lunes, 21 de octubre de 2013

Crematorio de Rafael Chirbes



Rubén Bertomeu es el responsable de la urbanización desmedida de Misent, de crear los altos edificios de viviendas para los turistas o los veraneantes, no tiene escrúpulos a la hora de hacer tratos para recalificar terrenos u obtener los derechos necesarios para edificar sin complicaciones, su hermano a muerto y este tiene que ser llevado desde el hospital al crematorio, es ahí donde las relaciones de la familia Bertomeu empiezan a describirse en la novela.


Desde la hija del protagonista Silvia, una restauradora de arte, pasando por Ramón Collado, el hombre que hizo los trabajos sucios de su jefe o Traian el mafioso ruso viejo amigo de Ruben hasta Mónica, su joven y ambiciosa esposa. Todos ellos muestran un gran mosaico de la sociedad que supuso la burbuja inmobiliaria y, que tras la muerte del hermano del protagonista se verá juzgado por cada uno de sus personajes.

Chirbes nos muestra en sus largos párrafos la vida de un arquitecto absorbido por el capitalismo, por la avaricia y el dinero que han destruido por todo ello la costa y el medio ambiente de la zona. A lo largo de la novela somos conocedores de los pensamientos de todos y sabremos como sus sueños, ideales y pensamientos se han ido quemando y volviéndose polvo hasta desaparecer en el tiempo y en el espacio provocando la nostalgia a todos ellos de forma consciente o inconsciente. Las perspectivas de sus personajes nos aportan un gran reflejo sobre lo ocurrido a lo largo de los últimos años en este país, la visión desde el obrero que construye con esfuerzo hasta el encargado que se responsabiliza, desde la hija que trata de sobrellevar de la mejor manera los actos de su padre hasta el hermano que ve como su vida pasa de tener ideales a verlos derrumbados por el paso del tiempo. Los análisis del autor son siempre directos, certeros, crudos y, en algunos casos, crueles pero siempre son sinceros, frente a la realidad que viven sus personajes, los cuales viven una vida que, a pesar de tenerlo todo, descubren a cada paso que no tienen nada. En definitiva una novela que descubre que la historia de este país ha dado como fruto una existencia asfixiante, a través de unos personajes realistas con una vida que no disfrutan, una novela con una narración en bloque, que no deja descansar como a sus personajes y que a pesar de ello, quieres seguir para saber más sobre ellos. 

Recomendado para aquellos que quieran leer un análisis sobre la sociedad española que quedó tras la burbuja inmobiliaria, también para aquellos seguidores de Chirbes, en esta novela encontrarán una serie de personajes totalmente realistas y por último para aquellos que gusten de los libros que cuentan historias sobre familias, en esta darán con una descontenta y oscura, casi perdida de forma inconsciente.

Extractos:

La juventud no se sabe muy bien lo que quiere, y también yo quería algo, aunque sólo fuera hacer viviendas sociales (hacer la Karl-Marx-Hof mediterránea, con palmeras, buganvillas y galán de noche en el patio; aunque en Misent apenas hubiera obreros, no faltaban los pobres ni las viviendas insalubres); o, más tarde, edificios de esos que luego se llamaron emblemáticos, plantar hitos (auditorios, ayuntamientos, oficinas de correos, ciudades de la justicia); que los japoneses dijeran, éste es un Bertomeu canónico, leyendo en una guía y señalando un edificio, como hacen en el Paseo de Gracia de Barcelona ante los de Gaudí, claro que me hubiera gustado; o, aún más modestamente, hacer modélicas viviendas sin otra pretensión que la de que estuvieran bien hechas; de las que aparecen luego en los catálogos de arquitectura como modelo de economía, de discreción. Que alguien escribiera: en este caso, la estrella es el edificio, o mejor aún, la estrella será el inquilino que tenga la suerte de habitar este edificio luminoso, y que, al escribir algo así, se estuviera refiriendo a mi obra. Uno no elige dónde se verá obligado a pelear. La adolescencia, la primera juventud, una etapa tan resbaladiza como evanescente. No tocar suelo para no mancharse. Vivir en las ramas de los árboles como los monos, o como los personajes de aquella novela de Verne; trasladarnos de liana en liana por el cielo como Tarzán, Jane, la mona Chita, y Boy, ese niño nacido sin acoplamiento previo, fruto del aire. O como aquel baroncito de Calvino que no quería madurar y se quedó en los árboles, arrastrando el colchón de rama en rama. Seguramente, una educación a la vez de escasa calidad y demasiado exigente nos había dejado como boxeadores sonados. Se lo dije así muchos años después: lo nuestro era más de Disney que de ningún filósofo, una cosa entre Peter Pan y La dama y el vagabundo, ¿te acuerdas de lo que decía el perrito de La dama y el vagabundo?: uno es libre, decía, si toma lo mejor de la vida. Eso es caer del lado bueno, Matías, eres un personaje de Walt Disney, ni siquiera el Larry de El filo de la navaja con el que te identifica Silvia. Ese era más complicado, tenía otras dudas, otra textura, otras insatisfacciones. El perrito anarquista de Disney, que corre alegremente tras las gallinas en el corral y, cuando oye a sus espaldas los disparos del granjero, exclama: esto sí que es vida. Qué excitante sentir que corres tras los pollitos de la revolución, huyendo de los disparos del dueño de la granja, mientras seduces a la damita. Eso es todo: seguramente porque tienes miedo de no llegar a donde crees que se te pide, miedo de no ser capaz de cubrir las expectativas que has despertado, una educación exigente y de mala calidad acaba siendo una bomba de relojería. Sabíamos que lo que había era insoportable, pero ¿cuál fue el modelo que nos propusiste? ¿Cuál fue el mío propio? He sido el mayor, Matías. Antes de que tú alcanzaras la adolescencia, yo también quise algo, ¿quién no?, pero ¿qué era? La grasienta revolución mecánica de los soviéticos, la de las gavillas de arroz de los chinos, la de los albaneses con sus feos edificios y el viento ardiente corriendo entre las calles y levantando nubes de polvo; la urbana, la campesina, la del pueblo como un haz de clases benevolentes; la del proletariado, una clase exigente y poco amante de bromas, hombres de acero en marcha. Cuál quisimos.

Soy un ser civilizado, una mujer. Me gusta ver los escaparates repletos. Se lo digo a Rubén: Sólo con ver los escaparates cuando fuiste a Leningrado antes de que cayera el muro, se te tuvieron que quitar las tentaciones de ser comunista: tres cebollas al lado de un par de calcetines y un sujetador. No os riáis, creo que eran así los escaparates de la calle más elegante de Leningrado. Cuéntaselo, Rubén. Que lo oigan. Y él, como un pasmarote (un idiota, dice Silvia), prosiguiendo la narración que emprendió su mujer: En Berlín, en cuanto te descuidas te das de bruces con un canal, con una tapia, con una alambrada, con un solar cubierto de grúas, y media vuelta, volver a empezar. Otros veinte minutos caminando entre descampados. Entra, de nuevo, Mónica: Dónde están en Berlín esas calles que tiene París, ciudad cerrada, acabada desde hace casi dos siglos, con buenas tiendas a derecha e izquierda durante kilómetros y más kilómetros, escaparates que, en pleno invierno, llenan de colorido el paisaje, ropas caras, brillantes, relucientes, moirés, sedas, viscosas, satenes; dorados, azules, fucsias, verdes, añil, color de burdeos, color de champán; las joyas, los visones, los renards, se dice así, ¿verdad, Rubén?, renards, todo destellando en los escaparates. Eso no lo tienes en Berlín. Mónica dice que le gustan las joyerías de la Place Vendôme, las tiendas de la rue Sainte-Anne, de la rue de la Paix (se le llena la boca con la ri-de-la pé, y la plas-vandón como a todas las fulanas del mundo con pretensiones se les llenan las bocas desde hace doscientos años cuando cuentan que han comprado chucherías de lujo en alguna tienda de esas calles y plazas: palabras de Silvia), del Faubourg Saint-Honoré (tentonoré: lo pronuncia de un modo que parece taiwanés). A Mónica le gustan las fuentes con muchas ninfas y faunos que echan agua por la boca o por la punta de la flauta, Versalles, el Schônbrunn de Viena (chenbú: pronuncia como si citara una marca de chocolates de los años cincuenta o algo así, dice Silvia, muy afrocaribeño, como de libro de Carpentier: Ecué yamba O). Le gustan las fachadas con adornos, los ringorrangos, cariátides y atlantes, las elegancias de puta, de cocotte, que decían los clásicos del género sicalíptico: las lámparas con muchos caireles, las cortinas con muchos flecos. Sigue: La verdad es que Berlín no tiene el lujo elegante de París, no lo tiene. Lo tendría en su tiempo, debió tenerlo, se ve en las postales de principios del siglo xx, pero ya no, ya no tiene gran cosa, aunque ahora parece que se ve algo más, desde que están rehabilitando la ciudad, ya se ven ángeles y genios y caballos y carros flotando por los aires, sobre los tejados (es una cuadriga, no un carro, Mónica), en lo alto de las cúpulas, pero por lo general no es así, todo es bastante más duro, más seco, anguloso. Rubén, ¿verdad que la arquitectura alemana es todo ángulos? ¿No os lo digo? Desarbolado, desabrido. Lo moderno no tiene ni un adorno. Y a él le hace gracia; el que hablaba de la bauhaus y se burlaba de los ringorrangos del modernismo, de todos esos bibelots como de garçonnière de cocota proustiana que ahora almacena en casa; el que estuvo en Colmar viendo el retablo de Grünewald acompañando a su mujer enferma, moribunda, pero cuando aún parecía que la vida tenía que ajustarse a algún código, aunque no fuera más que un solo hilo del que sostenerse para no caer. El retablo de Colmar: Silvia, el sufrimiento es la única forma en que podemos pagarnos a nosotros mismos, el sufrimiento como moneda de redención.

Editorial: Anagrama 
Autor: Rafael Chirbes
Páginas:  424
Precio: 10,90 euros

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