Mircea Cărtărescu
Lulu
Apoyado
en la valla de la pista de salto de longitud, en compañía de Angeru, un tipo
desvaído de sonrisa cínica, Papa canturreaba ahora «Arriba, trabajadores, y
adelante / en el camino de la victoria final», con un estribillo improvisado
que retumbaba obsesivo, «Nal, nal, todo es anal» y que hacía los de alrededor
se partieran de la risa. Buzdugan, al que crecía una barba verdosa desde el
noveno curso, hojeaba, recostado contra el poste del marcador, una revista de
rock vanguardista, llena de fotos de AC/DC
en concierto. En torno a él se habían arremolinado siete u ocho colegas,
indignados porque, en un artículo que Cici traducía del inglés, se atacaba sin
piedad al grupo Queen. Su música era
calificada como musak y ellos, faggots.
No se les perdonaba, sobre todo, las camisas de seda blanca que llevaban en sus conciertos, el colmo del conformismo burgués, en opinión del autor del artículo. Una chica con la frente salpicada de granos intentaba pasar de página y leía por detrás. Con un pulóver suave, de mohair rosa caramelo, permanecía, un poco apartada, la bella, dócil y pura Clara, con su rostro de cristal y sus ojos azul claro, una niña a la que nadie podía imaginar creciendo y transformándose en mujer. «No te preocupes, que también ella acabará en una cama», murmuraba alguno por la tarde, en las horas de taller, al verla afanarse con un destornillador en un adaptador de corriente (que desechábamos por docenas), como estuviera retirando con delicadeza los pétalos de una rosa en busca de los estambres. Más apartado aún, sobre una valla de hierro devorada por la correhuela, estaba Titi, Titina —que así le llamaban—, con el ceño fruncido del joven Voltaire. Los chicos empezaban a jugar al fútbol con una lata de paté, las chicas charlaban en un rincón del que emanaba perfume, y yo, triste y confundido, olvidado, seguía recitando para mi: «Llueve la soledad en las horas inciertas, / cuando las calles se vuelven hacia el alba…».
No se les perdonaba, sobre todo, las camisas de seda blanca que llevaban en sus conciertos, el colmo del conformismo burgués, en opinión del autor del artículo. Una chica con la frente salpicada de granos intentaba pasar de página y leía por detrás. Con un pulóver suave, de mohair rosa caramelo, permanecía, un poco apartada, la bella, dócil y pura Clara, con su rostro de cristal y sus ojos azul claro, una niña a la que nadie podía imaginar creciendo y transformándose en mujer. «No te preocupes, que también ella acabará en una cama», murmuraba alguno por la tarde, en las horas de taller, al verla afanarse con un destornillador en un adaptador de corriente (que desechábamos por docenas), como estuviera retirando con delicadeza los pétalos de una rosa en busca de los estambres. Más apartado aún, sobre una valla de hierro devorada por la correhuela, estaba Titi, Titina —que así le llamaban—, con el ceño fruncido del joven Voltaire. Los chicos empezaban a jugar al fútbol con una lata de paté, las chicas charlaban en un rincón del que emanaba perfume, y yo, triste y confundido, olvidado, seguía recitando para mi: «Llueve la soledad en las horas inciertas, / cuando las calles se vuelven hacia el alba…».
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