«La
prosa de John Banville se abre a deslumbrantes espacios líricos a través de
referencias culturales donde se revitalizan los mitos clásicos y la belleza va
de la mano de la ironía. Al mismo tiempo, muestra un análisis intenso de
complejos seres humanos que nos atrapan en su descenso a la oscuridad de la
vileza o en su fraternidad existencial. Cada creación suya atrae y deleita por
la maestría en el desarrollo de la trama y en el dominio de los registros y
matices expresivos, y por su reflexión sobre los secretos del corazón humano».
En palabras del jurado.
John Banville nació en Wexford (Irlanda) en el
año 1945. En sus comienzos trabajó como periodista, siendo editor de The Irish Times y en
la actualidad es colaborador habitual de The New York Review of Books.
En 1989 el irlandés fue finalista, por primera vez, al Premio Booker
con El libro de las pruebas. Un galardón
que logró en 2005 con El Mar, que ese
año había sido consagrada, además, por el Irish Book
Award como mejor novela del año. En aquel momento, Banville dijo que
era «agradable ver que una obra de arte ganaba
por fin el Booker», lo que generó una enorme polémica. En 2011 recibió el
prestigioso Premio Franz Kafka,
considerado la antesala del Nobel. El año pasado Banville fue galardonado con
el Premio Leteo por su «exquisitez narrativa y la perfección descriptiva» en sus obras.
Banville opina que el
Premio Príncipe de Asturias tiene, seguramente, mucha más repercusión en España
que en Irlanda, pero se declara «maravillado»
por el hecho de que su trabajo «haya
tenido tanto impacto» en un país donde su obra se lee mayoritariamente en
castellano. «Es muy difícil traducir mi
estilo, pero me dicen que lo han hecho muy bien, que soy muy afortunado porque
los traductores trabajan muy, muy duro para tratar de comunicar algo que he
dicho», celebró el escritor, quien espera concluir una nueva novela este
año. «Es lo que hago, escribo, escribo y
escribo», dice Banville, famoso también por sus novelas negras escritas con
el pseudónimo de Benjamin Black y de las que el Dr Quirke es protagonista en la
mayoría de estas.
El jurado está
integrado por las siguientes personas: Xuan Bello Fernández; José Manuel Blecua
Perdices; Amelia Castilla Alcolado; Juan Cruz Ruiz; Luis Alberto de Cuenca y
Prado; José Luis García Martín; Álex Grijelmo García; Manuel Llorente Manchado;
Rosa Navarro Durán; Carme Riera i Guilera; Fernando Rodríguez Lafuente;
Fernando Sánchez Dragó; Ana Santos Aramburo; Diana Sorensen; Sergio
Vila-Sanjuán Robert y José Luis García Delgado.
Extractos:
Los
sábados, Caspar Sturm instruía a los alumnos en el difícil arte de la cetrería
en los campos que rodeaban las murallas de la ciudad. Los halcones, fascinantes
y temibles, llenaban el aire luminoso con el clamor de sus muertes inútiles.
Nicolás los contemplaba con una mezcla de horror y exaltación, asustado por la
intensidad de su furia y por su cruel insistencia que, al mismo tiempo, lo
hacían vibrar. Los pájaros caían como flechas disparadas por un arco,
impulsados, al parecer, por una angustia ciega e inquebrantable que nada podía
mitigar. Comparado con su vívida presencia, todo lo demás era vago e
insustancial; los halcones eran seres absolutos y sólo el canónigo Sturm podía
igualar su triste ferocidad. Cuando descansaban se quedaban quietos como
piedras y lo observaban con una mirada fija y atormentada; incluso cuando
volaban, su prisa y la brutal parquedad de sus movimientos parecía deberse sólo
a una cosa, al deseo de regresar a la mayor velocidad posible a aquellas manos,
a aquellas sedosas pihuelas, a aquellos ojos. Y el maestro, objeto de tal amor
y terror, se volvía más delgado, más duro, más moreno, hasta convertirse en
otra persona. Nicolás lo miraba contemplar a sus criaturas y se sentía turbado,
confuso y avergonzado.
—¡Arriba,
señor, arriba! —Una garza chilló y cayó en el vació—. ¡Arriba!
Criaturas
monstruosas, similares a los halcones, volaban sobre invisibles postes y cables
sobre el cielo lívido, y a lo lejos había un gran tumulto, gritos y rugidos,
chillidos de agonía o de risa, que le llegaban desde aquella enorme distancia
como un gorgojeo tenue y terrible.
Copérnico / Edhasa (1976)
El
señor Todd era un hombre corpulento, no alto ni pesado, sino muy ancho: daba la
impresión de estar cuadrado. Cultivaba una actitud tranquilizadora y anticuada.
Llevaba un traje de tweed con chaleco y leontina, y unos zapatos color castaño
parecidos a los del coronel Blunden. El pelo lo tenía engominado con un estilo
de otras épocas, muy repeinado hacia atrás, y lucía un bigote hirsuto que le
daba un aspecto malhumorado. Comprendí, con cierta inquietud, que a pesar de
esos efectos calculadamente venerables no podía tener mucho más de cincuenta
años. ¿Desde cuándo los médicos habían empezado a parecer más jóvenes que yo?
Siguió escribiendo, ganando tiempo; no le culpaba, en su lugar, yo habría hecho
lo mismo. Al final dejó la pluma sobre la mesa, pero no parecía muy dispuesto a
hablar, y daba toda la impresión de no saber por dónde empezar ni cómo. En su
vacilación había algo estudiado, algo teatral. También lo comprendo. Un médico
ha de saber actuar tanto como curar. Anna se agitó impaciente en la silla.
—Y bien, doctor —dijo un poco demasiado
fuerte, asumiendo el tono duro y vivo de las estrellas de cine de los años cuarenta—,
¿es la sentencia de muerte, o viviré?
La
consulta estaba en silencio. Su ingeniosa salida, seguramente ensayada, cayó en
saco roto. Sentí el impulso de precipitarme hacia ella y cogerla entre mis
brazos, a la manera de los bomberos, y sacarla en volandas de allí. No me moví.
El señor Todd la miró con un leve pánico de ojos muy abiertos, las cejas
quedando a mitad de camino de la frente.
—Oh,
todavía no vamos a dejarla marchar, señora Morden —dijo el médico, mostrando
una terrible sonrisa de dientes grandes y grises—. No, desde luego que no.
Siguió
otro intervalo de silencio. Anna tenía las manos en el regazo. Las miró, puso
ceño, como si no las hubiera visto antes. Mi rodilla derecha se asustó y se
puso a temblar.
El
señor Todd emprendió una convincente disquisición, perfeccionada de tanto
repetirla, acerca de algunos tratamientos prometedores, nuevos medicamentos, el
poderoso arsenal de armas químicas que tenía a su disposición; tanto hubiera
dado que hablara de pociones mágicas, el médico alquimista. Anna seguía
mirándose las manos ceñuda; no estaba escuchando. Al final el médico calló y se
la quedó mirando con la misma expresión desesperada y leporina de antes,
respirando sonoramente, los labios recogidos en una especie de expresión lasciva
y mostrando de nuevo los dientes.
—Gracias
—dijo ella educadamente con una voz que parecía proceder de muy lejos. Asintió
para sí—. Sí —dijo desde un lugar aún más remoto—, gracias.
El mar / Anagrama (2006)
En
lugar de ir a la oficina, me dirigí a Barney’s Beanery, que está a la vuelta de
la esquina, para echarme algo frío al coleto. Barney’s tenía, para mi gusto, un
aire bohemio demasiado deliberado: lo frecuentaban demasiados tipos con la
palabra artista escrita sobre la frente. La vieja y gastada placa, «No se
admiten maricones», aún colgaba tras la barra. Las personas como Barney, según
mi experiencia, no tienen mucho vocabulario. Probablemente la palabra que
Barney buscaba era masones u otra parecida. No obstante, el camarero del local
era un buen tipo siempre dispuesto a escuchar mis lamentaciones nocturnas, lo
que sucedía con más frecuencia de lo que me gusta admitir. Se llamaba Travis,
aunque yo desconocía si ese era su nombre de pila o su apellido. Se trataba de
un hombre grande de brazos velludos y con un sofisticado tatuaje de un ancla
azul rodeada por rosas rojas en el bíceps izquierdo. Yo albergaba serias dudas
de que alguna vez hubiese sido marinero. Era muy popular entre los «maricones»,
que, a pesar de la placa o quizá precisamente por ella, continuaban acudiendo. Travis
solía contar una historia muy divertida sobre Errol Flynn y algo que hizo una
noche en el local con una serpiente doméstica que llevaba en una caja de bambú,
pero yo nunca conseguía recordar qué era lo gracioso.
Me
quedé de pie junto a un taburete y pedí una cerveza mexicana. Sobre el
mostrador había un cuenco con huevos cocidos, cogí uno y me lo comí con mucha
sal. La sequedad de la yema y la sal me dejaron la lengua como un trozo de cal,
así que pedí otra caña de Tecate.
Aún
era temprano y había muy pocas personas en el local. Travis, que era más bien
reservado, me había saludado con un breve movimiento de cabeza. Me pregunté si
sabría mi nombre. Probablemente no. Sabía cómo me ganaba la vida, de eso estaba
seguro, aunque no podía recordar ni una sola ocasión en que él hubiera sacado
el tema a colación. Cuando no había mucho jaleo, como en aquel momento, solía
permanecer inmóvil con las manos extendidas sobre la barra, el cabezón cuadrado
algo inclinado, los ojos clavados en la calle, que asomaba por la puerta
abierta, y la mirada ausente, como si estuviera recordando un antiguo amor
perdido o una pelea que había ganado hacía mucho tiempo. No hablaba demasiado.
Yo no tenía claro si era tonto o era muy listo. En cualquiera de los dos casos,
a mí me gustaba.
La rubia de ojos negros
/ Alfaguara (2014)
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