martes, 9 de septiembre de 2014

Novedades, septiembre de 2014: Impedimenta



El devorador de calabazas de Penelope Mortimer 

Traducción de Magdalena Palmer 

ISBN: 978-84-15979-36-4
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 240
PVP: 19,95 €

Antes de que fuese chic que las amas de casa intercambiasen historias sobre su tristeza como intercambiaban recetas para el relleno del pavo, antes de que su vida pudiera considerarse literaria y de que una mujer desesperada inspirase interés en lugar de hartazgo, existió Penelope Mortimer.
La protagonista de esta ingeniosa comedia negra, una roman à clef intelectualmente impecable, la señora Armitage, ha pasado por cuatro matrimonios y es madre de un buen número de hijos. Pero quiere tener más ya que, en su opinión, traer hijos al mundo es algo que se le da bien. La maternidad es lo que hace de ella un ser humano importante, una idea que no encaja en los planes de su actual marido, Jake Armitage, un guionista de éxito que le hace creer que la única manera de salvar su matrimonio es impidiendo el nacimiento de un nuevo bebé. Se inicia así una lucha brutal en la que la señora Armitage es a la vez el campo de batalla, la víctima y la ejecutora.


—La casa en que vivimos —empecé—. La sala da al sur, tiene unas ventanas enormes, de guillotina, y basta que haga un poco de sol para que la sala se convierta en un invernadero, hace muchísimo calor. Y, claro, con el sol se ve más el polvo. Cuando la gente entra en la sala por primera vez, siempre dice que es una habitación preciosa, pero luego, pasado un rato, empieza a ver ciertas cosas. Casi siempre las mujeres, aunque también los hombres. Alguien escribió un artículo sobre Jake; dijo que él compraba libros, no yates. Bueno, la verdad es que no compra ni una cosa ni la otra. No compra nada. Lo que la gente nota son las quemaduras en la alfombra y las manchas de la pared. Jake bebe mucha cerveza de lata y ya sabe cómo salpica cuando se perfora la tapa. Y luego están los niños… Pues bien, nadie ha lavado esas paredes, a saber por qué, desde la última vez que las pintaron, hará unos dos años.
»Y es una habitación preciosa, desde luego. Me paso allí casi todo el tiempo; podría decirse que vivo allí. La conozco muy bien. Hay un cuadro a ese lado de la pared, ahí, justo al entrar, una cosa espantosa amarilla y verde, una de esas pinturas abstractas. Es de Jake. Aunque es el cuadro más horrendo del mundo, no nos deshacemos de él. También hay montones de revistas. Sencillamente no nos deshacemos de las cosas. Todavía guardamos en el trastero las bicicletas que nos trajimos del campo, y mira que han pasado años desde aquello. No sirven de nada. Y luego no tenemos sitio para poner las cosas nuevas.
»A lo que iba. Jake tiene un estudio en la planta baja; siempre solía escribir en ese estudio, en la época en que aún no se había mudado al despacho. Su despacho está en el barrio de St. James, ahora trabaja allí. Yo hace mucho que no voy. A Jake nunca le gustó trabajar en el estudio, se sentía solo. Siempre subía a hablar con alguien, con los niños, o conmigo, o con quienquiera que estuviese en casa. Se preparaba cosas para comer, siempre tenía hambre, le gustaba estar en la cocina. Jake es hijo único, claro. Los dos lo somos. Tenemos ocho dormitorios, pero solo un cuarto de baño. No sé qué más contarle…
Siguió un largo silencio. Pensé que a lo mejor él se había dormido. Esa chimenea de gas dormiría a cualquiera; debería poner un cazo con agua delante.
—¿Sigo?
—Por favor.
—¿No es ya la hora?
—Solo si usted quiere.
—Debería poner un recipiente con agua delante de esa chimenea, ¿sabe?
—¿Le parece demasiado calurosa?
—El problema es que la gente tira las cerillas en el recipiente y se quedan flotando allí durante días. Luego el agua se seca.

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