Almudena
Grandes
El
lector de Julio Verne
Sí
que la había visto, no habría podido no verla porque estaba en una pared de la
oficina, clavada con cuatro chinchetas. Era un retrato de grupo, unos quince
hombres vestidos de paisano, entre los que se reconocía muy bien a Elías, por
el flequillo, a Celestino, por esa frente tan ancha que había dado lugar al
mote de su familia, a los dos Fingenegocios, y a algunos más, posando con tres
o cuatro mujeres, entre ellas Fernanda la Pesetilla, que llevaba un uniforme
blanco, como de cocinera, y estaba colgada del brazo de su marido, Nicolás
Saltacharquitos. En aquel retrato había también dos desconocidos, uno altísimo,
con el pelo rizado y unas gafas que debían de estar muy sucias, porque de sol
no eran, pero tampoco dejaban ver bien sus ojos, y otro que no lo era del todo,
porque medía un metro ochenta, tenía el pelo claro, los ojos de color miel, y
era muy, muy guapo, aunque en mi opinión no tanto como Sanchís. Todos ellos
estaban plantados en una acera, delante de la puerta de un bar, o un
restaurante, en cuyo toldo aparecía un nombre que cualquiera de nosotros sabía
leer de un tirón, «Casa Inés, la cocinera de Bosost». No se veía nada más que
eso, ni coches, ni otras personas, ni placas con el nombre de la calle, ningún
indicio de que aquella foto hubiera sido tomada en el extranjero. Por eso,
porque todo en ella era inconfundiblemente español, Paquito no era el único
habitante de Fuensanta de Martos que desconfiaba de que los guerrilleros hubieran
logrado huir, aunque nadie sabía qué pintaba una palabra tan rara, Bosost, en
todo aquello.
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