martes, 18 de diciembre de 2012

Fragmentos Nº95: Muerte en primera clase

J. M. Guelbenzu 
Muerte en primera clase


La orilla le seducía tanto porque traía a su mente el paisaje de los belenes de Navidad con los que reproducían en casa, todos los años cuando eran niños, su hermano y ella, el nacimiento del niño Jesús a escala doméstica, un pequeño espacio ritual formado por ríos de plata, montañas de corcho, arena y musgo, y palmeras y las figuritas de los diversos oficios distribuidos en torno al portal de Belén, del que poco más tarde escaparían José, María y el niño rumbo a Egipto; pero el paisaje le recordaba sobre todo los belenes que montaban los centros comerciales y que su madre los llevaba a ver, reproducciones minuciosas y detalladas formadas por piezas de artesanía y algunos burdos mecanismos para hacer correr el agua, mover los molinos e iluminar la noche fingida ante el portal de Belén. Ahora, al caer la tarde, recorriendo esa orilla verde y albero, contemplaba con sensible placer las formaciones de plantas que parecían zumaques y las palmeras detrás de ellos; veía aparecer de tanto en tanto pequeñas viviendas, algunas coronadas por una antena parabólica ajena al belén; otras veces eran conjuntos de casitas sin techo, abiertas por arriba, con aspecto de haber quedado inacabadas. Los diques subían hasta el agua. Tras la primera línea de vegetación menudeaban unos árboles latos, acacias y sicomoros y algún otro que no reconoció, y también majestuosos papiros de considerable tamaño. Cuando desaparecían los diques, la hierba se alienaba con la orilla y allí se veían vacas oscuras y hombres y chiquillos metidos en el agua hasta las corvas; aquéllos inclinados sobre la superficie y abstraídos en su ocupación, que le recordaba la de los buscadores de almejas y gusana en la ría de San Pedro del Mar; los chiquillos se bañaban alborotando; de vez en cuando aparecía una barca de remo gobernada por el pescador, o atracada en alguno de los muelles, o varada en la orilla. Más adelante, el río se bifurcaba y aparecían manchas de arena en el suelo e islas herbáceas, sin arbolado y planas. Luego reaparecían los diques, volvían a desaparecer por tramos y entonces era la hierba la que de nuevo se alienaba con el borde del agua, incluso se acercaba al flanco del barco en algún estrechamiento. De pronto,  el suelo se elevaba otra vez y el barco se alejaba de la orilla: era un dique mucho más alto que los anteriores y, sobre él, una pequeña población de casas bajas. Vio aparecer una altísima chimenea de ladrillo y más allá un minarete iluminado con franjas de luces de colores, como una discoteca. Atardecía. Al pie de un dique que corría a lo largo de una extendida agrupación de casas había pantalanes que revelaban una actividad mayor. Caía la luz; un sol deslumbrante y declinante asomaba a ratos entre las copas de los árboles, despidiéndose. Pronto llegaría la oscuridad viva y fragante para dar paso a un cielo intensamente azulado que dejaría ver las estrellas, y las luces de tierra alumbrarían las entradas de las casas o asomarían por las ventanas en compañía de las voces de las familias.

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