Leah,
es protagonista de la primera parte, que tratar de vivir una vida lo más normal
posible, pero que por su inocencia pierde las riendas y los sucesos trágicos
van llegando a su vida uno tras otro. En la segunda parte Félix lleva la
historia de superación, de motivación y de tratar de ayudar a los demás, a
pesar de ser un duro e inocuo trabajo vuelve a dar oportunidades.
Keisha,
gran amiga de Leah comienza la tercera parte pero es Natalie, como realmente la
llaman, quien centra la trama, ella trata de llegar a la universidad y hacer
amistades con lo poco que tiene y gracias a su gran amiga supera las trabas
establecidas por los campus de la universidad. En la cuarta y última parte
Nathan camina por las calles de Londres junto a Natalie, en una noche lluviosa
y caminando éste cuenta sus problemas a la chica, sus problemas, pero sobre
todo las consecuencias de aquellos que, cuando las sociedad los ignora, se
pierden.
Zadie
demuestra en este texto como la sociedad del noreste de Londres se entrecruza
las razas, las palabras, los actos… Ante nosotros se despliegan las vidas que
se cruzan constantemente de Leah, Keisha/Natalie, Felix y Nathan, todos negros
salvo Leah, que es irlandesa (lo cual en Londres equivale a ser negro) todas
ellas con un pasado alocado en su adolescencia y, triste u oscura según el
caso, treinta años después, todos ellos alrededor del noreste. En la novela esa
zona de Londres se describe minuciosamente, entre los artistas, los
inmigrantes, los bloques con jardín de curiosos nombres, también la lamentable
situación de aquellos que se han abandonado y no quieren ni aceptan la ayuda.
Un libro coral y multicultural de aquellos que tuvieron sueños, del paso del
tiempo y las promesas olvidadas en el largo camino hacia que empieza en la
adolescencia y termina en una oscura madurez de descubrimiento todo ello hace
de esta novela un enorme retrato de la sociedad que dejó atrás la inocencia y
se encontró perdido en mitad de la nada. En definitiva un gran libro que nos
habla de aquello que fuimos, de lo que perdimos en el camino, de los malos
hábitos que queremos superar, de aquellos que quieren formar parte y son
ignorados todo ello con una narración posmoderna; en cada uno de sus capítulos
narra y divide de diferentes formas las vivencias de sus personajes, unas
escritas en grandes párrafos y casi sin pausas y otras en cambio con frases y
pequeños párrafos dividido en cuatro partes (visitación, invitado, anfitriona y
travesía) todos ellos con un toque de humor pues sus personajes tratan esos
sucesos de la mejor manera posible, con comentarios que se acercan a la comedia.
Recomendado
para aquellos que les gusten las novelas cosmopolitas de grandes metrópolis
inabarcables que describen a sus habitantes, también para aquellos que quiera
descubrir a una autora, original, atrevida y valiente en su forma de narrar y
en el fondo de su escrito, y por último para aquellos que quieran saber cómo
viven aquellos que viven por barrios en los que el racismo para los hijos de
inmigrantes sigue estando a pie de calle.
Extractos:
A todo el mundo le parece obvio
menos a Leah. Para su madre es obvio.
—¿Cómo te has vuelto tan boba?
—Parecía desesperada. Lo estaba.
—Yo sí que estaba desesperada en
Grafton Street, y también en Buckley Road. Todos estábamos desesperados. Pero
no íbamos por ahí robando.
Suspiro de tristeza estática. Leah
se lo imagina muy bien: el flequillo cano que se alborota, el busto floreado
que se eleva. Su madre se ha convertido en una lechuza irlandesa de estupendo
plumaje. Todavía en Willesden, posada a perpetuidad.
—¡Treinta libras! Treinta libras
para un taxi al Middlesex. No cuesta tanto ni a Heathrow. Si vas a regalar el
dinero, ya podrías aflojar algo en esta dirección.
—Puede que vuelva.
—¡Antes que ella volverá el
mismísimo Jesucristo! Este fin de semana anduvieron dos por aquí. Las vi venir
calle abajo, llamando a los timbres. Las reconocí enseguida. El crack. ¡Qué
asco de vicio! Las veo por el barrio cada día, cerca de la estación. Jenny
Fowler, la que vive en la esquina, le abrió la puerta a una. Me contó que iba
drogada hasta las cejas. ¡Treinta libras! Eso te viene de tu padre. Nadie que
lleve mi sangre picaría con una idiotez semejante. ¿Qué te ha dicho tu Michael?
Al final resulta menos fastidioso
admitir el Michael que oír ese Mi-sheel circulando por la boca como el sabor de
algo turbio.
—Dice que soy idiota.
—Bueno, es que lo eres. Su gente no
se deja engañar con tanta facilidad.
Todos ellos son nigerianos, todos,
da igual que sean franceses o argelinos: son nigerianos; para Pauline toda
África es básicamente Nigeria, esos taimados nigerianos que en Kilburn son
ahora los dueños de todas las cosas que antes eran de los irlandeses, y cinco
enfermeras de su equipo son nigerianas, no irlandesas como antes; o por lo
menos Pauline las considera nigerianas, y no hay ningún problema con ellas
siempre y cuando no les quites la vista de encima. Leah pone el pulgar sobre su
alianza. Empuja el aro con fuerza.
—Mira, a lo que iba es a que nadie
quiere ver este sitio arreglado más que yo. Aquí no ha habido un rodaje
desde... desde cuando fuera, y esa azotea está pidiendo a gritos que alguien filme
en ella, en serio, es absurdo dejarla ahí muerta de asco. Tiene una de las
mejores vistas de Londres. De verdad creo que os interesa que el sitio sea más
atractivo para invertir en él. Pero en lo que respecta a buscar inversores no
habéis pegado ni golpe.
Erik se encogió un poco dentro de
su traje. Daba igual qué tonterías le salieran de la boca, el acento de Annie
obraba milagros. Félix la había visto usar aquella magia para salir de algunos
aprietos bastante feos, hasta cuando se presentaba la gente de los subsidios,
hasta una vez en que la policía hizo una redada en el burdel de abajo y ella
tenía una apreciable bolsa de heroína sobre la mesilla de noche. Era capaz de
convencer a cualquiera de que se volviera por donde había venido. Era capaz de
caer, caer y caer sin llegar nunca al suelo. Su tío abuelo, el conde, era dueño
del suelo, el que había bajo aquel edificio y bajo todos los demás edificios de
la calle, bajo el cine, las cafeterías y el McDonald’s.
—Pues me parece increíble que una
débil mujer que vive sola y casi nunca sale de su apartamento tenga que pagar
lo mismo que unas «empresarias» que reciben a sus visitas masculinas
aproximadamente cada ocho minutos... ¡Pum, pum, pum! —gritó marcando el ritmo
con los pies—. Eso es lo que está haciendo polvo la puta moqueta. Todo el día para
arriba y para abajo. Las visitas masculinas que van por la escalera. —Erik miró
a Félix con ojos consternados—. Ese —dijo Annie señalando con el dedo— no es
una visita masculina. Es mi novio. Se llama Félix Cooper. Es cineasta. Y no
vive aquí. Vive en el noroeste de Londres, en una zona muy mona llamada
Willesden de la que probablemente nunca has oído hablar, y te aseguro que sería
una equivocación relegarla al olvido porque en realidad es un sitio muy
interesante, con mucha «diversidad». Dios, menuda palabreja. Y lo cierto es que
los dos somos personas muy independiente con trayectorias muy distintas y
simplemente preferimos mantener nuestra independencia. Es bastante habitual,
¿verdad que sí?, tener...
62. Montaigne
Hay un país donde las vírgenes
exponen abiertamente sus partes íntimas para que las monten hombres casados.
Hay otro con burdeles masculinos. Hay otro donde se llevan varas doradas
atravesadas en los pechos o las nalgas y donde la gente se limpia las manos en
los testículos. Hay sitios donde se comen a la gente. Hay otros donde el padre
decide, cuando la criatura todavía está en el vientre materno, si se la
quedarán para criarla o bien la matarán o abandonarán. Kirkwood levantó la mano
para detener esta crónica.
—Como es natural —dijo—, a toda esa
gente sus costumbres les parecen lo más normal del mundo.
Unos cuantos estudiantes se rieron.
Natalie Blake y Rodney Banks intentaron hallar el artículo aludido en las
páginas de la edición barata que compartían (solían comprar un solo ejemplar de
cada libro y en cuanto lo terminaban lo vendían a alguna de las tiendas de
segunda mano que había en los alrededores de la biblioteca universitaria). Pero
el título no parecía estar ni en el sumario ni en el índice, y el hecho de que
siguieran sin hablarse dificultaba la cooperación.
—¿Qué lección hay aquí para un
abogado? —preguntó Kirkwood.
El notable joven levantó la mano.
Incluso desde el sitio donde estaba sentada, Natalie le vio los anillos que
llevaba en los dedos morenos y un elegante reloj con correa de cocodrilo que
parecía más antiguo que el mismo Kirkwood.
—Que aunque uno pueda presentarse
en los juzgados armado de razón —dijo—, vivimos en un mundo de sinrazón.
La calle era más larga y ancha que
nunca. Las casas estaban muy alejadas de la calzada, parecían escondrijos, como
si la gente que vivía en ellas todavía tuviera miedo de los bandoleros que
daban nombre al lugar. A Natalie le parecía imposible que pudieran llegar al
final.
—¿Llevas dinero encima?
—No.
—Podríamos pillar dos latas.
—Que no llevo nada encima, Nathan.
Caminaron un rato en silencio.
Nathan iba pegado a las paredes y nunca ocupaba el centro de la acera. Natalie
advirtió que ya no lloraba ni temblaba, y que, de todas las emociones del mundo,
el miedo era la que más costaba retener más de un momento. Le resultaba
irresistible aquel despliegue de las texturas del mundo: piedra blanca, césped
verde, óxido rojo, pizarra gris, mierda marrón. Resultaba casi agradable
caminar hacia ninguna parte. Cruzaron la calle, Natalie Blake y Nathan Bogle, y
siguieron subiendo, dejando atrás las casonas estrechas y rojas divididas en
apartamentos, subiendo hacia la gente rica. El mundo de los bloques quedaba muy
lejos de ellos, al pie de la colina. Empezaron a aparecer las casas
victorianas, al principio solamente unas cuantas y después multiplicándose.
Grava limpia en las entradas, persianas de madera blanca en las ventanas.
Vallas publicitarias de inmobiliarias sujetas a las cancelas de las verjas.
Algunas de las casas valían veinte
veces más que una década atrás. O treinta.
Ya lo creo.
Siguieron andando. En la acera, el
ayuntamiento había plantado a intervalos una hilera de plátanos, arbolitos
jóvenes protegidos con un rollo de plástico alrededor del tronco. Uno de ellos
ya había sido arrancado de raíz y otro partido por la mitad.
Editorial: Salamandra
Autor: Zadie Smith Páginas: 384
Precio: 20 euros
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