jueves, 22 de mayo de 2014

Las tres bodas de Manolita de Almudena Grandes



Manolita siempre ha sido la chica Conmigo No Contéis, es decir, una muchacha que prefería no involucrarse en temas políticos hasta que aparecen unas multicopistas que van a dar la vuelta a su vida, pues la obligaran a tratar con preso de la cárcel de Porlier capaz de hacerlas funcionar, como se dice del preso, con unas simples gomas y un imperdible, va a ser un hombre indispensable para Manolita pues le atraerá su forma de ser tan tímido y sin atractivo en apariencias.


Tras encarcelar a su padre y a su madrastra ella se encargará de sus hermanos, dos se verán obligadas a ir a Bilbao para entrar en un orfanato de monjas en la que vivirán unos años muy duros para ellas y los gemelos se quedaran a su cargo. Mientras tanto su hermano Antonio se encuentra escondido en un tablao flamenco trabajando en la resistencia en un piso del centro de Madrid donde su atractivo atrae a diferentes amantes. 

Grandes ha logrado en esta novela reunir todas las perspectivas posibles en cada uno de sus personajes de las consecuencias de la dictadura de Franco, y además describir las consecuencias de sus actos que, en algunos casos, se entrecruzan como en el caso de El Orejas. A lo largo del libro conoceremos la historia de aquellos que redimieron sus penas en el valle de Cuelgamuros, para construir el Valle de los Caídos, allí la protagonista tratará de construir su vida y al mismo tiempo su hogar. También conoceremos la terrible historia de aquellos niños que fueron esclavizados a través de Isabel que, en apariencia eran instruidos pero que en realidad fueron usados para trabajar, en este caso, para lavar ropa o manteles con sosa y a con horribles métodos de castigo. Además de la venta de “bodas” en la cárcel de Porlier para que, aquellos que quisieran estar con sus maridos o novios pagaran una cantidad desorbitada para poder entrar a reencontrarse con ellos. El relato se compone de diversos puntos de vista y, aunque la protagonista sea Manolita, no menos importante es la perspectiva del Orejas (escalofriante y terrible), la Palmera (que busca la compresión debido a su homosexualidad), Antonio (forma parte de la resistencia), Isabel (que junto a su hermana irán a un orfanato en Bilbao) o Silverio (inesperado amante de la protagonista). En definitiva una novela coral contada en su mayoría por los vencidos, que tratan de sobrevivir en la dura posguerra con las pocas oportunidades que les llegan en un barrio diezmado del centro de Madrid, de una protagonista que trata de llevar adelante a sus hermanos y que busca la felicidad incluso en los momentos más duros. Un compendio de personaje complejos con tramas laberínticas pero que se leen sin perderse en las diferentes historias, éstas se complementan unas con otras hilando y logrando una gran narración.

Recomendado para aquellos que les gusten las novelas de historia situadas en la época en la se vivió el horror de una posguerra interminable para aquellos que les habían quitado todo. También para los que gusten de la buena literatura y tramas con personajes complejos, profundos. Y por último para aquellos que piensen que sobre el franquismo está todo escrito, gracias a la pluma de Almudena Grandes descubrimos historias que no son así, y que nuestros antepasados consiguieron superar unos tiempos en los que sobrevivir resultaba una proeza.

Extractos:

De todo lo que descubrí aquel día en el palacio del marqués de Hoyos, lo que menos me impresionó fue lo que su propietario quería enseñarme. Nunca en mi vida había visto tantos objetos de valor juntos, pero las joyas, las porcelanas, las vajillas de plata maciza tenían sentido. Aquel tesoro no desentonaba en aquella mansión. Sus habitantes, sí.
 Al embocar la calle Marqués de Riscal, el miliciano que hacía de chófer tocó la bocina, y alguien abrió desde dentro el portalón que daba acceso al edificio, una fachada tan sencilla como la de casi todos los palacios de Madrid. Aquel discreto camuflaje de casa de vecinos se desvanecía inmediatamente después, en el inmenso portal cubierto con losas de granito del que arrancaba una espectacular escalera de mármol blanco, sus peldaños abrigados por una alfombra oriental de tonos rojizos. Más allá, al otro lado del patio que el Mercedes cruzó en dirección a la cochera, un arco dejaba ver la mancha verde de los parterres del jardín trasero, al que se abría la fachada noble del edificio. Hacia allí se encaminó mi anfitrión, y al seguirle, vi ropa tendida en las ventanas que daban al patio, un instante antes de escuchar el griterío de una cuadrilla de niños de todas las edades que lo atravesaban corriendo, como si disputaran una carrera sin otra meta que el mono azul del marqués.
 —Un momento, un momento…
Hoyos se rio mientras se esforzaba por mantener el equilibrio, comprometido por la acción de dos docenas de manos pequeñas que tiraban de él en todas direcciones. Sólo cuando lo consiguió, entendí la escena que estaba viendo. El dueño de la casa llevaba los bolsillos llenos de dulces, caramelos, anises y bomboncitos envueltos en papeles brillantes, de colores, pero no se desprendió de aquel cargamento hasta que los niños consintieron en tranquilizarse y hacer una fila.
—Cualquiera pensaría que no les damos de comer, ¿verdad? —me dijo cuando los últimos se marcharon sin dar las gracias, corriendo con la boca llena y tan deprisa como habían llegado—. Toma —se sacó una chocolatina de un bolsillo—. Esta es para ti. ¿Cuántos años tienes?
—Catorce y medio —contesté, mientras la miraba sin saber qué hacer con ella—. En octubre, quince.
—Todavía estás en edad de comer chocolate. Cógela, anda, y cómetela, que yo te vea.
Cuando le di el primer mordisco, se puso en marcha para guiarme hacia el primer piso. Por la escalera nos cruzamos con dos mujeres que bajaban con un cesto de ropa y le saludaron con tanta naturalidad como si fueran sus vecinas. Antes de que él me explicara qué pintaban allí, ya me había dado cuenta de que en realidad lo eran, porque los salones que fuimos atravesando estaban recorridos por unas hileras regulares de sábanas, colgadas de unas cuerdas con pinzas de tender, que compartimentaban el espacio en pequeños habitáculos donde vivían familias enteras. En aquel momento, las que hacían las veces de puerta estaban descorridas, y al pasar por los improvisados pasillos que dejaban libres, pude ver los colchones tirados en el suelo, flanqueados por maletas de cartón, pilas de ropa doblada, juguetes baratos, toallas y palanganas. En los cuartos más grandes, algunos muebles buenos y caros, butacas, sillas, cómodas que debían de formar parte del ajuar del palacio, hacían las veces de armarios para acentuar el carácter absurdo, imposible, de aquel campamento nómada instalado entre muros recubiertos de seda o decorados con pinturas al fresco, con chimeneas de mármol y techos altísimos, sus gruesas molduras de escayola tan blancas como si estuvieran hechas con nata montada.
Hoyos y yo atravesamos cuatro salas seguidas, comunicadas entre sí por puertas acristaladas, abiertas de par de par. En la última, una biblioteca con las paredes recubiertas de vitrinas llenas de libros, había una escalera que daba acceso al segundo piso a través de una puerta de taracea, la única que parecía cerrada en toda la casa.

Isabel Perales García había descubierto que el único remedio eficaz para aliviar el dolor de sus manos consistía en sumergirlas dentro del lavadero.
El primer jueves de diciembre de 1941, el agua de la pila salía helada del grifo y su temperatura le entumecía la piel, la anestesiaba como si tuviera el poder de rellenar los agujeros, aquellos picotazos por los que asomaba la carne viva, brillante al principio, mientras el anuncio de la sangre se confundía con un líquido transparente que parecía agua pero olía mal, oscura después, cuando las heridas sangraban para trazar delgados hilos rojizos que manchaban la espuma del detergente. Esas heridas tenían peor aspecto que las otras, aunque no resultaban tan dolorosas como las blandas, aquellos lunares de aspecto gelatinoso y color amarillento, más o menos verdoso, que se hinchaban alrededor de un reborde inflamado, relleno de pus. Lo que afloraba en ellas parecía carne muerta, tan extrañamente sensible, sin embargo, que la hacía llorar de dolor cuando la rozaba algo que no fuera el agua helada. Casi todas las niñas tenían algún agujero en las manos, ninguna tantos como ella. Por eso, aquella mañana, cuando la hermana Raimunda anunció la hora del caldo, Isabel se quedó en los lavaderos. Tenía hambre, pero las manos le dolían más que el estómago.
—¿Qué hace usted aquí?
El tono de aquella pregunta, pura curiosidad amable, lejos del acento airado, amenazador, en el que la había escuchado otras veces, la impulsó a girar la cabeza. La madre Carmen, que todavía no había cumplido treinta años y tenía el cutis liso, sonrosado y perfecto como el de una figura de porcelana, se acercó caminando como si flotara, el bajo de la túnica negra ocultando sus pies, el velo ondeando a su espalda. Isabel apenas la conocía, pero le caía bien porque la había visto jugar en el patio con las pequeñas, agacharse y levantarse como una niña más hasta caerse de culo en el suelo. Sin embargo, aquella canción de corro, achupé, achupé, sentadita me quedé, no le pareció una garantía suficiente para responder a esa pregunta.
 —¿Por qué no ha ido usted a tomar el caldo con las demás? —volvió a preguntar cuando llegó a su lado.
—Es que… No tengo hambre.
—¿No tiene usted hambre?
Entre la primera y la última palabra de aquella pregunta, algo cambió en su voz, que fue adelgazando, haciéndose más frágil, más fina, hasta desfallecer al final, como si a su propietaria le faltara aire para pronunciar la última sílaba. Isabel se dio cuenta, la miró, y siguió su mirada hasta el agua de la pila, la espuma que su sangre había teñido de rosa.
—Enséñeme las manos.
—No —la niña negó con la cabeza.
—Enséñeme las manos, por favor —pero la mujer la cogió por una muñeca con suavidad—. Por favor…
Era la primera vez en más de seis meses que una monja se interesaba por su problema, pero no se lo agradeció. Habría preferido mantener el secreto de sus manos destrozadas, esconderlas en las axilas o debajo de las mangas, porque se avergonzaba de su debilidad y sabía que, en aquella casa, lo mejor era pasar desapercibida. Por eso les dio la vuelta antes de sacarlas del agua, y enseñó las palmas amoratadas, inflamadas pero enteras.
—No, así no… Por el otro lado.
Isabel obedeció, no habría podido hacer otra cosa, y al enseñar el dorso de sus manos, las miró como si nunca hubiera visto aquella piel perforada desde la base hasta la punta de los dedos, los lunares de sangre y de pus que dibujaban un mapa de colores violentos donde apenas se reconocía el tono original, uniforme, que sobrevivía en el resto de su cuerpo.

Editorial: Tusquets Editores
Autor: Almudena Grandes
Páginas:  768
Precio: 21,75 euros

Book trailer:

 


1 comentario:

  1. Hace poco terminé "El lector de Julio Verne", y me gustó mucho. Pero es que casi todo lo de Almudena me gusta mucho.
    Besos!

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