El asesinato de Margaret Thatcher de Hilary Mantel
256 páginas
ISBN: 978-84-233-4887-9
Tomo 1314
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfín
Traductor: José Manuel Álvarez
Flórez
El asesinato de
Margaret Thatcher es el relato central e inédito en el nuevo libro de la
autora británica que deslumbra por su calidad literaria y que comparten el
gusto por lo insólito, el sentido, a veces sangrante y siempre muy
sutil de la ironía británica y la capacidad de síntesis. En cada
historia la autora nos ofrece una pieza magistral de su peculiar arte y de
su manera de relatar, con una sonrisa cómplice, lo ridículo de cada
momento.
«La manera de narrar de Mantel urge al lector a suspender completamente su vida normal hasta haber finalizado el libro» The Sunday Times.
«La manera de narrar de Mantel urge al lector a suspender completamente su vida normal hasta haber finalizado el libro» The Sunday Times.
«Una escritora
genialmente vívida e ingeniosa» The Times.
Yo
no estaba segura de que Ijaz me otorgase ese respeto. Nuestra situación era
anómala y propicia al malentendido: yo tenía un visitante por la tarde. Él probablemente
pensara que sólo el tipo de mujer que corría muchos riesgos dejaba entrar en su
casa a un desconocido. Pero no podía barruntar qué era lo que pensaba en
realidad. Quizá una escuela de negocios en Miami o el tiempo que había pasado
en Occidente habían hecho parecer mi actitud más normal que no. Su charla era
tranquila ahora que me conocía, llena de chistes endebles de los que él mismo se
reía; pero luego estaban el golpeteo del pie, los tirones al cuello de la camisa,
el tamborileo de los dedos. Me había dado cuenta, escuchando mi grabación, de
que su situación estaba prevista en la lección 19: Le di la dirección a mi
chófer, pero cuando llegamos, no había ninguna casa en aquella dirección. Yo tenía
la esperanza de mostrar con mi vivaz camaradería lo que era sólo la verdad: que
en nuestra situación no podía haber nada anormal porque yo no sentía absolutamente
ninguna atracción hacia él; tan poca, que me sentía culpable por ello. La cosa
empezó a ir mal por ahí: por mi sensación de que debía corresponder al carácter
nacional que él me había asignado, y que no debía menospreciarle ni rechazar su
amistad para que no creyera que lo hacía porque era un Nacional de Tercer País.
Porque
su segunda visita y la tercera fueron una interrupción, casi una irritación. Al
no tener más opción en aquella ciudad, yo había decidido cultivar mi
aislamiento, mimarlo. Estaba enferma por entonces, y sometida a un régimen
feroz de medicamentos que me provocaba jaquecas cegadoras, me volvía un poco
sorda y me incapacitaba para comer aunque tuviese hambre. Los medicamentos eran
caros y había que importarlos de Inglaterra; la empresa de mi marido los traía
por correo. Se filtró la noticia y las esposas de la empresa decidieron que yo estaba
tomando medicamentos para estimular la fertilidad; pero yo no lo sabía, y mi
ignorancia hacía que nuestras conversaciones resultasen un tanto peculiares y
un poco amenazadoras para mí. ¿Por qué estaban siempre hablando, en los
momentos de sociabilidad empresarial forzada, de mujeres que habían sufrido
abortos pero ahora tenían un bebé saltarín en el cochecito? Una mujer más vieja
reveló que sus dos hijos eran adoptados; los miré y pensé: «Jesús, ¿de dónde
los sacó, del zoo?». Mi vecina paquistaní se sumó también al arrullo del
vástago que tendría yo próximamente: ella estaba al tanto de los rumores, pero
atribuí sus insinuaciones al hecho de que estaba embarazada de su primer hijo y
necesitaba compañía. La veía casi todas las mañanas para una pausa de charla y
café, y prefería inducirla a hablar sobre el islam, cosa bastante fácil; era
una mujer instruida y deseosa de enseñar. 6 de junio: «Pasé dos horas con mi
vecina — dice mi diario—, ampliando la brecha cultural».
Al
día siguiente, mi marido trajo a casa billetes de avión y mi visado de salida
para nuestras primeras vacaciones de vuelta a casa, para las que faltaban siete
semanas. Jueves, 9 de junio: «Encuentro un pelo blanco en mi cabeza». En
Inglaterra había elecciones generales, y estuvimos toda la noche levantados escuchando
los resultados en la emisión internacional de la BBC. Cuando apagamos la luz,
la hija del heredero brincó por mis sueños a los compases de Lillibulero. El
viernes era fiesta, y dormimos sin que nada nos molestase hasta la llamada a la
oración del mediodía. Empezaba el ramadán. Miércoles, 15 de junio: «Leí El caso
Twyborn y vomité esporádicamente».
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