanoso, siempre me parecieron de un verde de lo más fresco posible.
Yo
adoraba a Nathaniel Ravenscroft y lo veía y admiraba como solemos hacer con los
hermanos mayores. Tal vez fuera ese amor que le profesaba y nada más que eso el
motivo por el que ni el miedo a perder la razón ni a recibir castigos consiguieron
que comentara con nadie sus insólitas costumbres. Cabe decir que no eran pocas,
pero la peor de todas la descubrí cuando contaba yo con sólo seis años de edad,
para mi gran repugnancia y consternación, y es que sentía un gran placer
atrapando herrerillos en los setos y devorándolos crudos en el acto. Siempre
procedía del mismo modo: mientras Nathaniel y yo paseábamos o montábamos a
caballo enzarzados en una conversación o distraídos con algún juego, él
divisaba el revoloteo de un herrerillo en algún brezo. De repente se quedaba
rígido, en silencio, y yo lo imitaba, temiendo ya la escena que estaba a punto
de presenciar, aunque sin por ello mostrar un recelo que no me atrevía a
expresar. Nathaniel lanzaba entonces la mano con la misma rapidez con la que
atacan las serpientes y el pajarillo desaparecía en un embrollo patético de
gorjeos y sangre. Luego se volvía hacia mí con la misma sonrisa alegre e
inocente que se dibujaría en el rostro de un bebé que se hubiera zampado un
dulce, mientras yo contemplaba las diminutas plumas que le caían de la boca,
delicadas como copos de nieve multicolor. Tenía los colmillos sorprendentemente
blancos, largos y afilados como dagas.
Comer sin miedo (Mitos, falacias y mentiras sobre la
alimentación en el siglo XXI) de J.M. Mulet
264 páginas
ISBN: 978-84-233-4756-8
Lomo 259
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Imago Mundi
¿Era mejor la comida de
antes que la de ahora? ¿Es más sano comer ecológico?
¿Estamos consumiendo mucha química? ¿Nos envenenan los
aditivos? ¿Son tan malos los productos transgénicos como nos
quieren hacer creer? ¿Existen las dietas milagro o las píldoras mágicas para
adelgazar? ¿Cómo será la comida del futuro? ¿Anda suelta por ahí
alguna enzima que lo cura todo?
En un momento en el que palabras como «natural», «ecológico» o «sin conservantes» inundan el etiquetado de los productos que compramos, Comer sin miedo ofrece un análisis¡ científico y documentado de la realidad de los alimentos y de sus supuestas virtudes. J. M. Mulet, experto en bioquímica y biología molecular, revela qué hay de cierto y qué hay de mito en la información que circula sobre lo que nos llevamos a la boca, desmontando con ironía y humor un sinfín de falacias y mitos.
Radicalmente en contra de la demonización de la intervención humana en los alimentos, nos demuestra que hoy la comida es más segura que nunca en la historia de la humanidad, que por fin tenemos el privilegio de poder comer sin miedo.
«Por mucho que te lo digan, la comida natural es un mito. Toda la comida es fruto de la
selección artifi cial, de la mejora genética y por tanto de la tecnología. Por eso, en un
tomate tienes más tecnología que en un iPhone 5, y además es más barata, con lo que todos podemos disfrutar de ella.»
En un momento en el que palabras como «natural», «ecológico» o «sin conservantes» inundan el etiquetado de los productos que compramos, Comer sin miedo ofrece un análisis¡ científico y documentado de la realidad de los alimentos y de sus supuestas virtudes. J. M. Mulet, experto en bioquímica y biología molecular, revela qué hay de cierto y qué hay de mito en la información que circula sobre lo que nos llevamos a la boca, desmontando con ironía y humor un sinfín de falacias y mitos.
Radicalmente en contra de la demonización de la intervención humana en los alimentos, nos demuestra que hoy la comida es más segura que nunca en la historia de la humanidad, que por fin tenemos el privilegio de poder comer sin miedo.
«Por mucho que te lo digan, la comida natural es un mito. Toda la comida es fruto de la
selección artifi cial, de la mejora genética y por tanto de la tecnología. Por eso, en un
tomate tienes más tecnología que en un iPhone 5, y además es más barata, con lo que todos podemos disfrutar de ella.»
A
pesar de que nos sentamos a la mesa dos o tres veces al día, la comida a menudo
es la gran olvidada en los libros de historia, de ciencia o en la literatura.
Sabemos cómo vestían los romanos, cómo hablaban, cómo construían, cómo se
gobernaban..., pero ¿cuántos saben qué comían? No es extraño ver películas o
libros donde la ambientación y el vestuario están cuidados al detalle, y sin
embargo en los ágapes aparecen tomates o pimientos siglos antes de que fueran
traídos a Europa. En la literatura y en el cine, los personajes se reúnen alrededor
de la mesa, celebran los grandes momentos de su vida con banquetes, tienen
comidas familiares o las cenas íntimas preceden a las escenas románticas (o
fogosas)..., incluso a veces ni siquiera acaban de cenar.
A
pesar de esta preponderancia de la mesa y los ágapes, la descripción de la
comida, si existe, suele ocupar unas pocas palabras o no merecer ni un mísero
plano. ¿Quién se acuerda de qué había en la mesa en la famosa escena entre
Jessica Lange y Jack Nicholson en El cartero siempre llama dos veces? ¿O qué
pasta estaban elaborando Sofia Coppola y Andy García cuando empiezan a
achucharse en El padrino III? ¿Qué había en la mesa en la famosa cena de los
mendigos de Viridiana? De la misma forma, en muchos momentos de nuestra vida
recordaremos con quién hemos compartido la mesa, de qué hemos hablado, qué
acuerdos hemos cerrado, pero pocas veces qué comimos. ¿Quién se acuerda del
menú del día de su boda?
Los
libros de texto de ciencias tampoco dejan en mejor lugar la comida. En química
nos explican las relaciones ácido base, pero no que un cambio de acidez es el
responsable de la elaboración del yogur. En física nos explican el concepto de calor
específico, pero no que este es responsable de que una fritura se quede más o
menos aceitosa. En biología nos hablan de microorganismos, pero no que el hombre
utilizó la biotecnología por primera vez hace milenios para la elaboración del queso
o del vino. De hecho, para entender para qué sirve la comida, hay que mirarla
con un poco de perspectiva, alejarse un poco..., hasta tener en el campo visual
el universo entero.
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