miércoles, 18 de junio de 2014

Novedades, junio de 2014: Destino



El don de Mai Jia

480 páginas
ISBN: 978-84-233-4806-0
Tomo 1292
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfín
Traductor: Claudia Conde

«Si se para a pensarlo —continuó el director—, un genio matemático, alguien que desde la infancia había estado en contacto íntimo con la interpretación de los sueños, un hombre que había estudiado la filosofía china y el pensamiento occidental, y que había explorado las complejidades de la mente humana, era alguien que tenía un don y había nacido para ser criptógrafo.»

Rong Jinzhen es un chico fuera de lo común: educado por un extranjero en la China de los años veinte, vive una infancia solitaria, sumergido en su propio mundo. Pero pronto desarrolla un don que lo hace extraordinario. Rong puede ver lo que nadie más ve, sus conocimientos van más allá de lo que una persona corriente puede entender. Convertido en un genio de las matemáticas conocido en todo el país, Rong es obligado a abandonar su carrera académica cuando es reclutado por el departamento de criptografía del servicio secreto chino.
Atrapado en las grietas de un sistema terrorífico, se convertirá en el mayor descifrador de códigos del país, pero deberá enfrentarse a un reto que nadie ha podido superar hasta el momento, poniendo a prueba los límites de la razón y la cordura. ¿Dónde acaba la genialidad y empieza la locura? Inusual, inclasificable, original, absorbente, fascinante, extraordinario y adictivo, El don, el mayor fenómeno literario en China, ha entrado por la puerta grande en su conquista de Occidente recibiendo el aplauso unánime de la crítica internacional.


Una mañana, la abuela Rong descorrió un panel deslizante de la pared, le enseno los lingotes de plata apilados detrás y le suplico que trajera a China a su abuelo. La única respuesta fue que era imposible, por dos razones. En primer lugar, el abuelo del joven ya era inmensamente rico y había perdido desde mucho tiempo atrás el deseo de ganar más dinero. Asimismo, era un hombre muy viejo y probablemente tendría miedo de atravesar el océano en esa época de su vida. Pero el joven le hizo una sugerencia práctica a la anciana. Le propuso que enviara a alguien de la familia a estudiar al extranjero.
Si Mahoma no iba a la montaña, entonces la montaña tendría que ir a Mahoma.
El siguiente paso fue encontrar a la persona adecuada entre la miríada de descendientes de la anciana. Los criterios para la selección eran básicamente dos. Ante todo, debía ser alguien cuyo sentido del deber filial hacia la abuela Rong fuera particularmente intenso, hasta el punto de estar dispuesto a sufrir por ella. Además, tenía que ser una persona inteligente e interesada en el estudio, capaz de aprender las complicadas técnicas de la interpretación de los sueños y la adivinación en el plazo más breve posible hasta lograr un nivel muy avanzado. Tras un cuidadoso proceso de selección, el elegido fue un nieto de veinte años llamado Rong Zilai. Así pues, provisto de una carta de recomendación redactada por el joven extranjero y con el encargo de encontrar la manera de prolongar la desdichada vida de su abuela, Rong Zilai se hizo a la mar en busca del saber. Un mes después, una noche de tormenta, mientras el vapor en que viajaba se abría paso entre las olas, su abuela sonó que un tifón devoraba el buque y lo mandaba a pique, convirtiendo así a su nieto en alimento de los peces. Presa del espanto causado por su sueño, la anciana dejo de respirar. La impresión le provoco una parada cardiaca y murió mientras dormía. Debido a la duración del viaje y a las dificultades de la travesía, cuando finalmente Rong Zilai se presentó ante su futuro instructor y le entrego con reverencial respeto la carta de presentación, el anciano le dio a su vez otra carta, con la noticia de que su abuela había muerto. La información siempre viaja más deprisa que las personas. Y, como sabemos por experiencia, el corredor más rápido siempre llega primero a la meta.
El anciano observo a ese joven llegado de tierras lejanas, cuya mirada era tan aguda e intensa que habría sido posible derribar con ella un pájaro en vuelo. El viejo maestro parecía interesado de verdad en tomar bajo su protección a ese alumno extranjero que llamaba a la puerta en el ocaso de su vida. Pero la abuela Rong había muerto, así que para el muchacho el estudio de las artes esotéricas ya no tenía sentido. Por eso, aunque agradeció la oferta del anciano, decidió emprender el viaje de regreso. Sin embargo, mientras esperaba un barco que lo llevara de vuelta, conoció a otro joven chino que estudiaba en la universidad. El joven lo llevó como oyente a un par de clases, y Rong Zilai ya no quiso marcharse, porque descubrió que había muchas cosas que necesitaba aprender. Decidió entonces alojarse con su amigo. Durante el día, asistía con él y con estudiantes de Bosnia y Turquía a clases de matemáticas y geometría; por la noche, frecuentaba las salas de conciertos con un estudiante de Praga. Disfrutó tanto de su estancia en aquella ciudad que no notó la rapidez con que pasaba el tiempo. Cuando por fin se dijo que había llegado el momento de volver, habían transcurrido siete años. En el otoño de 1880, Rong Zilai se embarcó junto con dos docenas de toneles de vino nuevo y emprendió la larga travesía de regreso a casa. Cuando llegó a su destino, bien entrado el invierno, el vino ya estaba en su punto, listo para ser bebido.
Como habría podido atestiguar cualquier habitante de Tongzhen, la familia Rong no había cambiado ni un ápice en esos siete años: el clan de los Rong seguía siendo el mismo, los comerciantes de sal continuaban siendo comerciantes de sal, la familia floreciente seguía floreciendo como siempre y el dinero continuaba entrando a espuertas, lo mismo que antes. Lo único diferente era el joven que había viajado al extranjero. Para empezar, ya no era joven, y había adoptado un nombre bastante peculiar: Lillie. John Lillie. Además, había contraído toda clase de hábitos extraños: se había cortado la trenza; ya no vestía túnica larga de seda, sino chaqueta corta; se había aficionado a beber vino del color de la sangre; jalonaba su discurso con palabras que sonaban como gorjeos de pájaro, y otras muchas cosas más. Lo más raro de todo era que ya no soportaba el olor de la sal. Cuando bajaba al puerto o al almacén de la familia y el olor punzante del salitre le asaltaba las fosas nasales, le sobrevenían arcadas y a veces incluso vomitaba bilis. Era particularmente incomodo que el hijo de un comerciante de sal no tolerara el olor de la sal. La gente lo trataba casi como si hubiera contraído una enfermedad vergonzosa. Más adelante, Rong Zilai explicaría lo sucedido: mientras atravesaba el océano en el viaje de regreso, había caído accidentalmente por la borda y había tragado tanta agua salada que había estado a punto de morir. El horror del incidente se le había quedado grabado en la medula de los huesos. Había tenido que hacer el resto del viaje manteniendo permanentemente en la boca una hoja de té, porque de lo contrario no habría podido resistirlo. Por supuesto, explicar lo sucedido era una cosa, y lograr que la gente lo aceptara y comprendiera era otra completamente distinta. Si no podía tolerar el olor de la sal, .como demonios iba a trabajar en el negocio de la familia? El jefe no se podía pasar la jornada entera con un puñado de hojas de té metidas en la boca.

Los cuerpos extraños de Lorenzo Silva

352 páginas
ISBN: 978-84-233-4829-9
Lomo 1297
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfin

Mientras pasa el fin de semana en familia, el brigada Bevilacqua recibe el aviso de que el cadáver de la alcaldesa de una localidad levantina, cuya desaparición había sido previamente denunciada por el marido, ha sido hallado por unos turistas en la playa. Para cuando Bevilacqua y su equipo llegan y se hacen cargo de la investigación, el juez ya ha levantado el cadáver, las
primeras disposiciones están tomadas y se está preparando el funeral.
El lugar es un avispero en el que se desatan todo tipo de rumores sobre la víctima, una joven promesa que venía a romper con los modos y corruptelas de los viejos mandarines del partido y que apostaba por renovar el modo de hacer política. Además, el descubrimiento de su agitada vida sexual, que puede calificarse de todo menos insípida, arroja sobre el caso una luz perturbadora.
Pero no hay mucho tiempo para indagar y en esta ocasión Bevilacqua y Chamorro deben apresurar una hipótesis en un fuego de intereses cruzados, en el que la causa de la joven política es también la causa de la integridad personal, de la que el país entero parece haberse apeado.


—Ya falta menos, mi comandante. Dentro de poco usted podrá dar cancha a gente más espabilada y yo podré ponerme al fin con todos los sudokus que tengo atrasados. ¿Puedo preguntar de dónde era alcaldesa la difunta y dónde le han interrumpido la trayectoria?
Me dijo el nombre de una localidad costera levantina de mediano tamaño que no me era desconocida. Había estado un par de veces por allí y recordaba vagamente su paseo marítimo. En realidad, a aquellas alturas, después de dos décadas levantando cadáveres por todo el territorio nacional, casi ninguna localidad, levantina o no, mediana o ínfima, me era desconocida, y casi de cualquiera guardaba algún vago recuerdo. También ocurre que con los años todos los lugares se acaban confundiendo un poco, en una suerte de caprichosa geografía personal que comunica sus calles y caminos como si todo el país o todo el mundo cupieran en una borrosa comarca por la que están condenadas a vagar la memoria y la imaginación del viajero que los recorrió.
—Allí es donde mandaba, zona de la Policía —me explicó—, pero su cuerpo ha aparecido en el término municipal de un pueblo vecino, mucho más pequeño, y por tanto de nuestra responsabilidad. Eso le va a permitir a su señoría contar en la instrucción del caso con el celo y la perspicacia que nos caracteriza, y que a ti te tocará demostrarle.
—Lo haré con el fervor que eso merece —prometí.
—No me cabe ninguna duda —dijo, y hasta me pareció que lo creía—. No sé mucho de las circunstancias, tal vez pueda contarte algo más a lo largo del día. Lo que me dicen es que la encontraron esta mañana unos turistas extranjeros en una playa sin urbanizar, una de las pocas que quedan por allí, y que suelen utilizar los que hacen nudismo, porque está más o menos apartada de las carreteras principales.
—Algún día habría que revisar el reparto de competencias.
Esto de correr con la seguridad de todos los despoblados nos carga con los peores marrones, aparte de incrementar la carga de trabajo.
—Es lo que hay, Vila, haberte metido a madero, además tendrías sindicato y podrías manifestarte sin que te arrestaran. En cuanto al cuerpo, no sé si por ponerla en consonancia con el entorno, me dicen que estaba desnudo de cintura para abajo. De cintura para arriba le dejaron solamente el sostén, por si crees que eso significa algo.
—Que es usted un poco cursi, mi comandante.
—¿Cómo?
—Mi sargento Chamorro me regañó una vez por usar esa palabra. Dice que mejor sujetador, que es como lo llama cualquier mujer.
—Pues el sujetador, si la sargento así lo manda. Ah, como único signo de violencia, marcas en el cuello de estrangulamiento, que en tanto el forense le hace la autopsia es la causa presunta de la muerte. También te interesará saber, creo, que el marido había denunciado de madrugada la desaparición, y que ya había un operativo buscándola cuando se recibió la llamada de los turistas. Y eso es todo por ahora.
—No está mal. Lo suficiente para amargarme el domingo.
—Hay una parte buena. El coronel me ha dicho que te llame pero que no hay necesidad de que te fastidie el fin de semana. Al parecer ha tenido un tira y afloja con el coronel de la comandancia, que quería que su gente de policía judicial asumiera la investigación. El trato es que ellos se encargan de todas las gestiones inmediatas, de hecho ya han levantado el cadáver y están haciendo el análisis de la escena del crimen, y nosotros llegamos mañana para hacernos cargo del paquete, con su apoyo. Lo que me toca a mí es llamar a su comandante para organizar cómo nos dan ese apoyo y hasta dónde les dejamos compartir la tarea. Prometo tenerte eso resuelto para cuando aterrices.
—Le estaría muy agradecido. A mis años y desde la modestia de mis galones de suboficial, no me apetece especialmente disputarle el territorio a un joven comandante sediento de ascensos y deseoso de mostrarse ante sus subordinados como un imbatible macho alfa.
—Por ese lado no te preocupes. Es una comandante.
Confieso que no pude evitar que se me alzaran las cejas. Dado el reciente acceso de las mujeres a las academias de oficiales del Cuerpo, no había muchas que hubieran alcanzado ese rango. De hecho, debía de ser una de las pioneras. Lo que no supe si interpretar como una suerte o como un contratiempo peor que el que me había imaginado. Dependería, como casi todo, del carácter y la actitud de la interesada.
—Igual le digo. Apáñese con ella, por favor.
—Descuida. Salís mañana a primera hora, ya me he encargado de que os reserven coche y el resto de la intendencia.
Te llevas a Chamorro y a Arnau, antes de que me los pidas. Es un embolado y tienes derecho a hacerte el equipo a tu gusto. Para que digas que soy un cabrón.
—Ni muy borracho me permitiría decir tal cosa, mi comandante.
—Pues eso es todo, por ahora. Mañana nos vemos. Dile por favor a tu madre que siento haber interrumpido la celebración.
—No se apure. Ya sabe la clase de pringado que echó al mundo.
—Míralo por el lado amable, Vila. Esto huele a que vuelven a adornarte el pecho, seguro. Vas a codearte con los que parten el bacalao.
—Sí, menuda potra tengo.
Para bien o para mal, ya había rebasado esa edad en que colgarse chatarra de la pechera el día de la patrona (que viene siendo el único en que un tipo como yo se pone el uniforme, para descubrir que desde la patrona anterior la dieta fue excesiva o el ejercicio físico insuficiente) le parece a uno una distinción. Como decía un veterano suboficial junto al que tuve la suerte de servir, las recompensas militares tienden a concederse en exceso cuando no hay demasiado valor que reconocer, y en cambio recaen siempre de menos sobre los que se juegan el pellejo cuando hay una guerra de verdad. Y en otro orden de cosas, más íntimo y amargo, a partir de cierto momento, lo que uno juzga realmente un privilegio son esos pechos despejados que ostentan en su desnudez el galardón más envidiable: la juventud de sus dueños y los años que todavía no les han cambiado por recuerdos y quincalla.

El paso de la hélice de Santiago Pajares

432 páginas
ISBN: 978-84-233-4831-2
Lomo 1298
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfin

David es un editor que trabaja en la editorial donde publica el misterioso escritor que, oculto tras el seudónimo de Thomas Maud, ha creado una de las sagas más brillantes y exitosas de la literatura: La hélice, leída por millones de personas en todo el mundo. Sin embargo, la editorial no ha recibido el nuevo y esperado volumen de la saga, y David acepta el encargo secreto de encontrar a Thomas Maud y conseguir ese libro que compromete el futuro de su
empresa. Pero ¿cómo encontrar a alguien que no desea ser encontrado? Siguiendo una única pista –el enigmático autor tiene seis dedos en su mano derecha–, sus pesquisas le conducirán a un pequeño pueblo del Valle de Arán, habitado por un elenco de los más extravagantes personajes. Paralelamente a la búsqueda de David, en la que se juega su matrimonio, su trabajo y su futura felicidad, uno de los millones de ejemplares de La hélice circula de mano en mano por Madrid transformando a aquellos con los que se encuentra, devolviéndoles por fin el protagonismo de sus propias vidas.


Se puso la chaqueta y se marchó.
En la puerta del restaurante se dedicó a buscar un taxi. Fue hasta la esquina para ver si venía alguno. Podría volver dentro e intentar que el maître le llamara uno, pero no le apetecía. Se había marchado sin dejar propina.
Vislumbró un taxi negro con una capota verde jade y levantó el brazo. El taxista no comprendía el español y el único portugués de David provenía de leer las cajas de cereales. Puso cara rara cuando David le leyó la dirección. Al final le tendió el móvil e introdujo la dirección en el navegador. David no pudo dejar de preguntarse en qué lugar estaba Leo que no conocían ni los taxistas.
—Eh..., si me devuelve el móvil... Gracias.
El conductor bajó la bandera y arrancaron. David había escogido un restaurante en el barrio de Belém precisamente porque estaba cerca de la casa de Leo. Mientras el taxi enfilaba la carretera del puerto, David repasó lo que había venido a hacer.
Leo Baela era uno de los autores de la editorial Khoan. David le tenía especial aprecio porque con él se había estrenado como editor hacía ya siete años. Pasó dos meses con Leo, mano a mano, editando su manuscrito, corrigiendo los puntos débiles y explotando los fuertes. Dios de otoño fue una novela bastante exitosa. Aunque comenzaron con una tirada de cinco mil ejemplares, las recomendaciones y la promoción funcionaron hasta el punto de que dos meses después tuvieron que hacer una segunda edición, y una tercera al mes siguiente. Cuando llegó la feria de Fráncfort, su agente vendió los derechos de traducción a once países en tres continentes. Esto permitió a Leo abandonar su trabajo como contable en una fábrica de calzado para dedicarse a escribir. Tanto quiso romper con su vida anterior que decidió trasladarse a Lisboa para escribir su segunda novela; y lo que parecía que iban a ser unos pocos meses en la capital portuguesa se acabó convirtiendo, gracias a conocer a Inês, la que ahora era su pareja, en su residencia permanente. Alquiló una casa de dos pisos con vigas a la vista y un jardín descuidado. Si uno se inclinaba desde una de sus ventanas, podía otear a lo lejos ese castillo en miniatura que era la torre de Belém. Allí, lejos de David y sus consejos se dedicó a escribir Nunca llueve en el norte, su segunda novela. Las dos primeras ediciones se vendieron sin problemas, pero el libro se estancó. El boca a boca no funcionó como en la primera, y las críticas fueron tibias comparadas con su primer libro. Su agente lo vendió a tres países, todos europeos. David, por su experiencia en la editorial, sabía que estas cosas pasaban, que a veces un libro, aun siendo bueno, no llegaba a funcionar, no conectaba con los lectores. Sabía que el libro no tenía la magia de Dios de otoño, esa frescura de los autores noveles que suplen la inexperiencia con ganas e ilusión. Pero a veces los escritores ponían tanto de sí mismos y de su propia vida en su primera novela que cuando se disponían a escribir la segunda se encontraban vacíos. Y era entonces cuando las dudas, los miedos y la falta de confianza podían atenazar a un escritor que en su tercera novela se veía enfrentado a remontar una carrera que con el tiempo podía acabar en nada. David nunca había escrito, pero llevaba desde los veintiocho trabajando en la editorial y había tenido contacto con docenas de escritores. Si algo había aprendido es que podían resultar muy frágiles en ciertas ocasiones, y su trabajo era ayudarles y no presionarles más de la cuenta. Al fin y al cabo, no se trataba del número de lectores. Se trataba de libros. Se trataba de escritores. Y muchos de ellos, al comenzar, no eran conscientes del camino sinuoso y lleno de trampas que podía llegar a ser una carrera literaria.
Los lectores son exigentes y quisquillosos. Si un autor nuevo les deslumbra le guardarán fidelidad con una segunda novela, pero si ésta no es buena es muy probable que esa fidelidad desaparezca con la tercera. Entonces el autor puede sumirse en un mar de dudas, y es tarea del editor lanzarle un salvavidas en medio de esa tormenta.
David llevaba cuatro meses esperando el quinto capítulo. Leo tardaba en contestar los correos y no siempre atendía el teléfono, así que se había visto obligado a visitarle para indagar en lo que le estaba pasando. De buena gana se habría quedado con su mujer Silvia en casa, saliendo a cenar o viendo una película. En cambio, estaba solo en Lisboa recorriendo la carretera del puerto. Vio aparecer al otro lado de la bahía la estatua del Cristo Rey de Almada entre la bruma creada en la confluencia del río Tajo y el océano Atlántico, y sintió durante un instante que, aquella noche, iba a necesitar un poco de su ayuda.
David acariciaba el asiento de cuero sintético cuando el taxi abandonó la carretera del puerto y enfiló por callejuelas estrechas. No entendía lo que decía el taxista, pero por sus gestos comprendió que no era un buen barrio. En la plaza de Martim Moniz se detuvo y le dio a entender que la carrera había terminado. David no sabía si ése era el lugar o si el taxista no estaba dispuesto a adentrarse más. David pagó y se bajó. Atravesó la plaza buscando a alguien a quien preguntar. Encontró a una pareja joven y les mostró la dirección. Aunque no hablaban el mismo idioma le indicaron con señas, y así, saltando de pareja en pareja, acabó diez minutos después delante de la puerta de una casa de tres pisos revestida de azulejos descascarillados, desde donde se podía escuchar la música de la última planta. Llamó de nuevo a Leo, pero no contestó. Fastidiado por cómo estaba resultando lo que él preveía una noche tranquila, tocó el telefonillo. Sin mediar una palabra, le abrieron. Subió una angosta escalera hasta el tercer piso. La puerta estaba entreabierta. Se adentró en un estruendo de música electrónica entre una marea de gente que llenaba las habitaciones y pasillos de lo que parecía un dúplex. Una mujer con el pelo cardado y demasiados collares se abalanzó sobre él.
—Olá!

La ciencia del yoga de William J. Broad

440 páginas
ISBN: 978-84-233-4830-5
Lomo 269
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Imago Mundi
Traductor: Fernando Herreros de Tejada Jaraquemada

El yoga se ha convertido en el oxígeno del alma moderna que vive a toda velocidad por el ritmo de la vida cotidiana. Sus bondades recorren todo el mundo y cada vez hay más maestros que enseñan la disciplina. Sin embargo, esta creciente popularidad puede conllevar la banalización de la técnica y la exageración de sus efectos. William J. Broad, periodista científico y practicante habitual de yoga desde hace más de treinta años, se respalda en la ciencia para
separar lo que resulta realmente efectivo de lo que sólo es una falsa creencia, y revisa con riguroso espíritu científico las supuestas transformaciones del cuerpo y del alma que produce el yoga: la curación emocional, la tonificación muscular, la remisión de las depresiones o la exaltación del placer sexual.
Así, con un enfoque eminentemente práctico, Broad compila todo el conocimiento actual sobre el yoga e ilustra las principales posturas y técnicas que previenen lesiones y malas prácticas, centrándose en lo que la ciencia nos dice del yoga.
«Este libro pretende superar la confusión que rodea al yoga moderno y explicar qué nos dice la ciencia al respecto. Desentraña más de un siglo de numerosas investigaciones para distinguir entre lo que es verdad y lo que no, qué ayuda y qué perjudica y, lo que es casi tan importante, por qué.»


Ranjit Singh era un hombrecillo feo al que le gustaba rodearse de mujeres hermosas. De niño tuvo la viruela, que le hizo perder la visión del ojo izquierdo y le dejo con la cara marcada. Era analfabeto. Aun así, consiguió unir a las tribus enfrentadas del oeste de la India y construyo un imperio gracias a la fortaleza de su carácter. Se convirtió en maharajá del Punjab y amaso una enorme fortuna que incluía el Koh-i-Noor, en su día el diamante más grande del mundo. Podía ser generoso y, de hecho, aunque era sij, dono a un templo hindú una tonelada de oro. Genio militar, déspota en el trato y en el modo de gobernar, tenía un gran conocimiento del alma humana.
En 1837 tuvo noticia de que un yogui errante había llegado a la corte y se ofrecía para que lo sepultaran vivo con el único fin de mostrar sus poderes espirituales.2 El rey acepto financiar el experimento, pero antes tomo varias precauciones. Enterrarían al hombre en una pequeña construcción situada al lado del palacio y, para evitar posibles engaños, se tapiarían tres de las cuatro entradas del edificio con mortero y ladrillos, con lo que la estructura se convertiría en una macabra celda o una cripta.
Oficiales militares y médicos europeos observaron la preparación del yogui, que es probable que adoptara la postura del loto, sentado con las piernas cruzadas y los pies sobre los muslos. Un testigo comparo su imagen con un «ídolo hindú». A continuación, los auxiliares envolvieron al yogui en una sábana blanca de lino y lo metieron en una caja de madera, que introdujeron en un hoyo excavado en el suelo del edificio. No la cubrieron con tierra por deseo del yogui, que se había mostrado preocupado por la posibilidad de que lo atacaran las hormigas. Luego, los hombres del maharajá cerraron la caja con llave y, por último, bloquearon la única puerta accesible del edificio con un candado y levantaron un muro de barro para aislar la celda improvisada del mundo exterior.
Se comprobó que el edificio no tenía orificio alguno por el que pudiera pasar aire, ni pasadizo por donde pudiera introducirse comida. Los guardias lo vigilaban día y noche, mientras que un oficial superior de la corte controlaba regularmente la seguridad e informaba al maharajá.
La inhumación duró cuarenta días y cuarenta noches, un periodo que, desde tiempos bíblicos, representa la plenitud y los ciclos completos. Transcurrido este tiempo, el rey apareció en elefante, desmonto frente a la corte reunida y evaluó los resultados.
La sabana de lino estaba mohosa, como si se hubiera mantenido inmóvil durante mucho tiempo. Las piernas y los brazos del yogui estaban fríos, rígidos y resecos, y su piel, pálida. No le encontraban el pulso.
Entonces abrió los ojos.
Su cuerpo convulsiono con violencia y sus fosas nasales se ensancharon; pronto empezaron a oírse unos leves latidos. Al cabo de unos minutos, sus pupilas se dilataron y fue recuperando el color.
Al acercarse el maharajá, el yogui le pregunto con voz grave y casi inaudible: «.Ahora me crees?».
En el pasado, el yoga conformaba algo así como un país de las maravillas místico en el que las prácticas diferían de las occidentales en un abanico que iba de lo más mundano a lo casi inconcebible. La enseñanza de la disciplina, por ejemplo, se hacía en privado más que en clases compartidas y, lo que era más importante aún, muy pocas mujeres practicaban yoga. Esto es perfectamente comprensible, dadas las tendencias machistas de las sociedades antiguas. Pero las diferencias más radicales se encontraban en los modos de vida de muchos de sus seguidores.
A menudo los yoguis eran vagabundos que practicaban sexo ritual o showmen que ejecutaban todo tipo de contorsiones corporales a cambio de limosna, todo eso al mismo tiempo que dedicaban sus vidas a la más elevada espiritualidad. El yogui del Punjab no era una excepción. Los cronistas cuentan que iba por ahí repitiendo su hazaña del entierro «a cambio de una buena retribución», tal como señala uno de ellos. Tras sobrevivir a los cuarenta días de inhumación, había aparecido en público con un collar de perlas, brazaletes de oro, ropa de seda y paños de todo tipo como los que «los príncipes de la India solían concederles a las personas de distinción».
Los yoguis eran tanto gitanos como artistas de circo. Leían la mano, interpretaban sueños y vendían amuletos. Con frecuencia, los más piadosos se sentaban desnudos, con las barbas sin cortar y el pelo enmarañado, y se frotaban el cuerpo con cenizas de las piras funerarias para hacer hincapié en la temporalidad del mundo físico.
Había unos yoguis de una importante secta llamada Kanphata que tenían fama de ser secuestradores de niños. Con el fin de conseguir nuevos miembros, adoptaban huérfanos y, si surgía la oportunidad, compraban o robaban a los menores. Las buenas familias, como es comprensible, les tenían pavor. A veces, algunas bandas de yoguis aprovechaban las caravanas de comerciantes para conseguir dinero y comida de los vendedores en los mercados. En otras ocasiones, eran contratados como vigilantes, unos trabajos violentos podían acabar desembocando en lo que hoy en día conocemos como el chantaje de la protección.

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