Jaume
Cabré
Yo
confieso
Entonces
apareció Carolina Amato. Salió de casa con la melena corta al viento, cruzó la
calle y fue directamente al puesto de guardia de Fèlix, él que creía que se
había camuflado perfectamente. Y cuando llegó, lo miró con una sonrisa radiante
pero silenciosa. Él tragó saliva, apretó la cajita en el bolsillo, abrió la
boca y no dijo nada.
—Yo
también —respondió ella. Y al cabo de muchas campanadas—: ¿Te ha gustado?
—No
sé si puedo aceptarlo.
—El
gioiello es mío. Me lo regaló mi tío Sandro cuando nací. Lo trajo él de Egipto.
Ahora es tuyo.
—¿Qué
van a decir tus padres?
—Es
mío y te lo doy: no van a decir nada. Es una prenda mía.
Y
lo tomó de la mano. A partir de ese momento, cayó el cielo sobre la tierra y
Abelardo se concentró en el tacto de la piel de Eloísa, quien lo arrastró hasta
un vicolo anónimo, lleno de porquería, pero que olía a rosas de amor, y lo
condujo al interior de una casa cuyas puertas estaban abiertas, en la que no
había nadie, mientras las campanas repicaban y una vecina gritaba por la
ventana anuntio vobis gaudium magnum, Elisabetta, la guerra é finita! Pero los
dos amantes iban a iniciar una batalla esencial y no oyeron la proclama.
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