miércoles, 9 de julio de 2014

John Banville (Benjamin Black), Premio Principe de Asturias de las Letras 2014



«La prosa de John Banville se abre a deslumbrantes espacios líricos a través de referencias culturales donde se revitalizan los mitos clásicos y la belleza va de la mano de la ironía. Al mismo tiempo, muestra un análisis intenso de complejos seres humanos que nos atrapan en su descenso a la oscuridad de la vileza o en su fraternidad existencial. Cada creación suya atrae y deleita por la maestría en el desarrollo de la trama y en el dominio de los registros y matices expresivos, y por su reflexión sobre los secretos del corazón humano». En palabras del jurado.


John Banville nació en Wexford (Irlanda) en el año 1945. En sus comienzos trabajó como periodista, siendo editor de The Irish Times y en la actualidad es colaborador habitual de The New York Review of Books. En 1989 el irlandés fue finalista, por primera vez, al Premio Booker con El libro de las pruebas. Un galardón que logró en 2005 con El Mar, que ese año había sido consagrada, además, por el Irish Book Award como mejor novela del año. En aquel momento, Banville dijo que era «agradable ver que una obra de arte ganaba por fin el Booker», lo que generó una enorme polémica. En 2011 recibió el prestigioso Premio Franz Kafka, considerado la antesala del Nobel. El año pasado Banville fue galardonado con el Premio Leteo por su «exquisitez narrativa y la perfección descriptiva» en sus obras.

Banville opina que el Premio Príncipe de Asturias tiene, seguramente, mucha más repercusión en España que en Irlanda, pero se declara «maravillado» por el hecho de que su trabajo «haya tenido tanto impacto» en un país donde su obra se lee mayoritariamente en castellano. «Es muy difícil traducir mi estilo, pero me dicen que lo han hecho muy bien, que soy muy afortunado porque los traductores trabajan muy, muy duro para tratar de comunicar algo que he dicho», celebró el escritor, quien espera concluir una nueva novela este año. «Es lo que hago, escribo, escribo y escribo», dice Banville, famoso también por sus novelas negras escritas con el pseudónimo de Benjamin Black y de las que el Dr Quirke es protagonista en la mayoría de estas.

El jurado está integrado por las siguientes personas: Xuan Bello Fernández; José Manuel Blecua Perdices; Amelia Castilla Alcolado; Juan Cruz Ruiz; Luis Alberto de Cuenca y Prado; José Luis García Martín; Álex Grijelmo García; Manuel Llorente Manchado; Rosa Navarro Durán; Carme Riera i Guilera; Fernando Rodríguez Lafuente; Fernando Sánchez Dragó; Ana Santos Aramburo; Diana Sorensen; Sergio Vila-Sanjuán Robert y José Luis García Delgado.

Extractos:

Los sábados, Caspar Sturm instruía a los alumnos en el difícil arte de la cetrería en los campos que rodeaban las murallas de la ciudad. Los halcones, fascinantes y temibles, llenaban el aire luminoso con el clamor de sus muertes inútiles. Nicolás los contemplaba con una mezcla de horror y exaltación, asustado por la intensidad de su furia y por su cruel insistencia que, al mismo tiempo, lo hacían vibrar. Los pájaros caían como flechas disparadas por un arco, impulsados, al parecer, por una angustia ciega e inquebrantable que nada podía mitigar. Comparado con su vívida presencia, todo lo demás era vago e insustancial; los halcones eran seres absolutos y sólo el canónigo Sturm podía igualar su triste ferocidad. Cuando descansaban se quedaban quietos como piedras y lo observaban con una mirada fija y atormentada; incluso cuando volaban, su prisa y la brutal parquedad de sus movimientos parecía deberse sólo a una cosa, al deseo de regresar a la mayor velocidad posible a aquellas manos, a aquellas sedosas pihuelas, a aquellos ojos. Y el maestro, objeto de tal amor y terror, se volvía más delgado, más duro, más moreno, hasta convertirse en otra persona. Nicolás lo miraba contemplar a sus criaturas y se sentía turbado, confuso y avergonzado.
—¡Arriba, señor, arriba! —Una garza chilló y cayó en el vació—. ¡Arriba!
Criaturas monstruosas, similares a los halcones, volaban sobre invisibles postes y cables sobre el cielo lívido, y a lo lejos había un gran tumulto, gritos y rugidos, chillidos de agonía o de risa, que le llegaban desde aquella enorme distancia como un gorgojeo tenue y terrible.

Copérnico / Edhasa (1976)

El señor Todd era un hombre corpulento, no alto ni pesado, sino muy ancho: daba la impresión de estar cuadrado. Cultivaba una actitud tranquilizadora y anticuada. Llevaba un traje de tweed con chaleco y leontina, y unos zapatos color castaño parecidos a los del coronel Blunden. El pelo lo tenía engominado con un estilo de otras épocas, muy repeinado hacia atrás, y lucía un bigote hirsuto que le daba un aspecto malhumorado. Comprendí, con cierta inquietud, que a pesar de esos efectos calculadamente venerables no podía tener mucho más de cincuenta años. ¿Desde cuándo los médicos habían empezado a parecer más jóvenes que yo? Siguió escribiendo, ganando tiempo; no le culpaba, en su lugar, yo habría hecho lo mismo. Al final dejó la pluma sobre la mesa, pero no parecía muy dispuesto a hablar, y daba toda la impresión de no saber por dónde empezar ni cómo. En su vacilación había algo estudiado, algo teatral. También lo comprendo. Un médico ha de saber actuar tanto como curar. Anna se agitó impaciente en la silla.
 —Y bien, doctor —dijo un poco demasiado fuerte, asumiendo el tono duro y vivo de las estrellas de cine de los años cuarenta—, ¿es la sentencia de muerte, o viviré?
La consulta estaba en silencio. Su ingeniosa salida, seguramente ensayada, cayó en saco roto. Sentí el impulso de precipitarme hacia ella y cogerla entre mis brazos, a la manera de los bomberos, y sacarla en volandas de allí. No me moví. El señor Todd la miró con un leve pánico de ojos muy abiertos, las cejas quedando a mitad de camino de la frente.
—Oh, todavía no vamos a dejarla marchar, señora Morden —dijo el médico, mostrando una terrible sonrisa de dientes grandes y grises—. No, desde luego que no.
Siguió otro intervalo de silencio. Anna tenía las manos en el regazo. Las miró, puso ceño, como si no las hubiera visto antes. Mi rodilla derecha se asustó y se puso a temblar.
El señor Todd emprendió una convincente disquisición, perfeccionada de tanto repetirla, acerca de algunos tratamientos prometedores, nuevos medicamentos, el poderoso arsenal de armas químicas que tenía a su disposición; tanto hubiera dado que hablara de pociones mágicas, el médico alquimista. Anna seguía mirándose las manos ceñuda; no estaba escuchando. Al final el médico calló y se la quedó mirando con la misma expresión desesperada y leporina de antes, respirando sonoramente, los labios recogidos en una especie de expresión lasciva y mostrando de nuevo los dientes.
—Gracias —dijo ella educadamente con una voz que parecía proceder de muy lejos. Asintió para sí—. Sí —dijo desde un lugar aún más remoto—, gracias.

El mar / Anagrama (2006)

En lugar de ir a la oficina, me dirigí a Barney’s Beanery, que está a la vuelta de la esquina, para echarme algo frío al coleto. Barney’s tenía, para mi gusto, un aire bohemio demasiado deliberado: lo frecuentaban demasiados tipos con la palabra artista escrita sobre la frente. La vieja y gastada placa, «No se admiten maricones», aún colgaba tras la barra. Las personas como Barney, según mi experiencia, no tienen mucho vocabulario. Probablemente la palabra que Barney buscaba era masones u otra parecida. No obstante, el camarero del local era un buen tipo siempre dispuesto a escuchar mis lamentaciones nocturnas, lo que sucedía con más frecuencia de lo que me gusta admitir. Se llamaba Travis, aunque yo desconocía si ese era su nombre de pila o su apellido. Se trataba de un hombre grande de brazos velludos y con un sofisticado tatuaje de un ancla azul rodeada por rosas rojas en el bíceps izquierdo. Yo albergaba serias dudas de que alguna vez hubiese sido marinero. Era muy popular entre los «maricones», que, a pesar de la placa o quizá precisamente por ella, continuaban acudiendo. Travis solía contar una historia muy divertida sobre Errol Flynn y algo que hizo una noche en el local con una serpiente doméstica que llevaba en una caja de bambú, pero yo nunca conseguía recordar qué era lo gracioso.
Me quedé de pie junto a un taburete y pedí una cerveza mexicana. Sobre el mostrador había un cuenco con huevos cocidos, cogí uno y me lo comí con mucha sal. La sequedad de la yema y la sal me dejaron la lengua como un trozo de cal, así que pedí otra caña de Tecate.
Aún era temprano y había muy pocas personas en el local. Travis, que era más bien reservado, me había saludado con un breve movimiento de cabeza. Me pregunté si sabría mi nombre. Probablemente no. Sabía cómo me ganaba la vida, de eso estaba seguro, aunque no podía recordar ni una sola ocasión en que él hubiera sacado el tema a colación. Cuando no había mucho jaleo, como en aquel momento, solía permanecer inmóvil con las manos extendidas sobre la barra, el cabezón cuadrado algo inclinado, los ojos clavados en la calle, que asomaba por la puerta abierta, y la mirada ausente, como si estuviera recordando un antiguo amor perdido o una pelea que había ganado hacía mucho tiempo. No hablaba demasiado. Yo no tenía claro si era tonto o era muy listo. En cualquiera de los dos casos, a mí me gustaba.

La rubia de ojos negros / Alfaguara (2014)

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