Oso de Marian Engel
ISBN: 978-84-15979-56-2
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 168
PVP: 20,95 €
Publicada en 1976 y
adorada por Robertson Davies, Margaret Atwood o Alice Munro, Oso es una novela
delicadísima y calculadamente transgresora, una auténtica parábola de la vuelta
a la naturaleza.
La joven e introvertida
Lou abandona su trabajo como bibliotecaria cuando se le encarga hacer
inventario de los libros de una mansión victoriana situada en una remota isla
canadiense, propiedad de un enigmático coronel, ya fallecido. Ansiosa por
reconstruir la curiosa historia de la casa, pronto descubre que la isla tiene
otro habitante: un oso. Cuando se da cuenta de que este es el único que puede
proporcionarle algo de compañía, surgirá entre ellos una extraña relación. Una
relación íntima, inquietante y nada ambigua. Gradualmente, Lou se va
convenciendo de que el oso es el compañero perfecto, que colma todas sus
expectativas. En todos los sentidos. Será entonces cuando emprenda un camino de
autodescubrimiento. A pesar del impacto que causó su publicación, Oso se alzó
con el Governor General’s Literary Award en 1976 y está considerada una de las
mejores (y más controvertidas) novelas de la literatura canadiense.
Y así, gracias a la generosidad de los demás,
ella había recuperado una felicitación navideña de las trincheras con una bota
de celuloide, un poema dedicado al municipio de Chinguacousy escrito en pergamino
y adornado con un mechón de cabello o la fotografía autografiada del fundador
de una empresa de semillas absorbida por la competencia hacía ya mucho tiempo.
Nimiedades que servían para recordarle que antaño había existido el mundo
exterior y que el presente era mucho más que el ayer y sus papeles
amarillentos, su tinta parda y esos mapas que se desintegraban al desplegarlos.
Sin
embargo, cuando mejoraba el tiempo y conseguía filtrarse algo de sol por las
ventanas del sótano, cuando flotaba polvo primaveral en los rayos de luz y los
viejos ceniceros de estaño empezaban a apestar a un invierno de nicotina y
contemplación, los defectos de su gris mundo privado se hacían evidentes hasta para
ella, pues, por mucho que adorase las cosas viejas y gastadas —cosas ya amadas
y sufridas, objetos con un pasado—, al verse los brazos pálidos como babosas y
las huellas dactilares con manchas de tinta viejísimas, al comprobar que los
comunicados del tablón de anuncios estaban arrugados y obsoletos, al descubrir que
sus ojos ya no enfocaban ante tanta luz, siempre se avergonzaba, pues la imagen
de la Buena Vida que tiempo atrás había grabado en su alma era muy distinta de
esta, y el contraste le hacía sufrir.
Este
año, no obstante, escaparía de ese vergonzoso momento de la verdad. El topo no
se vería obligado a admitir que tendría que haber sido antílope. Cuando el
director la encontró entre sus archivos y mapas enrollados, se plantó solemne
bajo una hilera de retratos de familia donados a la institución con la excusa
de que sería impío colgarlos en el baño (como estaba de moda por aquel
entonces) y le anunció que el pleito por la propiedad Cary se había resuelto,
por fin, a favor del instituto.
Él
la miró, ella lo miró: había ocurrido. Por una vez, en lugar de certificados de
asistencia a catequesis, viejos documentos de emigración, sobres con fotografías
dominicales o marchitas cartas de amor de granjeros desconocidos, les habían
legado algo de valor.
—Será
mejor que hagas las maletas, Lou, y te encargues del asunto. El cambio te hará
bien —dijo el director.
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