El Levante de Mircea Cărtărescu
Traducción de Marian Ochoa de Eribe
Prólogo de Carlos Pardo
ISBN: 978-84-15979-38-8
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 240
PVP: 20,95 €
Mircea Cărtărescu
comenzó a escribir El Levante en 1987, cuando era un amargado profesor en una
escuela de barrio en Bucarest. Recién casado y con una hija pequeña, escribía
en la cocina, en su máquina de escribir Erika, sobre un mantel de hule; con una
mano tecleaba y con la otra mecía el cochecito de la niña.
Concluyó la obra pocos
meses antes de la caída del comunismo, sin soñar siquiera con la posibilidad de
publicarla. El resultado fue uno de los experimentos poéticos más fascinantes
escritos jamás: una epopeya heroico-cómica, que es también una aventura a
través de la historia de la literatura rumana, que sigue la técnica utilizada
por James Joyce en el capítulo del Ulises «Los bueyes del sol». Pero no hace
falta conocer la literatura rumana para disfrutar como un niño de las aventuras
del poeta Manoil, de Zotalis, de la bella Zenaida, del temible Yogurta, de los
piratas y ladrones que pululan por las aguas del Mediterráneo, y de
acompañarles en su propia Odisea, plagada de batallas, amores y deserciones. Un
delicioso escenario bizantino donde se confunden realidad y ficción, y un
cautivador relato que invita a una lectura gozosa, pueril, inolvidable.
Mira,
la noche se torna más cerrada y envuelve la Hélade; mira, las estrellas con sus
miles de destellos, amarillas como el azafrán, derraman sus copas en el mar de
mercurio y de ensueño. Apacibles medias lunas de oro se bañan en olas de lapislázuli.
La luna, un cuerno de estaño, ha partido de la cúspide de la mezquita y se ha
tendido sobre las olas como un parpado sobre la córnea, como la pestaña de una
odalisca sobre el rostro de un isicasta. La media luna se vuelve fríos añicos
sobre la bahía. El delfín asoma de las aguas y recoge polvo de oro de la bóveda
celeste. Un sudor dorado hace que brillen en la oscuridad los mástiles, y los odres
de las velas se hinchan bajo un cielo de icosari. El mar es liso como el
cristal, el cielo es de madreperla. El polvo de las estrellas ilumina como si
fuera de día, el Escorpión mueve su aguijón, las Pléyades se pasean por la bóveda,
las Osas brillan como piedras preciosas en un cofre, Géminis se inclina sobre
el parapeto de la esfera celestial. Todo lo que alcanza la vista son islas. El único
rumor que se escucha es el de la luna al deslizarse por las ruedas dentadas, como
esas Vírgenes que se asoman con el niño en brazos en la torre del reloj. Las
estrellas se arrojan a las olas y las olas a las estrellas.
Manoil,
tu despejada frente de poeta se ha posado sobre los pergaminos, y tu pesadumbre
se ha calmado. Gran Oriente, ¿cuándo has visto tú un espíritu más noble en tu
Eden? Hacia el alba, el converso Ibrahim lo despierta asustado:
—!Levántate,
efendi, que estamos rodeados de piratas: vienen en barcas hacia nosotros y en
la primera esta su jefe, Yogurta el Tuerto, el terror de los mares que bañan la
isla de Zante! !Aquí, en el Levante, su cabeza vale miles de monedas de oro! El
captura todos los caiques que le salen al paso, les perfora el casco y los
hunde. Amarran a los tripulantes a los mástiles y los hacen desaparecer junto
con la nave.
Manoil
salió a cubierta después de colocarse en el tahalí dos esplendidas pistolas traídas
de Londres. Tienen la culata de marfil y, en el canon, flores de plata. !Ay de
aquel al que apunte Manoil! Cuatro barcas alargadas se acercaban a la popa
atravesando un mar en calma. En la primera brillaban terriblemente bajo la luz
diez cimitarras. Otros tantos feces rojos se movían al ritmo de los remos
envueltos en fieltro. Los palicari del puente del caique se esconden tras los
cabrestantes, revisan la pólvora de los arcabuces, se encomiendan a los iconos
que llevan al cuello. Son solo siete, y los piratas, cuarenta. No se divisa
ninguna vela en el horizonte.
—!Estamos
perdidos! —grita lastimero el grumete Ianis.
Solo
Manoil conserva la calma. Contempla el amanecer sobre las aguas de napalm.
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