El
unicornio
Iris
Murdoch
Faltaba
más de una hora para el té, y la casa estaba silenciosa y dormida. Marian bajó
las escaleras de puntillas, un poco culpable, llevando sus útiles de baño en
una bolsa cerrada por si alguien ponía objeciones a su plan. Todavía no había
bajado al mar y ese era el primer día que se sentía lo bastante confiada para
salir sola de casa, salvo por los breves paseos por los terrenos inmediatos. Creía
conocer el mejor camino para bajar a la bahía, después de estudiar
cuidadosamente el terreno con los prismáticos. En el muro que rodeaba el jardín
había dos puertas en el lado más próximo al mar. Una, al sur, daba a un sendero
que llevaba a la cumbre del acantilado; pero la puerta norte permitía el acceso
a una senda empinada y rocosa que descendía la colina entre matas de fucsia
maltratadas por el viento, rocas cubiertas de líquenes y parches de hierba
aterciopelados y mordisqueados. Cuando Marian
cruzó la puerta, el sol brillaba cálidamente, y el mar, que se desplegó ante
ella a medida que bajaba la senda, rápido y brincado como una cabra, era de un
vago azul celeste. Se encontró antes de lo esperado al final de la ladera y
llegó al arroyo marrón oscuro con su ancho lecho de grises cantos rodados. El pueblo
era visible detrás de ella, y tanto Gaze como Riders quedaban ocultas por los
pliegues de la colina. Hizo un alto y
escuchó al leve y cercano susurro de la corriente y el más alejado batir del
mar.
La
corriente se deslizaba pendiente abajo, apareciendo y desapareciendo entre las
rocas grises y moteadas, guiñando y resplandeciendo bajo el sol, pareciendo
hundirse en el suelo, luego saltando en una diminuta cascada y a continuación
desplegándose en una pequeña charca de superficie ondulada. Seguidamente dejada
atrás las piedras y se hundía silenciosa en una profunda grieta en el negro
suelo turboso, por la que discurría más rápida y directa rumbo al mar. Marian,
que la había seguido ensimismada, descubrió que los pies se hundían de modo
alarmante en la tierra, que tenía la consistencia del dulce de leche. Titubeó y,
tras estar a punto de perder los zapatos, consiguió avanzar hacia su izquierda,
donde unas piedras asomaban del suelo. Dejó atrás una serie de oscuras, tibias
y glutinosas charcas de marea ribeteada de hierbajos amarillo-dorados de olor
acre, y por fin llegó a una pequeña playa de guijarros, al pie del acantalido
sobre el que se alzaba Gaze. La recorrió por unos minutos. El corazón le latía
con fuerza.
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