El don de Mai Jia
480 páginas
ISBN: 978-84-233-4806-0
Tomo 1292
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfín
Traductor: Claudia Conde
«Si se para a pensarlo
—continuó el director—, un genio matemático, alguien que desde la
infancia había estado en contacto íntimo con la interpretación de los
sueños, un hombre que había estudiado la filosofía china y el
pensamiento occidental, y que había explorado las complejidades de la
mente humana, era alguien que tenía un don y había nacido para ser
criptógrafo.»
Rong Jinzhen es un chico fuera de lo común: educado por un extranjero en
la China de los años veinte, vive una infancia solitaria, sumergido en
su propio mundo. Pero pronto desarrolla un don que lo hace
extraordinario. Rong puede ver lo que nadie más ve, sus conocimientos van
más allá de lo que una persona corriente puede entender.
Convertido en un genio de las matemáticas conocido en todo el país,
Rong es obligado a abandonar su carrera académica cuando es reclutado por
el departamento de criptografía del servicio secreto chino.
Atrapado en las grietas de un sistema terrorífico, se convertirá en el
mayor descifrador de códigos del país, pero deberá enfrentarse a un reto
que nadie ha podido superar hasta el momento, poniendo a prueba los
límites de la razón y la cordura. ¿Dónde acaba la genialidad y empieza la
locura? Inusual, inclasificable, original, absorbente, fascinante,
extraordinario y adictivo, El don, el mayor fenómeno literario en China,
ha entrado por la puerta grande en su conquista de
Occidente recibiendo el aplauso unánime de la crítica internacional.
Una
mañana, la abuela Rong descorrió un panel deslizante de la pared, le enseno los
lingotes de plata apilados detrás y le suplico que trajera a China a su abuelo.
La única respuesta fue que era imposible, por dos razones. En primer lugar, el
abuelo del joven ya era inmensamente rico y había perdido desde mucho tiempo
atrás el deseo de ganar más dinero. Asimismo, era un hombre muy viejo y
probablemente tendría miedo de atravesar el océano en esa época de su vida.
Pero el joven le hizo una sugerencia práctica a la anciana. Le propuso que
enviara a alguien de la familia a estudiar al extranjero.
Si
Mahoma no iba a la montaña, entonces la montaña tendría que ir a Mahoma.
El
siguiente paso fue encontrar a la persona adecuada entre la miríada de
descendientes de la anciana. Los criterios para la selección eran básicamente dos.
Ante todo, debía ser alguien cuyo sentido del deber filial hacia la abuela Rong
fuera particularmente intenso, hasta el punto de estar dispuesto a sufrir por
ella. Además, tenía que ser una persona inteligente e interesada en el estudio,
capaz de aprender las complicadas técnicas de la interpretación de los sueños y
la adivinación en el plazo más breve posible hasta lograr un nivel muy
avanzado. Tras un cuidadoso proceso de selección, el elegido fue un nieto de veinte
años llamado Rong Zilai. Así pues, provisto de una carta de recomendación
redactada por el joven extranjero y con el encargo de encontrar la manera de
prolongar la desdichada vida de su abuela, Rong Zilai se hizo a la mar en busca
del saber. Un mes después, una noche de tormenta, mientras el vapor en que
viajaba se abría paso entre las olas, su abuela sonó que un tifón devoraba el
buque y lo mandaba a pique, convirtiendo así a su nieto en alimento de los
peces. Presa del espanto causado por su sueño, la anciana dejo de respirar. La
impresión le provoco una parada cardiaca y murió mientras dormía. Debido a la
duración del viaje y a las dificultades de la travesía, cuando finalmente Rong
Zilai se presentó ante su futuro instructor y le entrego con reverencial
respeto la carta de presentación, el anciano le dio a su vez otra carta, con la
noticia de que su abuela había muerto. La información siempre viaja más deprisa
que las personas. Y, como sabemos por experiencia, el corredor más rápido
siempre llega primero a la meta.
El
anciano observo a ese joven llegado de tierras lejanas, cuya mirada era tan
aguda e intensa que habría sido posible derribar con ella un pájaro en vuelo.
El viejo maestro parecía interesado de verdad en tomar bajo su protección a ese
alumno extranjero que llamaba a la puerta en el ocaso de su vida. Pero la abuela
Rong había muerto, así que para el muchacho el estudio de las artes esotéricas
ya no tenía sentido. Por eso, aunque agradeció la oferta del anciano, decidió emprender
el viaje de regreso. Sin embargo, mientras esperaba un barco que lo llevara de
vuelta, conoció a otro joven chino que estudiaba en la universidad. El joven lo
llevó como oyente a un par de clases, y Rong Zilai ya no quiso marcharse,
porque descubrió que había muchas cosas que necesitaba aprender. Decidió
entonces alojarse con su amigo. Durante el día, asistía con él y con
estudiantes de Bosnia y Turquía a clases de matemáticas y geometría; por la
noche, frecuentaba las salas de conciertos con un estudiante de Praga. Disfrutó
tanto de su estancia en aquella ciudad que no notó la rapidez con que pasaba el
tiempo. Cuando por fin se dijo que había llegado el momento de volver, habían
transcurrido siete años. En el otoño de 1880, Rong Zilai se embarcó junto con
dos docenas de toneles de vino nuevo y emprendió la larga travesía de regreso a
casa. Cuando llegó a su destino, bien entrado el invierno, el vino ya estaba en
su punto, listo para ser bebido.
Como
habría podido atestiguar cualquier habitante de Tongzhen, la familia Rong no
había cambiado ni un ápice en esos siete años: el clan de los Rong seguía
siendo el mismo, los comerciantes de sal continuaban siendo comerciantes de
sal, la familia floreciente seguía floreciendo como siempre y el dinero
continuaba entrando a espuertas, lo mismo que antes. Lo único diferente era el
joven que había viajado al extranjero. Para empezar, ya no era joven, y había
adoptado un nombre bastante peculiar: Lillie. John Lillie. Además, había
contraído toda clase de hábitos extraños: se había cortado la trenza; ya no vestía
túnica larga de seda, sino chaqueta corta; se había aficionado a beber vino del
color de la sangre; jalonaba su discurso con palabras que sonaban como gorjeos
de pájaro, y otras muchas cosas más. Lo más raro de todo era que ya no
soportaba el olor de la sal. Cuando bajaba al puerto o al almacén de la familia
y el olor punzante del salitre le asaltaba las fosas nasales, le sobrevenían
arcadas y a veces incluso vomitaba bilis. Era particularmente incomodo que el
hijo de un comerciante de sal no tolerara el olor de la sal. La gente lo
trataba casi como si hubiera contraído una enfermedad vergonzosa. Más adelante,
Rong Zilai explicaría lo sucedido: mientras atravesaba el océano en el viaje de
regreso, había caído accidentalmente por la borda y había tragado tanta agua
salada que había estado a punto de morir. El horror del incidente se le había
quedado grabado en la medula de los huesos. Había tenido que hacer el resto del
viaje manteniendo permanentemente en la boca una hoja de té, porque de lo
contrario no habría podido resistirlo. Por supuesto, explicar lo sucedido era
una cosa, y lograr que la gente lo aceptara y comprendiera era otra
completamente distinta. Si no podía tolerar el olor de la sal, .como demonios
iba a trabajar en el negocio de la familia? El jefe no se podía pasar la
jornada entera con un puñado de hojas de té metidas en la boca.
Los cuerpos extraños de Lorenzo Silva
352 páginas
ISBN: 978-84-233-4829-9
Lomo 1297
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfin
Mientras pasa el fin de
semana en familia, el brigada Bevilacqua recibe el aviso de que el cadáver de
la alcaldesa de una localidad levantina, cuya desaparición había sido
previamente denunciada por el marido, ha sido hallado por unos turistas en la
playa. Para cuando Bevilacqua y su equipo llegan y se hacen cargo de la investigación,
el juez ya ha levantado el cadáver, las
primeras disposiciones están tomadas y se está preparando el funeral.
El lugar es un avispero en el que se desatan todo tipo de rumores sobre la víctima, una joven promesa que venía a romper con los modos y corruptelas de los viejos mandarines del partido y que apostaba por renovar el modo de hacer política. Además, el descubrimiento de su agitada vida sexual, que puede calificarse de todo menos insípida, arroja sobre el caso una luz perturbadora.
Pero no hay mucho tiempo para indagar y en esta ocasión Bevilacqua y Chamorro deben apresurar una hipótesis en un fuego de intereses cruzados, en el que la causa de la joven política es también la causa de la integridad personal, de la que el país entero parece haberse apeado.
primeras disposiciones están tomadas y se está preparando el funeral.
El lugar es un avispero en el que se desatan todo tipo de rumores sobre la víctima, una joven promesa que venía a romper con los modos y corruptelas de los viejos mandarines del partido y que apostaba por renovar el modo de hacer política. Además, el descubrimiento de su agitada vida sexual, que puede calificarse de todo menos insípida, arroja sobre el caso una luz perturbadora.
Pero no hay mucho tiempo para indagar y en esta ocasión Bevilacqua y Chamorro deben apresurar una hipótesis en un fuego de intereses cruzados, en el que la causa de la joven política es también la causa de la integridad personal, de la que el país entero parece haberse apeado.
—Ya
falta menos, mi comandante. Dentro de poco usted podrá dar cancha a gente más
espabilada y yo podré ponerme al fin con todos los sudokus que tengo atrasados.
¿Puedo preguntar de dónde era alcaldesa la difunta y dónde le han interrumpido
la trayectoria?
Me
dijo el nombre de una localidad costera levantina de mediano tamaño que no me
era desconocida. Había estado un par de veces por allí y recordaba vagamente su
paseo marítimo. En realidad, a aquellas alturas, después de dos décadas
levantando cadáveres por todo el territorio nacional, casi ninguna localidad,
levantina o no, mediana o ínfima, me era desconocida, y casi de cualquiera
guardaba algún vago recuerdo. También ocurre que con los años todos los lugares
se acaban confundiendo un poco, en una suerte de caprichosa geografía personal
que comunica sus calles y caminos como si todo el país o todo el mundo cupieran
en una borrosa comarca por la que están condenadas a vagar la memoria y la
imaginación del viajero que los recorrió.
—Allí
es donde mandaba, zona de la Policía —me explicó—, pero su cuerpo ha aparecido
en el término municipal de un pueblo vecino, mucho más pequeño, y por tanto de
nuestra responsabilidad. Eso le va a permitir a su señoría contar en la instrucción
del caso con el celo y la perspicacia que nos caracteriza, y que a ti te tocará
demostrarle.
—Lo
haré con el fervor que eso merece —prometí.
—No
me cabe ninguna duda —dijo, y hasta me pareció que lo creía—. No sé mucho de
las circunstancias, tal vez pueda contarte algo más a lo largo del día. Lo que
me dicen es que la encontraron esta mañana unos turistas extranjeros en una
playa sin urbanizar, una de las pocas que quedan por allí, y que suelen
utilizar los que hacen nudismo, porque está más o menos apartada de las
carreteras principales.
—Algún
día habría que revisar el reparto de competencias.
Esto
de correr con la seguridad de todos los despoblados nos carga con los peores
marrones, aparte de incrementar la carga de trabajo.
—Es
lo que hay, Vila, haberte metido a madero, además tendrías sindicato y podrías
manifestarte sin que te arrestaran. En cuanto al cuerpo, no sé si por ponerla
en consonancia con el entorno, me dicen que estaba desnudo de cintura para
abajo. De cintura para arriba le dejaron solamente el sostén, por si crees que
eso significa algo.
—Que
es usted un poco cursi, mi comandante.
—¿Cómo?
—Mi
sargento Chamorro me regañó una vez por usar esa palabra. Dice que mejor sujetador,
que es como lo llama cualquier mujer.
—Pues
el sujetador, si la sargento así lo manda. Ah, como único signo de violencia,
marcas en el cuello de estrangulamiento, que en tanto el forense le hace la
autopsia es la causa presunta de la muerte. También te interesará saber, creo,
que el marido había denunciado de madrugada la desaparición, y que ya había un
operativo buscándola cuando se recibió la llamada de los turistas. Y eso es todo
por ahora.
—No
está mal. Lo suficiente para amargarme el domingo.
—Hay
una parte buena. El coronel me ha dicho que te llame pero que no hay necesidad
de que te fastidie el fin de semana. Al parecer ha tenido un tira y afloja con
el coronel de la comandancia, que quería que su gente de policía judicial
asumiera la investigación. El trato es que ellos se encargan de todas las gestiones
inmediatas, de hecho ya han levantado el cadáver y están haciendo el análisis
de la escena del crimen, y nosotros llegamos mañana para hacernos cargo del
paquete, con su apoyo. Lo que me toca a mí es llamar a su comandante para
organizar cómo nos dan ese apoyo y hasta dónde les dejamos compartir la tarea. Prometo
tenerte eso resuelto para cuando aterrices.
—Le
estaría muy agradecido. A mis años y desde la modestia de mis galones de
suboficial, no me apetece especialmente disputarle el territorio a un joven
comandante sediento de ascensos y deseoso de mostrarse ante sus subordinados
como un imbatible macho alfa.
—Por
ese lado no te preocupes. Es una comandante.
Confieso
que no pude evitar que se me alzaran las cejas. Dado el reciente acceso de las
mujeres a las academias de oficiales del Cuerpo, no había muchas que hubieran alcanzado
ese rango. De hecho, debía de ser una de las pioneras. Lo que no supe si
interpretar como una suerte o como un contratiempo peor que el que me había
imaginado. Dependería, como casi todo, del carácter y la actitud de la
interesada.
—Igual
le digo. Apáñese con ella, por favor.
—Descuida.
Salís mañana a primera hora, ya me he encargado de que os reserven coche y el
resto de la intendencia.
Te
llevas a Chamorro y a Arnau, antes de que me los pidas. Es un embolado y tienes
derecho a hacerte el equipo a tu gusto. Para que digas que soy un cabrón.
—Ni
muy borracho me permitiría decir tal cosa, mi comandante.
—Pues
eso es todo, por ahora. Mañana nos vemos. Dile por favor a tu madre que siento
haber interrumpido la celebración.
—No
se apure. Ya sabe la clase de pringado que echó al mundo.
—Míralo
por el lado amable, Vila. Esto huele a que vuelven a adornarte el pecho,
seguro. Vas a codearte con los que parten el bacalao.
—Sí,
menuda potra tengo.
Para
bien o para mal, ya había rebasado esa edad en que colgarse chatarra de la
pechera el día de la patrona (que viene siendo el único en que un tipo como yo
se pone el uniforme, para descubrir que desde la patrona anterior la dieta fue
excesiva o el ejercicio físico insuficiente) le parece a uno una distinción. Como
decía un veterano suboficial junto al que tuve la suerte de servir, las
recompensas militares tienden a concederse en exceso cuando no hay demasiado
valor que reconocer, y en cambio recaen siempre de menos sobre los que se
juegan el pellejo cuando hay una guerra de verdad. Y en otro orden de cosas, más
íntimo y amargo, a partir de cierto momento, lo que uno juzga realmente un
privilegio son esos pechos despejados que ostentan en su desnudez el galardón
más envidiable: la juventud de sus dueños y los años que todavía no les han
cambiado por recuerdos y quincalla.
El paso de la hélice de Santiago Pajares
ISBN: 978-84-233-4831-2
Lomo 1298
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfin
David es un editor que
trabaja en la editorial donde publica el misterioso escritor que, oculto tras
el seudónimo de Thomas Maud, ha creado una de las sagas más brillantes y
exitosas de la literatura: La hélice, leída por millones de personas en
todo el mundo. Sin embargo, la editorial no ha recibido el nuevo y esperado
volumen de la saga, y David acepta el encargo secreto de encontrar a Thomas
Maud y conseguir ese libro que compromete el futuro de su
empresa. Pero ¿cómo encontrar a alguien que no desea ser encontrado? Siguiendo una única pista –el enigmático autor tiene seis dedos en su mano derecha–, sus pesquisas le conducirán a un pequeño pueblo del Valle de Arán, habitado por un elenco de los más extravagantes personajes. Paralelamente a la búsqueda de David, en la que se juega su matrimonio, su trabajo y su futura felicidad, uno de los millones de ejemplares de La hélice circula de mano en mano por Madrid transformando a aquellos con los que se encuentra, devolviéndoles por fin el protagonismo de sus propias vidas.
empresa. Pero ¿cómo encontrar a alguien que no desea ser encontrado? Siguiendo una única pista –el enigmático autor tiene seis dedos en su mano derecha–, sus pesquisas le conducirán a un pequeño pueblo del Valle de Arán, habitado por un elenco de los más extravagantes personajes. Paralelamente a la búsqueda de David, en la que se juega su matrimonio, su trabajo y su futura felicidad, uno de los millones de ejemplares de La hélice circula de mano en mano por Madrid transformando a aquellos con los que se encuentra, devolviéndoles por fin el protagonismo de sus propias vidas.
Se
puso la chaqueta y se marchó.
En
la puerta del restaurante se dedicó a buscar un taxi. Fue hasta la esquina para
ver si venía alguno. Podría volver dentro e intentar que el maître le llamara
uno, pero no le apetecía. Se había marchado sin dejar propina.
Vislumbró
un taxi negro con una capota verde jade y levantó el brazo. El taxista no
comprendía el español y el único portugués de David provenía de leer las cajas
de cereales. Puso cara rara cuando David le leyó la dirección. Al final le
tendió el móvil e introdujo la dirección en el navegador. David no pudo dejar
de preguntarse en qué lugar estaba Leo que no conocían ni los taxistas.
—Eh...,
si me devuelve el móvil... Gracias.
El
conductor bajó la bandera y arrancaron. David había escogido un restaurante en el
barrio de Belém precisamente porque estaba cerca de la casa de Leo. Mientras el
taxi enfilaba la carretera del puerto, David repasó lo que había venido a
hacer.
Leo
Baela era uno de los autores de la editorial Khoan. David le tenía especial
aprecio porque con él se había estrenado como editor hacía ya siete años. Pasó
dos meses con Leo, mano a mano, editando su manuscrito, corrigiendo los puntos
débiles y explotando los fuertes. Dios de otoño fue una novela bastante
exitosa. Aunque comenzaron con una tirada de cinco mil ejemplares, las
recomendaciones y la promoción funcionaron hasta el punto de que dos meses
después tuvieron que hacer una segunda edición, y una tercera al mes siguiente.
Cuando llegó la feria de Fráncfort, su agente vendió los derechos de traducción
a once países en tres continentes. Esto permitió a Leo abandonar su trabajo
como contable en una fábrica de calzado para dedicarse a escribir. Tanto quiso
romper con su vida anterior que decidió trasladarse a Lisboa para escribir su
segunda novela; y lo que parecía que iban a ser unos pocos meses en la capital
portuguesa se acabó convirtiendo, gracias a conocer a Inês, la que ahora era su
pareja, en su residencia permanente. Alquiló una casa de dos pisos con vigas a
la vista y un jardín descuidado. Si uno se inclinaba desde una de sus ventanas,
podía otear a lo lejos ese castillo en miniatura que era la torre de Belém.
Allí, lejos de David y sus consejos se dedicó a escribir Nunca llueve en el
norte, su segunda novela. Las dos primeras ediciones se vendieron sin
problemas, pero el libro se estancó. El boca a boca no funcionó como en la
primera, y las críticas fueron tibias comparadas con su primer libro. Su agente
lo vendió a tres países, todos europeos. David, por su experiencia en la editorial,
sabía que estas cosas pasaban, que a veces un libro, aun siendo bueno, no
llegaba a funcionar, no conectaba con los lectores. Sabía que el libro no tenía
la magia de Dios de otoño, esa frescura de los autores noveles que suplen la
inexperiencia con ganas e ilusión. Pero a veces los escritores ponían tanto de
sí mismos y de su propia vida en su primera novela que cuando se disponían a
escribir la segunda se encontraban vacíos. Y era entonces cuando las dudas, los
miedos y la falta de confianza podían atenazar a un escritor que en su tercera novela
se veía enfrentado a remontar una carrera que con el tiempo podía acabar en nada.
David nunca había escrito, pero llevaba desde los veintiocho trabajando en la
editorial y había tenido contacto con docenas de escritores. Si algo había
aprendido es que podían resultar muy frágiles en ciertas ocasiones, y su
trabajo era ayudarles y no presionarles más de la cuenta. Al fin y al cabo, no
se trataba del número de lectores. Se trataba de libros. Se trataba de
escritores. Y muchos de ellos, al comenzar, no eran conscientes del camino
sinuoso y lleno de trampas que podía llegar a ser una carrera literaria.
Los
lectores son exigentes y quisquillosos. Si un autor nuevo les deslumbra le guardarán
fidelidad con una segunda novela, pero si ésta no es buena es muy probable que
esa fidelidad desaparezca con la tercera. Entonces el autor puede sumirse en un
mar de dudas, y es tarea del editor lanzarle un salvavidas en medio de esa
tormenta.
David
llevaba cuatro meses esperando el quinto capítulo. Leo tardaba en contestar los
correos y no siempre atendía el teléfono, así que se había visto obligado a visitarle
para indagar en lo que le estaba pasando. De buena gana se habría quedado con
su mujer Silvia en casa, saliendo a cenar o viendo una película. En cambio, estaba
solo en Lisboa recorriendo la carretera del puerto. Vio aparecer al otro lado
de la bahía la estatua del Cristo Rey de Almada entre la bruma creada en la
confluencia del río Tajo y el océano Atlántico, y sintió durante un instante
que, aquella noche, iba a necesitar un poco de su ayuda.
David
acariciaba el asiento de cuero sintético cuando el taxi abandonó la carretera
del puerto y enfiló por callejuelas estrechas. No entendía lo que decía el
taxista, pero por sus gestos comprendió que no era un buen barrio. En la plaza
de Martim Moniz se detuvo y le dio a entender que la carrera había terminado.
David no sabía si ése era el lugar o si el taxista no estaba dispuesto a
adentrarse más. David pagó y se bajó. Atravesó la plaza buscando a alguien a
quien preguntar. Encontró a una pareja joven y les mostró la dirección. Aunque
no hablaban el mismo idioma le indicaron con señas, y así, saltando de pareja
en pareja, acabó diez minutos después delante de la puerta de una casa de tres
pisos revestida de azulejos descascarillados, desde donde se podía escuchar la
música de la última planta. Llamó de nuevo a Leo, pero no contestó. Fastidiado por
cómo estaba resultando lo que él preveía una noche tranquila, tocó el telefonillo.
Sin mediar una palabra, le abrieron. Subió una angosta escalera hasta el tercer
piso. La puerta estaba entreabierta. Se adentró en un estruendo de música electrónica
entre una marea de gente que llenaba las habitaciones y pasillos de lo que
parecía un dúplex. Una mujer con el pelo cardado y demasiados collares se
abalanzó sobre él.
—Olá!
La ciencia del yoga de William J. Broad
440 páginas
ISBN: 978-84-233-4830-5
Lomo 269
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Imago Mundi
Traductor: Fernando Herreros de
Tejada Jaraquemada
El yoga se ha
convertido en el oxígeno del alma moderna que vive a toda velocidad por el
ritmo de la vida cotidiana. Sus bondades recorren todo el mundo y cada vez hay
más maestros que enseñan la disciplina. Sin embargo, esta creciente popularidad
puede conllevar la banalización de la técnica y la exageración de sus efectos.
William J. Broad, periodista científico y practicante habitual de yoga desde
hace más de treinta años, se respalda en la ciencia para
separar lo que resulta realmente efectivo de lo que sólo es una falsa creencia, y revisa con riguroso espíritu científico las supuestas transformaciones del cuerpo y del alma que produce el yoga: la curación emocional, la tonificación muscular, la remisión de las depresiones o la exaltación del placer sexual.
Así, con un enfoque eminentemente práctico, Broad compila todo el conocimiento actual sobre el yoga e ilustra las principales posturas y técnicas que previenen lesiones y malas prácticas, centrándose en lo que la ciencia nos dice del yoga.
«Este libro pretende superar la confusión que rodea al yoga moderno y explicar qué nos dice la ciencia al respecto. Desentraña más de un siglo de numerosas investigaciones para distinguir entre lo que es verdad y lo que no, qué ayuda y qué perjudica y, lo que es casi tan importante, por qué.»
separar lo que resulta realmente efectivo de lo que sólo es una falsa creencia, y revisa con riguroso espíritu científico las supuestas transformaciones del cuerpo y del alma que produce el yoga: la curación emocional, la tonificación muscular, la remisión de las depresiones o la exaltación del placer sexual.
Así, con un enfoque eminentemente práctico, Broad compila todo el conocimiento actual sobre el yoga e ilustra las principales posturas y técnicas que previenen lesiones y malas prácticas, centrándose en lo que la ciencia nos dice del yoga.
«Este libro pretende superar la confusión que rodea al yoga moderno y explicar qué nos dice la ciencia al respecto. Desentraña más de un siglo de numerosas investigaciones para distinguir entre lo que es verdad y lo que no, qué ayuda y qué perjudica y, lo que es casi tan importante, por qué.»
Ranjit
Singh era un hombrecillo feo al que le gustaba rodearse de mujeres hermosas. De
niño tuvo la viruela, que le hizo perder la visión del ojo izquierdo y le dejo
con la cara marcada. Era analfabeto. Aun así, consiguió unir a las tribus
enfrentadas del oeste de la India y construyo un imperio gracias a la fortaleza
de su carácter. Se convirtió en maharajá del Punjab y amaso una enorme fortuna
que incluía el Koh-i-Noor, en su día el diamante más grande del mundo. Podía
ser generoso y, de hecho, aunque era sij, dono a un templo hindú una tonelada
de oro. Genio militar, déspota en el trato y en el modo de gobernar, tenía un
gran conocimiento del alma humana.
En
1837 tuvo noticia de que un yogui errante había llegado a la corte y se ofrecía
para que lo sepultaran vivo con el único fin de mostrar sus poderes
espirituales.2 El rey acepto financiar el experimento, pero antes tomo varias
precauciones. Enterrarían al hombre en una pequeña construcción situada al lado
del palacio y, para evitar posibles engaños, se tapiarían tres de las cuatro
entradas del edificio con mortero y ladrillos, con lo que la estructura se convertiría
en una macabra celda o una cripta.
Oficiales
militares y médicos europeos observaron la preparación del yogui, que es probable
que adoptara la postura del loto, sentado con las piernas cruzadas y los pies
sobre los muslos. Un testigo comparo su imagen con un «ídolo hindú». A continuación,
los auxiliares envolvieron al yogui en una sábana blanca de lino y lo metieron
en una caja de madera, que introdujeron en un hoyo excavado en el suelo del
edificio. No la cubrieron con tierra por deseo del yogui, que se había mostrado
preocupado por la posibilidad de que lo atacaran las hormigas. Luego, los
hombres del maharajá cerraron la caja con llave y, por último, bloquearon la única
puerta accesible del edificio con un candado y levantaron un muro de barro para
aislar la celda improvisada del mundo exterior.
Se
comprobó que el edificio no tenía orificio alguno por el que pudiera pasar
aire, ni pasadizo por donde pudiera introducirse comida. Los guardias lo
vigilaban día y noche, mientras que un oficial superior de la corte controlaba
regularmente la seguridad e informaba al maharajá.
La
inhumación duró cuarenta días y cuarenta noches, un periodo que, desde tiempos bíblicos,
representa la plenitud y los ciclos completos. Transcurrido este tiempo, el rey
apareció en elefante, desmonto frente a la corte reunida y evaluó los
resultados.
La
sabana de lino estaba mohosa, como si se hubiera mantenido inmóvil durante mucho
tiempo. Las piernas y los brazos del yogui estaban fríos, rígidos y resecos, y
su piel, pálida. No le encontraban el pulso.
Entonces
abrió los ojos.
Su
cuerpo convulsiono con violencia y sus fosas nasales se ensancharon; pronto
empezaron a oírse unos leves latidos. Al cabo de unos minutos, sus pupilas se
dilataron y fue recuperando el color.
Al
acercarse el maharajá, el yogui le pregunto con voz grave y casi inaudible: «.Ahora
me crees?».
En
el pasado, el yoga conformaba algo así como un país de las maravillas místico
en el que las prácticas diferían de las occidentales en un abanico que iba de
lo más mundano a lo casi inconcebible. La enseñanza de la disciplina, por
ejemplo, se hacía en privado más que en clases compartidas y, lo que era más
importante aún, muy pocas mujeres practicaban yoga. Esto es perfectamente comprensible,
dadas las tendencias machistas de las sociedades antiguas. Pero las diferencias
más radicales se encontraban en los modos de vida de muchos de sus seguidores.
A
menudo los yoguis eran vagabundos que practicaban sexo ritual o showmen que
ejecutaban todo tipo de contorsiones corporales a cambio de limosna, todo eso
al mismo tiempo que dedicaban sus vidas a la más elevada espiritualidad. El
yogui del Punjab no era una excepción. Los cronistas cuentan que iba por ahí
repitiendo su hazaña del entierro «a cambio de una buena retribución», tal como
señala uno de ellos. Tras sobrevivir a los cuarenta días de inhumación, había aparecido
en público con un collar de perlas, brazaletes de oro, ropa de seda y paños de
todo tipo como los que «los príncipes de la India solían concederles a las
personas de distinción».
Los
yoguis eran tanto gitanos como artistas de circo. Leían la mano, interpretaban sueños
y vendían amuletos. Con frecuencia, los más piadosos se sentaban desnudos, con las
barbas sin cortar y el pelo enmarañado, y se frotaban el cuerpo con cenizas de
las piras funerarias para hacer hincapié en la temporalidad del mundo físico.
Había
unos yoguis de una importante secta llamada Kanphata que tenían fama de ser
secuestradores de niños. Con el fin de conseguir nuevos miembros, adoptaban huérfanos
y, si surgía la oportunidad, compraban o robaban a los menores. Las buenas
familias, como es comprensible, les tenían pavor. A veces, algunas bandas de
yoguis aprovechaban las caravanas de comerciantes para conseguir dinero y
comida de los vendedores en los mercados. En otras ocasiones, eran contratados
como vigilantes, unos trabajos violentos podían acabar desembocando en lo que
hoy en día conocemos como el chantaje de la protección.
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