Las tres bodas de Manolita de Almudena Grandes
NARRATIVA (F). Novela
Marzo 2014
Andanzas CA 730/3
ISBN: 978-84-8383-845-7
País edición: España
22,02 € (IVA no incluido)
Marzo 2014
Andanzas CA 730/3
ISBN: 978-84-8383-845-7
País edición: España
22,02 € (IVA no incluido)
En un Madrid devastado,
recién salido de la guerra civil, sobrevivir es un duro oficio cotidiano.
Especialmente para Manolita, una joven de dieciocho años que, con su padre y su
madrastra encarcelados, y su hermano Antonio escondido en un tablao flamenco,
tiene que hacerse cargo de su hermana Isabel y de otros tres más pequeños.
A Antonio se le ocurrirá una manera desesperada de prolongar la resistencia en los años más terribles de la represión: utilizar unas multicopistas que nadie sabe poner en marcha para la propaganda clandestina. Y querrá que sea su hermana Manolita, la señorita Conmigo No Contéis, quien visite a un preso que puede darles la clave de su funcionamiento. Manolita no sabe que ese muchacho tímido y sin aparente atractivo va a ser en realidad un hombre determinante en su vida, y querrá visitarlo de nuevo, después de varios periplos, en el destacamento penitenciario de El Valle de los Caídos. Pero antes tiene que saber quién es el delator que merodea por el barrio.
La tres bodas de Manolita es una emotiva historia coral sobre los años de pobreza y desolación en la inmediata posguerra, y un tapiz inolvidable de vidas y destinos, de personajes reales e imaginados. Una novela memorable sobre la red de solidaridad que tejen muchas personas, desde los artistas de un tablao flamenco hasta las mujeres que hacen cola en la cárcel para visitar a los presos, o los antiguos amigos de colegio de su hermano, para proteger a una joven con coraje.
A Antonio se le ocurrirá una manera desesperada de prolongar la resistencia en los años más terribles de la represión: utilizar unas multicopistas que nadie sabe poner en marcha para la propaganda clandestina. Y querrá que sea su hermana Manolita, la señorita Conmigo No Contéis, quien visite a un preso que puede darles la clave de su funcionamiento. Manolita no sabe que ese muchacho tímido y sin aparente atractivo va a ser en realidad un hombre determinante en su vida, y querrá visitarlo de nuevo, después de varios periplos, en el destacamento penitenciario de El Valle de los Caídos. Pero antes tiene que saber quién es el delator que merodea por el barrio.
La tres bodas de Manolita es una emotiva historia coral sobre los años de pobreza y desolación en la inmediata posguerra, y un tapiz inolvidable de vidas y destinos, de personajes reales e imaginados. Una novela memorable sobre la red de solidaridad que tejen muchas personas, desde los artistas de un tablao flamenco hasta las mujeres que hacen cola en la cárcel para visitar a los presos, o los antiguos amigos de colegio de su hermano, para proteger a una joven con coraje.
—Escúchame
—sólo entonces mi hermano, que se sabía el espectáculo de memoria, volvió a
hablar—. Lo único que te pido es que me escuches.
La
habitación, cuadrada, espaciosa en origen, estaba dividida por dos cortinas
sucesivas de trajes de flamenca, una marea de flecos y volantes de todos los
colores que colgaban de las barras de metal fijadas a las paredes. En la mitad
más próxima a la puerta, donde Toñito me estaba esperando cuando llegué, sólo
había una mesa y una silla, la oficina en la que Dolores llevaba la
contabilidad de los trajes que iban y venían del tinte, las cremalleras que se
estropeaban y los zapatos que necesitaban tapas o medias suelas. Mientras las
chicas volvían a taconear, para ir saliendo del escenario de perfil, una por
una, mi hermano apartó con las dos manos los vestidos de la primera barra, luego
de la segunda, para abrir un túnel entre los faralaes con movimientos veloces,
tan precisos que cuando me encontré al otro lado de los trajes, la Palmera
seguía acompañando con sus castañuelas a la última bailaora. Antes de que sus
dedos descansaran, todas las perchas estaban en su sitio, Toñito sentado en una
butaca y yo en un taburete, frente a él.
Al
otro lado de aquella ondulante muralla de lunares de todos los colores, estaba
la ventana por la que mi hermano entraba y salía a su antojo de lo que en
origen no había sido otra cosa que la sala de pruebas del tablao, un escondite
donde las flamencas podían desnudarse tranquilamente para probarse vestidos mientras
Dolores las estudiaba con media docena de alfileres entre los dientes. Desde
que terminó la guerra, aquella mitad de la habitación era, además, la sala de
estar de Antonio Perales García, un militante de la JSU que se desvaneció para
el mundo el 7 de marzo de 1939, y del que yo sólo llegué a saber una cosa más
antes de la Navidad del mismo año.
—Está
bien.
Dos
semanas después de que mi hermano mayor desapareciera, cuando nos levantábamos
todas las mañanas con el presentimiento de que Franco iba a entrar en Madrid
sólo para acostarnos, una noche más, con una incertidumbre peor que la derrota,
no reconocí a la mujer que me esperaba en el portal. Ella se dio cuenta y se
quitó el pañuelo, oscuro, discreto, tan insólito como el amplio abrigo de paño
que la envolvía, antes de susurrarme esas dos palabras, está bien. Con eso debería
haber bastado, pero al oír su voz me quedé tan pasmada que no fui capaz de relacionar
lo que veían mis ojos con lo que acababan de escuchar mis oídos, hasta tal
punto me paralizó el asombro que ni siquiera acerté a asentir con la cabeza.
—Tu
hermano Antonio —puntualizó ella entonces, sin levantar la voz pero pronunciando
muy bien cada sílaba, como si se estuviera dirigiendo a una niña retrasada—,
que está muy bien. Está conmigo.
Luego
volvió a ponerse el pañuelo y salió a la calle sin despedirse sobre unos
zapatos planos que habrían bastado para camuflarla, porque hasta que la vi tan
cerca del suelo, aquella mañana, jamás habría imaginado que apenas fuera más
alta que yo.
Eso
era lo primero que llamaba la atención en ella, su forma de caminar, porque se movía
con tanta gracia como una bailarina descalza sin apoyar más que las plantas de
los dedos, los empeines casi verticales por obra de unos tacones finísimos que
la elevaban muy por encima de su reputación. Aquel prodigio de equilibrio
parecía a punto de derribarla en cada paso, pero la mantenía erguida a costa de
desplazar rítmicamente sus caderas, chin, chan, a un lado y al otro, para crear
una ilusión de inestabilidad perturbadora que repercutía en todo su cuerpo, los
pechos bamboleándose al compás que las piernas marcaban al avanzar, con tanta
fuerza que un mínimo e instantáneo temblor sacudía al mismo tiempo su trasero.
Antes de la guerra, cuando se vestía para dar espectáculo, pocos eran
comparables al que aquella mujer ofrecía gratis cada tarde, camino del trabajo.
Mujeres de John Updike
NARRATIVA (F). Novela
Marzo 2014
Andanzas CA 829
ISBN: 978-84-8383-847-1
País edición: España
328 pág.
18,27 € (IVA no incluido)
Marzo 2014
Andanzas CA 829
ISBN: 978-84-8383-847-1
País edición: España
328 pág.
18,27 € (IVA no incluido)
Owen Mackenzie vive un
tranquilo retiro en la comunidad de Haskells Crossing, en Massachusetts, junto
a Julia, su segunda mujer, y sin embargo no puede evitar volver los ojos hacia
el pasado, y cada vez con mayor frecuencia. Casado dos veces y padre de cuatro
hijos, su empresa de informática le ha procurado una existencia confortable,
pero los recuerdos le llevan a su infancia en el pueblecito semi rural de
Willow, a su adolescencia y, sobre todo, a los habitantes de las pequeñas
ciudades en las que ha vivido, en particular a las mujeres que siempre le han
rodeado: madres, muchachas, esposas, amantes… Sin duda, ellas no sólo lo
iniciaron y lo guiaron por la geografía del deseo, sino que también lo
despojaron de toda inocencia. Aunque ya de niño Owen sintió que bajo la soleada
superficie de lo cotidiano se abría un abismo, siempre tuvo la impresión de que
vivía una existencia maravillosa: quizá la vida no haya sido ni una cosa ni
otra, sino algo así como un sueño imperfecto.
Una
mañana, en esa última hora robada al sueño, sueña que está en una casa que no
conoce (vieja, con aire de lugar público, como una casa de huéspedes o un
hospital), y un grupo de presencias oficiales, sin rostro, lo llevan a una
habitación en la que hay una cama como la suya, dos camas gemelas que forman una
enorme de matrimonio, y un hombre —bastante joven, a juzgar por la tersura de
su piel clara y por sus nalgas carnosas— está inclinado sobre el cuerpo de su
mujer como si intentara resucitarla o (lo que no es ni mucho menos lo mismo)
ocultarla. Cuando, a una señal silenciosa de las presencias que dirigen la ceremonia,
el extraño se aparta, el cuerpo de la esposa de Owen, también desnudo, se
revela en posición supina: el vientre blanco y relajado, los pechos planos por
la fuerza de la gravedad, el sexo tan querido y familiar cubierto por su
vaporoso vello. Está muerta, se ha suicidado. Ha encontrado la salida a su
sufrimiento. Y Owen piensa: «Si no me hubiera entrometido en su vida, seguiría
viva». Siente un deseo irrefrenable de abrazarla, de devolverla a la vida con
su propio aliento y de aspirar el veneno que, poco a poco, a lo largo de los
años, le ha ido inoculando.
Despacio,
de mala gana, como se desvía la atención de un acertijo sin resolver, Owen se
levanta, y por supuesto Julia no está muerta; está en la cocina, generando olor
a café, con la tele encendida para escuchar uno de los primeros informativos del
día: las voces de un hombre y de una mujer bromeando. A Julia le encantan las
noticias del tiempo y del tráfico, nunca se cansa de estas contingencias crónicas,
aunque hace ya tres años que ha dejado de ir a Boston a diario. Owen oye el
flipflop de las chanclas de goma azules que Julia se empeña en usar, como si
fuera eternamente joven y se hubiera vestido para ir a la playa, mientras
trajina en la cocina, de la nevera a la encimera y a la mesa del desayuno, y después
de la mesa al fregadero, a la trituradora de la basura y al lavavajillas, y al
salón para regar sus plantas. Le encantan las plantas. Puede que su amor por
ellas surja del mismo órgano emocional que su amor por la información meteorológica.
A Owen le molestan el ruido de las chanclas y el riesgo que representan —siempre
resbala en las escaleras—, aunque le gusta ver los dedos de Julia, ligeramente separados,
como unos pies asiáticos que hubieran soportado mucho trabajo, con las
articulaciones teñidas de blanco por la tensión que tiene que ejercer para que
no se le escapen. Julia es morena, menuda y compacta; a diferencia de su
primera mujer, se broncea con mucha facilidad.
Algunos
días, medio excitado, sólo consigue volver a dormirse pensando en alguna de las
mujeres, Alissa o Vanessa, Karen o Faye, que formaron parte de su vida en
Middle Falls, Connecticut, en las décadas de los sesenta y los setenta. Se
agarra la polla adormilada con una mano y revive al imaginar que una de ellas
está debajo de él, a su lado, encima, apartándose el pelo de la cara para
acercarse a su miembro hinchado, surcado de terminaciones nerviosas que piden a
gritos humedad, a la espera del contacto; pero hoy no es uno de esos días. El
sol blanco de la primavera brilla con furia detrás de la persiana. El mundo
real, un tigre al que sus sueños no han herido, aguarda. Es hora de levantarse
y de afrontar un día muy parecido al anterior, un día que su optimismo animal
recibe como el primero de una secuencia infinita que se extiende hacia el
futuro, pero que su cerebro —hipertrofiado en la especie Homo sapiens— reconoce
como uno más de una provisión de días menguante y finita.
El
pueblo de Haskells Crossing se despereza alrededor de su monte privado; el
rumor sordo y constante del tráfico intenta atravesar las paredes de pino y yeso
de la casa protegida por el bosque. Ya han traído los periódicos: el Boston
Globe para él, el New York Times para ella. Hace un buen rato que los pájaros están
en movimiento: los tordos picoteando lombrices, los cuervos agujereando el
prado en busca de larvas de chinches, las golondrinas cazando mosquitos al
vuelo; se llaman los unos a los otros con los jubilosos códigos que producen
sus cerebros del tamaño de un guisante.
—¡Buenos
días, Julia! —grita Owen camino del baño, por el hueco de la escalera.
—¡Owen!
¡Ya te has levantado! —contesta ella.
—Pues
claro que me he levantado, cielo. ¡Madre mía, son más de las siete!
Cuanto
más viejos, más parlotean como niños. La voz de Julia llega desde el piso de
abajo, entre quejumbrosa y burlona.
—Siempre
te levantas a las ocho desde que no tienes que coger el tren.
—¡Qué
mentirosa eres, cariño! Nunca me levanto más tarde de las siete; ojalá pudiera
—responde él, aunque no sabe si ella sigue allí, si puede oírlo—, pero ésa es
una de las pegas de la edad, que te levantas con los pájaros. Ya lo verás.
Así
de banales son sus conversaciones: ¡como para hablar de los códigos producidos
por cerebros del tamaño de un guisante! Si el día fuera un ordenador, piensa
Owen, arrancaría de esta manera, cargaría así la memoria principal. Lo cierto
es que Julia duerme menos que él (lo mismo le pasaba a Phyllis, su primera mujer),
pero el hecho de que ella sea cinco años más joven siempre ha sido para Owen un
motivo de orgullo y de estímulo sexual, como los dedos de sus pies a la vista
en las chanclas azules. También le gustan sus talones sonrosados asomando por debajo
del albornoz, la tensión alterna de sus tendones de Aquiles al pisar con
firmeza, con los pies un poco abiertos, como suelen andar las mujeres.
Diario de un extranjero en París de Curzio Malaparte
NARRATIVA (F). Novela
Marzo 2014
Andanzas CA 828
ISBN: 978-84-8383-846-4
País edición: España
256 pág.
17,31 € (IVA no incluido)
Marzo 2014
Andanzas CA 828
ISBN: 978-84-8383-846-4
País edición: España
256 pág.
17,31 € (IVA no incluido)
En 1933 Curzio
Malaparte dejó París y regresó a Italia, donde pasó varios meses en la cárcel y
fue condenado a cinco años de deportación en la isla de Lipari. En 1947,
después de los catorce años más tristes y peligrosos de su vida, según los
califica él mismo, viajó de nuevo a Francia. Tras aterrizar —junto a Roberto
Rossellini— en París, recorre con avidez todos los ambientes de la ciudad
después de la segunda guerra mundial. Desde junio de 1947 hasta diciembre de
1948, Malaparte anota sus reencuentros con conocidos y amigos: escritores,
editores, actrices, pintores y diplomáticos, al tiempo que afloran sus
recuerdos del París de antes de la guerra y, sobre todo, registra la acelerada transformación
que experimenta toda Europa. También en estas páginas, al hilo de una
entrevista de Agustín de Foxá publicada en el diario Abc, refiere una
llamativa anécdota sobre este último, en torno a unos españoles comunistas
hechos prisioneros en 1942 en el frente del Kannas. Como colofón, el autor
relata la famosa fiesta nocturna celebrada en la villa de los condes
Pecci-Blunt a la que, en 1938, debido a las leyes raciales recién promulgadas,
no acudió ningún invitado… salvo Malaparte.
Es
la primera vez en catorce años, desde 1933, que duermo sin preocupaciones, sin
angustias, con un sueño joven y libre. Es la primera vez en catorce años que
duermo en Francia. Amo Italia, amo mi país, defenderé siempre a los italianos,
me pondré siempre de su parte, aunque no lleven razón. Y porque nunca traicionaré
a mi país puedo decir la verdad sobre él.
Italia
es un país de esclavos. Es un país en el que los hombres están siempre
expuestos, día y noche, a la violencia policial, a la delación. Gobierne
Giolitti, Mussolini o De Gasperi, el Estado italiano desprecia al ciudadano, la
justicia se burla de él, la policía lo amenaza. ¿Qué importa que los italianos
sean, individualmente, hombres libres? Aunque en su fuero interno piensen lo
que quieran y no se preocupen de que los denuncien, aunque se den mucha
importancia, en realidad son esclavos a la vez del Estado y de los demás
italianos. Quien no tiene amigos poderosos está a merced de la policía, de la
perfidia, de la envidia de los vecinos, de la debilidad de la magistratura, del
sometimiento de ésta al ejecutivo y a los partidos. A mí me han arrestado once veces
en veinte años, no puedo dormir tranquilo en ningún sitio de Italia.
He
dormido tranquilo. Los ruidos de la calle entraban dulcemente en mi sueño como
abejas en una colmena. Todos esos ruidos, esas voces nocturnas, ese eco de
pasos, ese murmullo, ese rodar de ruedas por el adoquinado, traían a la colmena
de mi sueño toda la miel de los castaños de París, toda la miel de la noche de
París. Me he despertado a las cinco, he abierto la ventana, me he quedado largo
rato contemplando los techos de pizarra húmedos de rocío, con manchas negras,
grises, verdes. Del Bois de Boulogne soplaba un viento ligero y fresco, unas nubes
blancas, muy altas en el cielo de un azul pálido, se alejaban poco a poco hacia
el cenit rosado de la mañana. Las golondrinas sobrevolaban la calle con
chillidos quedos, como para no despertar a los durmientes. Unos gatos, sentados
en los aleros, con las patas traseras metidas en los canalones, miraban
inmóviles el cielo, cada vez más denso, más azul. En esos largos instantes yo
era de nuevo joven, volvía a tener veinte años.
Me
sentía asomado a aquella ventana, como me sentía asomado a la ventana del Hôtel
Lotti, rue Castiglione, en junio de 1918, unos días que tuve de permiso. Me
despertaba por la mañana y me asomaba a la ventana a observar el cielo gris del
amanecer, después de los bombardeos. La Gran Berta empezaba al alba. Resonaba en
el cielo rosado como el arañazo de un diamante en un cristal, y el firmamento
se abría como papel que se rasgara, dejando ver los bordes del rasgón, un rayo
azul oscuro, el color de la carne viva que se ve en el fondo de una herida de
bisturí. Mi habitación estaba en el último piso. Por encima de los tejados
grises veía descollar la estatua de Napoleón de la columna de la plaza Vendôme,
a la misma altura que las macetas de flores de las ventanas de las buhardillas:
a aquel hombre gris en lo alto de su columna, en medio de las macetas floridas
de su jardín aéreo, lo llamaba yo el jardinero. Oía el estruendo sofocado de
las explosiones y me parecía ver ahí mismo los tejados oscuros de la Rive
Gauche y el reflejo del Sena en la fachadas de los edificios de los quais. De
la calle subía un olor a pan tostado, el olor fresco del pavimento húmedo y ese
olor sutil que tiene el aire de París al amanecer, cuando el polvo se despierta
y se desvanece.
Esta
sensación de pan tostado, de polvo, este olor tibio, femenino, de París, vuelvo
a encontrarlo esta mañana en la ventana, después de treinta años. ¡Qué joven
era entonces la guerra! ¡Qué sonrosado era entonces el rostro de los franceses
en el horizonte azul! ¡Qué triste estaba París la mañana en que partí! Aquella
zagalona sonrosada y azul horizonte que era París en junio de 1918 estaba
triste porque me iba. París tenía entonces veinte años, como yo. No ha
envejecido.
Se
abren las ventanas, interiores aún tibios de sueño se revelan a mi mirada
curiosa. Miles de macetas de flores abren sus pétalos al primer rayo de sol.
No, no ha envejecido París. Sólo es más pobre. Ofrece todos sus muebles viejos,
sus cortinas descoloridas, sus viejos trastos como en un mercado de las pulgas que
se extendiera sobre los tejados. Vende sus antiguallas para vivir. Los gatos,
los gorriones, las golondrinas, las nubes blancas y esos apuestos caballeritos
que son los rayos del joven sol se pasean por el mercado de las pulgas mirando,
tocando los objetos, regateando. Y una risa alegre corre de tejado en tejado,
de buhardilla en buhardilla, de balcón en balcón: es el silbar del viento
matutino. He vuelto a encontrar el país de mi infancia, la ciudad de mi
juventud, el París de mis veinte años.
Lisboa direcció París de Manuel Foraster Giravent
NARRATIVA (F). Novela
Marzo 2014
L UV 52
ISBN: 978-84-8383-850-1
País edición: España
304 pág.
17,31 € (IVA no incluido)
Marzo 2014
L UV 52
ISBN: 978-84-8383-850-1
País edición: España
304 pág.
17,31 € (IVA no incluido)
En aquest segon volum
de la trilogia «Foraster de Fora» titulat Lisboa direcció París —amb el
propòsit de contagiar-lo d’un alè més Pla, Gaziel i, potser, Xammar—, el
protagonista deixa enrere Nàpols per iniciar noves aventures que el duran camí
de Portugal, primer, i, després, a la capital de França. Precisament a París,
al cafè La Palette, bistrot d’artistes, desvagats i somiatruites, tindrà
lloc un encontre sorprenent que marcarà la seva existència i, amb l’ajuda d’una
colla de personatges cultes, extravagants i esnobs i de grans dosis de cafè
crème, blanc cassis, gitanes sans filtre i un empatx de Nabokovs,
Yourcenars i d’altres espècimens de la mateixa condició, s’entossudirà en
intentar trobar debades una sortida existencial a la seva vida. Traspuant la
literatura més políglota i l’humor més enginyós, l’escriptura de Manuel
Foraster ens dibuixa un retrat una mica desenfocat però inesborrable i
indulgent d’una generació lletraferida i cosmopolita de la Barcelona de finals
del segle XX.
Quan
el Lusitania Expreso Madrid-Lisboa va arribar a Valencia de Alcántara, just a
la frontera, a una hora tan intempestiva i irracional com són quarts de cinc de
la matinada(ni els rellotges, de tan ensobacats i encorbits, es posaven d’acord
en l’hora exacta), va pujar un policia de duanes portuguès, originari de Mata
do Buçaco (això es va saber més tard), que es deia Càstor—un nom, d’altra
banda, carregat de mite i, si li treies l’accent, ple de sonoritat sartriana i
beauvoiriana—, que tenia un germà bessó (que s’hauria pogut dir perfectament
Pòl·lux i que segons alguns era un tarambana, um destrambelhado, i segons uns
altres un revolucionari de clavell vermell i molta «Grândola, vila morena:
Terra da fraternidade...», però potser ho era una mica tot i no era cap de les
dues coses alhora) i que també tenia una filla que era metgessa i exercia lluny
de la metrópoli i de la família —el pare que detestava, l’oncle que duia sempre
en l’altar de la revolució— a la colònia portuguesa de Macau per veure si, amb
la distància, tenia més serenidade, tranquilidade, sangue frio o com es digui
en portuguès, per analitzar i afrontar l’entrellat dels seus orígens.
El
caporal, que duia un uniforme de cantant d’òpera que era més gòtic manuelí que
el mític Bussaco Palace de conte de fades del seu poble natal, i que havia
estat llampant però ara ja era deslluït i li venia tres canes gran tot i que el
portava amb una dignitat exagerada, feia el trajecte en tren fins a Marvão i demanava
els passaports o carnets d’identitat als passatgers. F no duia el passaport, i
després de furgar en una bossa de mà, que llavors en deien mariconera, li va
ensenyar un carnet d’identitat escantonat i ronyós que feia quatre o cinc anys
que havia caducat i no li havia ni passat pel cap de renovar.
L’esbroncada
del sergent va ser estentòria, exagerada i deslluïda com el seu uniforme
—potser com la seva vida— i com el que quedava de les antigues grandeses de l’Imperi
portuguès, i va representar-la amb una veu esquerdada però amb una gesticulació
molt continguda. Per un moment a F li va semblar que estaven en una escena d’una
òpera contemporània al Metropolitan Opera House, el mític MET del Lincoln Center,
dalt d’un vagó de tren, amb un tenor (el capità) gesticulant i esbravant-se i
un baríton (F) fent un posat de se me’n fot una merda seca tot el que em dius.
Al comandant uniformat la sang li va pujar de cop a la cara i va començar a
regar-li totes les venetes, que semblaven afluents d’un riu més gran que es
perdien a la punta del nas i a la còrnia dels ulls, i amb unes sacsejades
espasmòdiques i convulses va començar a renegar i a insultar-lo d’una manera
molt metòdica i parsimoniosa per la seva manca de respecte a les normes de
l’Autoritat. A F tanta parafernàlia reprimida li va semblar que era una
enrabiada sobredimensionada, però, a la vegada, empetitida per les bones maneres
i per una educació atlàntica, gairebé ancestral. I si algú, des de la
finestreta del vagó, hagués estat capaç d’analitzar fredament els fets,
segurament li hauria donat la raó.
Vivir es resistir. Tres conferencias y una
conversación de Jorge Semprún
FILOSOFÍA (NF). Ensayo filosófico (ética, metafísica, teoría del conocimiento, etc.)
Marzo 2014
Ensayo E 93
ISBN: 978-84-8383-848-8
País edición: España
200 pág.
16,35 € (IVA no incluido)
Marzo 2014
Ensayo E 93
ISBN: 978-84-8383-848-8
País edición: España
200 pág.
16,35 € (IVA no incluido)
En marzo de 2002, Jorge
Semprún impartió tres conferencias en la Bibliothèque Nationale de París,
dedicadas respectivamente a tres grandes intelectuales europeos: el filósofo
Edmund Husserl, el historiador Marc Bloch y el escritor y periodista George
Orwell. En estas magistrales intervenciones, Semprún nos retrotrae a la
ebullición cultural, social y política que Europa vivió en los años treinta y,
como hicieron en su momento los autores mencionados, defiende que sólo apoyándonos
en la razón crítica y en la fe en los valores democráticos nuestro continente
podrá salir del laberinto en que parece adentrarse en este nuevo siglo.
En abril de 2010, sesenta y cinco años después de la liberación del campo de concentración de Buchenwald, Jorge Semprún pronunció uno de sus más emotivos discursos en la Appelplatz de dicho campo, reproducido en este volumen. Tras aquel discurso, y a lo largo de varios meses, Semprún mantuvo iluminadores diálogos con su amigo el cineasta francés Frank Appréderis, en los que desgrana los hitos de su azarosa existencia. Publicadas póstumamente, y con un prefacio de Bernard Pivot, estas conversaciones son el último y lúcido retrato de uno de los mayores intelectuales europeos del siglo XX.
En abril de 2010, sesenta y cinco años después de la liberación del campo de concentración de Buchenwald, Jorge Semprún pronunció uno de sus más emotivos discursos en la Appelplatz de dicho campo, reproducido en este volumen. Tras aquel discurso, y a lo largo de varios meses, Semprún mantuvo iluminadores diálogos con su amigo el cineasta francés Frank Appréderis, en los que desgrana los hitos de su azarosa existencia. Publicadas póstumamente, y con un prefacio de Bernard Pivot, estas conversaciones son el último y lúcido retrato de uno de los mayores intelectuales europeos del siglo XX.
Pero,
antes de pasar a Husserl y a su conferencia, ¿cuál es la situación de Viena en
1935? ¿En qué contexto se sitúa esa conferencia? ¿En qué circunstancias elaboró
el texto el anciano filósofo Husserl? Recordemos que Viena ha dejado de ser, desde
hace ya tiempo, la capital del esplendor cultural, ideológico y artístico de
comienzos de siglo, que Viena ha sufrido ya terribles golpes en su carne y en
su vida cultural, fundamentalmente la derrota, en 1934, un año antes, del
movimiento obrero socialdemócrata, y la toma de poder por un partido de la
derecha clerical que, en cierto modo, se halla desarmado ante el ascenso del nazismo.
En esa Viena, señalemos algunos elementos culturales para tratar de situar el ambiente
en que se desarrollan el trabajo y la conferencia de Husserl. Por supuesto,
habría que comenzar trazando un análisis —serio y por ende irrealizable hoy, porque
nos llevaría demasiado tiempo, pero quiero remarcar esa ausencia para que
comprendan ustedes que no se trata de un olvido, sino de la imposibilidad de abordar
a fondo esa cuestión en el marco de una conferencia de este tipo—, habría que
abordar antes la relación de Husserl con su alumno o discípulo Heidegger. El asunto
entraña tal complejidad que sería preciso modificar la disposición de la sala.
No podríamos estar sentados así, tendríamos que estar todos ante la misma mesa,
con los documentos, los libros, los papeles a mano para comparar la evolución
de la filosofía de ambos. La dedicatoria de Heidegger, en su primer gran libro,
Sein und Zeit,1 Ser y tiempo, a su maestro Husserl —quien, más adelante, la
retiró de las ediciones posteriores, porque evidentemente no resultaba muy
adecuado dedicar un libro a un profesor judío apartado de la universidad—, expresa
la veneración y la amistad que profesaba Heidegger a su maestro Husserl. Pero
tal veneración y amistad no impidieron que, muy pronto, surgieran divergencias filosóficas
entre ambos: muy pronto, preocuparon a Husserl cierto número de postulados y de
posiciones de Heidegger en el ámbito filosófico que le parecían apartarse del
recto hilo de su concepción fenomenológica de la filosofía. Como digo, resultaría
demasiado largo analizar todo esto a fondo; además, habría que introducir a un
tercer ladrón en esta discusión, porque no se trata tan sólo de la relación de
Heidegger con Husserl, sino también de un filósofo indudablemente demasiado
olvidado por el público de habla francesa y por los amantes de la filosofía en
Francia: Karl Jaspers, otra parte interesada en esta discusión, a través de una
obra de envergadura. Me gustaría limitarme a señalar que resultaría interesante
poner en la balanza del análisis de la época los textos publicados por Heidegger
en aquella época, 1935. El tomo XVI de las obras completas de Heidegger
apareció hace poco tiempo, muy atrasado respecto al orden cronológico de las
publicaciones previstas por sus obras completas, que cuentan con varias decenas
de volúmenes, y que alcanzan ya fechas mucho más próximas a las nuestras. Ese
tomo XVI contiene todas las cartas y documentos escritos por Heidegger y
publicados por él, en la época de su vida universitaria. Y allí se encuentran
por tanto los textos de la época del rectorado, «ese lamentable año del
rectorado», como dice con infinita delicadeza François Fédier en su prólogo a
los Écrits politiques de Heidegger publicados por Gallimard. Y lo más
sorprendente de ese volumen es ver el sinnúmero de textos, convocatorias, formularios,
circulares rectorales que concluyencon el saludo de rigor, que es, claro está,
«Heil Hitler»; lo más sorprendente es ver, en tres o cuatro ocasiones, a aquel
gran filósofo revisar algunos de los temas más íntimos, más personales de su
filosofía (la historicidad, la historialidad, la relación del Dasein con el
mundo) para reinterpretarlos e infundirles una vida —o una muerte— nueva en
función de los postulados del nazismo. Esos textos están ahí. Llegado un día,
tal vez se comenten también en Francia, aun antes de que se traduzcan. Al fin y
al cabo hay bastante gente que lee el alemán en Francia. Así se aportaría
alguna pequeña contribución a la gran discusión sobre el drama de la actitud
política de ese gran filósofo que fue Heidegger.
Otro
gran contemporáneo y vecino de Husserl en Viena fue Sigmund Freud. Recordaré
brevemente su libro de 1921, sin duda aquel en el que piensan todos aquellos
que asisten al ascenso creciente de los totalitarismos: La psicología de las
masas y análisis del yo. Nos hallamos, en el momento al que nos referimos, con
un Freud completamente inmerso en la escritura de su último gran libro, Moisés
y la religión monoteísta, que se publica en 1939, pero en el que ha trabajado
de 1934 a 1938. Y en ese libro aparece, de pronto, una nota añadida en Viena,
fechada en 1938 —y, en la edición final, se precisa que es anterior a marzo de
1938, es decir, de hecho, anterior al Anschluss, anterior a la anexión de
Austria por parte de Hitler en la Alemania hitleriana— una nota en la que, en
unas líneas, pertinentes y escritas en la lengua admirablemente clara y sutil
de Freud, que muchos psicoanalistas deberían trabajar y asimilar, que resalta la
alianza —el fenómeno crucial de la ápoca—, entre la idea de progreso y la de barbarie.
Cita varios ejemplos. En la Unión Soviética, dice, millones de hombres se
alzaron, obligados, oprimidos, para crear una vida mejor. A cambio de eso, se
benefician de una supresión total de libertad, de algunas libertades sexuales y
de una labor antirreligiosa positiva, pero a costa de una ausencia total de
libertad de pensamiento. En Italia —Italia le parece menos interesante a Freud—
señala someramente la existencia del fascismo y de un mismo espíritu gregario y
totalitario. Y en Alemania, dice, se da un componente particular, toda vez que
la barbarie se presenta, sin paliativos ni pretextos ideológicos, sin apelar a
una ideología de progreso para justificarse, se presenta desnuda, abiertamente,
a cara descubierta.
La última noche que pasé contigo de Mayra Montero
NARRATIVA ERÓTICA (F). Novela
Marzo 2014
La Sonrisa Vertical SV 72
ISBN: 978-84-7223-368-3
País edición: España
176 pág.
13,46 € (IVA no incluido)
Marzo 2014
La Sonrisa Vertical SV 72
ISBN: 978-84-7223-368-3
País edición: España
176 pág.
13,46 € (IVA no incluido)
Celia y Fernando, al
casarse su hija, deciden hacer un crucero por el Caribe en el modesto intento
de recobrar una intimidad diezmada hace tiempo por la rutina matrimonial. El
viaje por las islas de ensueño, que ocultan no obstante extraños misterios, se
inicia, como todos los cruceros, al ritmo dulzón de los boleros -que dan
título, no sólo al libro, sino a cada una de las «escalas» de la novela.
Poco a poco, por un
lado, el lector va remontándose en el pasado aparentemente anodino y recatado
de la pareja y, al filo de sus recuerdos, en esa otra vida, infinitamente más
rica y sugerente, donde las parejas suelen agazapar los intensos, u obsesivos o
apasionados secretos inconfesables, y sobre todo inconfesados. Por otro, en el
placentero escenario del crucero, en el que la vida transcurre como en un sueño
de celofán, el lector descubre, junto con Celia y Fernando, que esos mismos
recuerdos, en contacto con la sensualidad natural del entorno, están
alimentando, contaminando, las fantasías eróticas largamente deseadas y
contenidas y que, sobre ellos, gracias a ellos, irán cobrando realidad, en
experiencias cruzadas y entrelazadas, con toda su furia, con toda su crudeza,
ya sin freno posible, hasta el exorcismo liberador, hasta el sacrificio final.
Elena
se casó en marzo. El novio escogió la fecha de su propio cumpleaños para
desposarla. Y ella cedió contenta, y cedió su madre, y cedí yo mismo,
destrozado de verla destrozar su vida uniéndose para siempre a ese granuja que
durante más de dos años la estuvo masacrando, impunemente, en el asiento trasero
de su automóvil. Yo solía espiarlos de madrugada, oculto detrás de las
persianas, cuando él la traía de vuelta a casa. Primero bajaba Elena, miraba a
todas partes y, de un brinco, se metía de nuevo por la puerta de atrás; luego lo
hacía él, con menos cautela, desabrochándose el pantalón antes de zambullirse en
la carnicería. Media hora más tarde aparecían los dos, cada uno por su lado,
ella pálida, arreglándose la falda, y él más sereno, metiéndose la camisa, acomodándose
el cinturón y bostezando. A la mañana siguiente se lo comentaba a Celia, que
inmediatamente se ponía de parte de su hija, en el auto hablaban más tranquilos,
decía, y, además, dentro de nada se iban a casar. El resultado fue que la misma
noche de su boda soñé que estaba dentro del automóvil de Alberto, Alberto se
llama mi yerno, masacrando a mi vez a una muchacha que no era mi hija, sino su
mejor amiga. Se lo conté a Bermúdez, como quien cuenta un chiste, introduciendo
una risita sarcástica, aunque por dentro me reconcomía el temor, esa certeza
nauseabunda de que me estaba callando lo más elemental. «¿Está buena?»,
preguntó Bermúdez. Lo miré azorado y él creyó que no lo había entendido; se
frotó las manos antes de insistir: «Pregunto que si está buena la amiga de tu
hija». En el sueño, sí; en la vida real, la verdad es que no me había fijado.
Jamás me gustaron las jovencitas, ni siquiera cuando tenía edad para que me
gustaran. Celia, por ejemplo, me llevaba tres años, y era de las mujeres más
jóvenes que había tenido en mi vida. A los dieciocho me enredé con aquella dama
que había nacido el mismo año que mi madre. Y a los veinticinco, pocos meses
antes de casarme, estuve a punto de tirarlo todo por la borda a causa de una
mulata, cantadora de rancheras, con la que celebré, además de mi despedida de
soltero, su cumpleaños número cincuenta y dos.
Junto
a Celia me estabilicé, y en todos estos años no recordaba haberle sido infiel
más que en dos o tres ocasiones, cuando ella partía a visitar al padre enfermo,
que es la causa más común por la que las esposas suelen ausentarse. Aquellas
infidelidades me dejaban de plano insatisfecho, al día siguiente amanecía con
una especie de resaca del alma, me levantaba de mal humor y no podía acordarme
de la cara de mi compañera ocasional sin que me viniera a la boca una insidiosa
arcada. A las pocas semanas, Celia volvía llevando de la mano a Elena, hurgando
en cada esquina de la casa como si esperara hallar alguna pista, y era en
presencia de la niña cuando yo me ponía enfermo de remordimientos, la abrazaba
con algo parecido a la desesperación, abrazaba a su madre, que entre tanto me
miraba fijo, fijo y glacial, una mirada insostenible. Nunca supe si Celia
sospechaba de aquellas miserables escapadas mías; ella, por su parte, regresaba
radiante, las gravedades de su padre tenían un efecto rejuvenecedor no sólo en
su rostro, sino también en sus hábitos. Dejábamos a la niña jugando en la
salita y ella me arrastraba hacia la cama, excitada como una gata callejera, me
tumbaba boca abajo, primero boca abajo, y se sentaba a horcajadas sobre mi
nuca. «Ahora, date vuelta.» La obedecía, claro, quedaba yo totalmente expuesto
al universo rojinegro de su carne, entonces ella emprendía esa caricia de
medusa que iba desde mis labios hasta mi frente, afincándose por un momento en
mi nariz, sólo un instante, para después volver atrás, desde mi frente hasta la
lengua, así incansablemente, impulsándose con las dos manos, que se crispaban
al borde de la cabecera, remando absorta sobre la calma chicha de mi rostro, un
cuarto de hora, acaso más, hasta que yo la detenía inmovilizándola por la
cintura, a duras penas sustraía mi rostro empapado y le rogaba que bajara, un
ruego que ella trataba de ignorar hasta que yo, con más firmeza, la empujaba
hacia atrás, la obligaba a retroceder, la ensartaba furiosamente en su
verdadero trono y me dedicaba, en primer lugar, a desabotonarle la blusa (nunca
le daba tiempo de quitársela ella misma), para luego atraerla hacia delante, apretar
sus pechos contra mi boca y desquitarme contra esos dos pezones que después de
tantos días siempre me parecían un poco más oscuros. Alguna vez me pregunté qué
clase de espejismo, hallado junto al padre, la haría volver de esa manera.
Sobre todo aquel día en que le descubrí una marca en el pecho, muy cerca de la
axila, la clásica huella de un chupón, algo diluida ya, porque obviamente tenía
bastantes días. Ella la miró sin inmutarse, dijo que seguramente era el sostén,
le iba quedando demasiado estrecho. Yo evité pensar de nuevo en el asunto, pero
supe, eso sí, que un primo de su padre se quedaba también algunas noches, turnándose
con Celia para cuidarlo en el hospital. Luego, cuando al viejo le daban el
alta, el primo volvía con ellos a la casa y seguían turnándose por las noches,
tantas veces en esa habitación marcada por la muerte, asfixiándose juntos,
ignorando los olores, hay olores que unen más que las desgracias. Me los
imaginé a los dos, velando a los pies de la cama, tropezando deliberadamente en
los pasillos; se me apareció nítida la imagen de Celia ofreciéndole una pastilla
al moribundo mientras que por detrás se le acercaba ese hombre, «Marianito, el
primo de papá», se paraba mansamente a sus espaldas y se le pegaba una pizca, un
roce de nada, mero accidente del destino al agacharse para recoger una revista que
el pobre viejo había dejado caer. Celia se ponía en guardia, pero desechaba la
idea de inmediato, y el primo se aprovechaba de su lasitud, hasta cierto punto
de su inocencia, y volvía poco a poco a las andadas, y frotaba su vientre
contra las nalgas macizas de mi mujer, Celia sintiéndolo y apenándose, era,
después de todo, el primo de su padre, un primo cada vez más solícito que sólo
esperaba a que ella se inclinara (solía inclinarse a limpiar los labios del
anciano) para embestirla sin compasión ni disimulo, imponiendo sus armas aún
por debajo de la tela, jadeando levemente cuando les deseaba a ambos, al padre
y a la hija, muy buenas noches, porque lo que era él, se iba a dormir. La
historia, por supuesto, no paraba ahí. En realidad, Marianito se quedaba acechando
a Celia, esperando a que también ella le diera las buenas noches a papá para
irse a la cama, sólo que no a su cama, «sino a la mía, Celia», susurrándole al
oído que lo había vuelto loco, «usted es la culpable», desgarrándole la blusa
(Celia perdía, en cada uno de sus viajes, un par de buenas blusas), mordiéndola
y empujándola hacia el hueco de la puerta donde ella aún se resistía, se
debatía entre la decencia y el furor, musitando claramente que no y que no,
hasta que Marianito, harto de tanto alarde, le atrapaba una mano, se la llevaba
al bulto y sollozaba en su oreja: «Mira cómo me tienes». Nuestra pequeña Elena,
que viajaba siempre con su madre, andaría a esas horas por el quinto sueño,
pero Celia no podía permitir que la niña despertara y no la viera a su lado, de
modo que en la madrugada salía de la habitación de Marianito hacia la suya
propia, temblando de pies a cabeza, no tanto por el fresco de la hora, como por
la sensación de gozo clandestino que, mal que bien, siempre la alebrestaba. Él
le preguntaba si se verían a la noche siguiente, ella daba la callada por
respuesta y, por supuesto, no volvía. Pero pasados dos o tres días, él la
atrapaba en territorio neutro, pongo por caso la cocina, y mi mujer, haciéndose
la mártir, se dejaba conquistar, se abandonaba toda, se derretía. El hombre
finalmente la arrastraba hacia su madriguera, le alzaba la bata y le aflojaba la
ropa interior, «siéntese aquí, mi reina», y encima le prestaba su rostro para
que enloqueciera.
La rendición de Toni Bentley
NARRATIVA ERÓTICA (F). Novela
Marzo 2014
La Sonrisa Vertical SV 134
ISBN: 978-84-8383-855-6
País edición: España
224 pág.
14,42 € (IVA no incluido)
Marzo 2014
La Sonrisa Vertical SV 134
ISBN: 978-84-8383-855-6
País edición: España
224 pág.
14,42 € (IVA no incluido)
Pocas mujeres lo
practican, y muchas menos lo admitirán. Sin embargo, en las atrevidas memorias
íntimas de la neoyorkina Toni Bentley, tituladas La rendición, la autora
levanta el velo sobre una práctica sexual prohibida por la Biblia y celebra «el
goce que se halla más allá de las convenciones, con sus riesgos y sus
pasiones». Nos referimos a la sodomía, un acto que «no es tabú... pero sí lo
es», afirma Bentley.
Pero esta mujer de hoy,
moderna, que vive como muchas otras mujeres de nuestros días, no teme contar
abiertamente su «rendición», tras ser iniciada por un amante en este placer
radical e inesperado, para abordar todos los aspectos de ese acto «sagrado» en
el que ella se siente renacer. Un acto que implica abandono y confianza, que
colma ciertos deseos de sometimiento, unos anhelos que, por paradójico que
parezca, acaban haciéndola dueña de sí misma y de su placer. El camino hacia
esa liberación cobra, por una parte, visos espirituales, y por otra, gracias a
la franqueza con que cuenta sus experiencias, nos acerca vívidamente una realidad
raras veces descrita.
La rendición, traducida
ya a varias lenguas y muy bien acogida por la crítica, es la exploración de una
obsesión que sin duda obligará a los lectores a cuestionarse sus propios
deseos.
Éste
es el trasfondo de una historia de amor. Un trasfondo que es la historia
completa. La parte de atrás de una historia, para ser exactos. El amor desde
dentro de mi trasero. Colette declaró que no podía escribirse sobre el amor
cuando se estaba bajo su embriagador influjo, como si sólo el amor perdido tuviera
resonancias. Yo, por mi parte, en este gran amor, no vuelvo la vista atrás,
sino que más bien miro desde atrás, narro a partir de lo que he visto con el
ojo de detrás. Éste es un libro donde el asunto principal es breve y lo que hay
detrás lo es todo. Al fin y al cabo, lo que yo tengo detrás cuenta mucho. Cuando
a una la han follado por el culo tanto como a mí, las cosas enseguida se vuelven
muy filosóficas y a la vez muy tontas. Me han sacudido el cerebro junto con el
culo.
Cuando
una mujer tiene una polla metida en el culo, se centra de verdad. La receptividad
se convierte en actividad, no en pasividad. Hay mucho que hacer. Su polla
perfora mi yang –mi deseo de saber, controlar, comprender y analizar– y obliga
a mi yin –mi apertura, mi vulnerabilidad– a aflorar a la superficie. No puedo
hacerlo sola, voluntariamente. Debo ser forzada.
Él
me folla en mi feminidad. Como mujer liberada que soy, es para mí la única
manera de acceder a ella y conservar la dignidad. Boca abajo, con el culo en
alto, no me queda más remedio que sucumbir y perder la cabeza. Así puedo vivir
una experiencia que mi intelecto nunca permitiría, una traición a Olive
Schreiner, Margaret Sanger y Betty Friedan, y una afrenta, desde la
retaguardia, a muchas «feministas» modernas. Pero una vez ahí, no hay vuelta
atrás: al control, a ponerme encima, a hombres más femeninos que yo.
Sencillamente es así como se manifestó mi liberación. Para una mujer racional,
la emancipación por la puerta de atrás nunca sería una elección. Puede ocurrir
sólo como un don. Una sorpresa. Una gran sorpresa.
Ésta
es la historia de cómo llegué a experimentar –y a veces comprender– términos que
aluden a la vida espiritual. He aprendido más sobre su significado y su poder por
medio de la sodomía que de cualquier otra enseñanza.
Y
para mí el sexo anal es un acontecimiento literario. Las primeras palabras empezaron
a fluir cuando él estaba en lo más hondo de mi culo. Su pluma en mi papel. Su
rotulador en mi secante. Su cohete en mi luna. Es curioso de dónde saca una la
inspiración. O cómo recibe una el mensaje.
Después
de mi iniciación supe que debía escribirlo todo. Seguir el rastro, prestar
testimonio ante mí misma, ante él, ante la energía armónica que generábamos.
Suficiente para horadar los parámetros de mi mundo existente. Suficiente para
que la palabra «Dios» cobrase sentido. Suficiente para que la gratitud fluyese
como el agua.
Al
fin y al cabo, yo no deseaba sólo un recuerdo. Inevitablemente, un recuerdo
empañaría la verdad con la vanidad de la nostalgia y la autocompasión del deseo
perdido. Yo quería documentación, como un informe policial, donde dejar constancia
en el mismo momento –o poco después, como mucho una hora– de los detalles del delito,
el delito de forzar la entrada y allanar mi culo, mi corazón. El informe diría:
esto ocurrió, esto realmente sucedió en mi vida, teniendo yo plena conciencia
del hecho.
Además,
si no lo escribiera todo, nadie lo creería jamás, y yo menos que nadie. No lo
creí dos horas después de que él dejase mi cama. Así que lo escribí todo para hacerlo
durar más. Para hacerlo real. Me pareció que las palabras eran la única manera de
marcar el hito, de conservar mi experiencia transitoria de la eternidad. Esto
es un documento testimonial. No paséis por alto el mensaje, distraídas por la
profanidad del acto.
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