Manolita
siempre ha sido la chica Conmigo No Contéis, es decir, una muchacha que
prefería no involucrarse en temas políticos hasta que aparecen unas
multicopistas que van a dar la vuelta a su vida, pues la obligaran a tratar con
preso de la cárcel de Porlier capaz de hacerlas funcionar, como se dice del
preso, con unas simples gomas y un imperdible, va a ser un hombre indispensable
para Manolita pues le atraerá su forma de ser tan tímido y sin atractivo en
apariencias.
Tras
encarcelar a su padre y a su madrastra ella se encargará de sus hermanos, dos
se verán obligadas a ir a Bilbao para entrar en un orfanato de monjas en la que
vivirán unos años muy duros para ellas y los gemelos se quedaran a su cargo.
Mientras tanto su hermano Antonio se encuentra escondido en un tablao flamenco trabajando
en la resistencia en un piso del centro de Madrid donde su atractivo atrae a
diferentes amantes.
Grandes
ha logrado en esta novela reunir todas las perspectivas posibles en cada uno de
sus personajes de las consecuencias de la dictadura de Franco, y además
describir las consecuencias de sus actos que, en algunos casos, se entrecruzan
como en el caso de El Orejas. A lo largo del libro conoceremos la historia de
aquellos que redimieron sus penas en el valle de Cuelgamuros, para construir el
Valle de los Caídos, allí la protagonista tratará de construir su vida y al
mismo tiempo su hogar. También conoceremos la terrible historia de aquellos
niños que fueron esclavizados a través de Isabel que, en apariencia eran
instruidos pero que en realidad fueron usados para trabajar, en este caso, para
lavar ropa o manteles con sosa y a con horribles métodos de castigo. Además de
la venta de “bodas” en la cárcel de Porlier para que, aquellos que quisieran
estar con sus maridos o novios pagaran una cantidad desorbitada para poder entrar
a reencontrarse con ellos. El relato se compone de diversos puntos de vista y,
aunque la protagonista sea Manolita, no menos importante es la perspectiva del
Orejas (escalofriante y terrible), la Palmera (que busca la compresión debido a
su homosexualidad), Antonio (forma parte de la resistencia), Isabel (que junto
a su hermana irán a un orfanato en Bilbao) o Silverio (inesperado amante de la
protagonista). En definitiva una novela coral contada en su mayoría por los
vencidos, que tratan de sobrevivir en la dura posguerra con las pocas
oportunidades que les llegan en un barrio diezmado del centro de Madrid, de una
protagonista que trata de llevar adelante a sus hermanos y que busca la
felicidad incluso en los momentos más duros. Un compendio de personaje
complejos con tramas laberínticas pero que se leen sin perderse en las
diferentes historias, éstas se complementan unas con otras hilando y logrando
una gran narración.
Recomendado
para aquellos que les gusten las novelas de historia situadas en la época en la
se vivió el horror de una posguerra interminable para aquellos que les habían
quitado todo. También para los que gusten de la buena literatura y tramas con
personajes complejos, profundos. Y por último para aquellos que piensen que
sobre el franquismo está todo escrito, gracias a la pluma de Almudena Grandes
descubrimos historias que no son así, y que nuestros antepasados consiguieron
superar unos tiempos en los que sobrevivir resultaba una proeza.
Extractos:
De todo lo que descubrí aquel día
en el palacio del marqués de Hoyos, lo que menos me impresionó fue lo que su
propietario quería enseñarme. Nunca en mi vida había visto tantos objetos de
valor juntos, pero las joyas, las porcelanas, las vajillas de plata maciza
tenían sentido. Aquel tesoro no desentonaba en aquella mansión. Sus habitantes,
sí.
Al embocar la calle Marqués de Riscal, el
miliciano que hacía de chófer tocó la bocina, y alguien abrió desde dentro el
portalón que daba acceso al edificio, una fachada tan sencilla como la de casi
todos los palacios de Madrid. Aquel discreto camuflaje de casa de vecinos se
desvanecía inmediatamente después, en el inmenso portal cubierto con losas de
granito del que arrancaba una espectacular escalera de mármol blanco, sus
peldaños abrigados por una alfombra oriental de tonos rojizos. Más allá, al
otro lado del patio que el Mercedes cruzó en dirección a la cochera, un arco
dejaba ver la mancha verde de los parterres del jardín trasero, al que se abría
la fachada noble del edificio. Hacia allí se encaminó mi anfitrión, y al
seguirle, vi ropa tendida en las ventanas que daban al patio, un instante antes
de escuchar el griterío de una cuadrilla de niños de todas las edades que lo
atravesaban corriendo, como si disputaran una carrera sin otra meta que el mono
azul del marqués.
—Un momento, un momento…
Hoyos se rio mientras se esforzaba
por mantener el equilibrio, comprometido por la acción de dos docenas de manos
pequeñas que tiraban de él en todas direcciones. Sólo cuando lo consiguió,
entendí la escena que estaba viendo. El dueño de la casa llevaba los bolsillos
llenos de dulces, caramelos, anises y bomboncitos envueltos en papeles
brillantes, de colores, pero no se desprendió de aquel cargamento hasta que los
niños consintieron en tranquilizarse y hacer una fila.
—Cualquiera pensaría que no les
damos de comer, ¿verdad? —me dijo cuando los últimos se marcharon sin dar las
gracias, corriendo con la boca llena y tan deprisa como habían llegado—. Toma
—se sacó una chocolatina de un bolsillo—. Esta es para ti. ¿Cuántos años
tienes?
—Catorce y medio —contesté,
mientras la miraba sin saber qué hacer con ella—. En octubre, quince.
—Todavía estás en edad de comer
chocolate. Cógela, anda, y cómetela, que yo te vea.
Cuando le di el primer mordisco, se
puso en marcha para guiarme hacia el primer piso. Por la escalera nos cruzamos
con dos mujeres que bajaban con un cesto de ropa y le saludaron con tanta
naturalidad como si fueran sus vecinas. Antes de que él me explicara qué
pintaban allí, ya me había dado cuenta de que en realidad lo eran, porque los
salones que fuimos atravesando estaban recorridos por unas hileras regulares de
sábanas, colgadas de unas cuerdas con pinzas de tender, que compartimentaban el
espacio en pequeños habitáculos donde vivían familias enteras. En aquel
momento, las que hacían las veces de puerta estaban descorridas, y al pasar por
los improvisados pasillos que dejaban libres, pude ver los colchones tirados en
el suelo, flanqueados por maletas de cartón, pilas de ropa doblada, juguetes
baratos, toallas y palanganas. En los cuartos más grandes, algunos muebles
buenos y caros, butacas, sillas, cómodas que debían de formar parte del ajuar
del palacio, hacían las veces de armarios para acentuar el carácter absurdo,
imposible, de aquel campamento nómada instalado entre muros recubiertos de seda
o decorados con pinturas al fresco, con chimeneas de mármol y techos altísimos,
sus gruesas molduras de escayola tan blancas como si estuvieran hechas con nata
montada.
Hoyos y yo atravesamos cuatro salas
seguidas, comunicadas entre sí por puertas acristaladas, abiertas de par de
par. En la última, una biblioteca con las paredes recubiertas de vitrinas
llenas de libros, había una escalera que daba acceso al segundo piso a través
de una puerta de taracea, la única que parecía cerrada en toda la casa.
Isabel Perales García había
descubierto que el único remedio eficaz para aliviar el dolor de sus manos
consistía en sumergirlas dentro del lavadero.
El primer jueves de diciembre de
1941, el agua de la pila salía helada del grifo y su temperatura le entumecía
la piel, la anestesiaba como si tuviera el poder de rellenar los agujeros,
aquellos picotazos por los que asomaba la carne viva, brillante al principio,
mientras el anuncio de la sangre se confundía con un líquido transparente que
parecía agua pero olía mal, oscura después, cuando las heridas sangraban para
trazar delgados hilos rojizos que manchaban la espuma del detergente. Esas
heridas tenían peor aspecto que las otras, aunque no resultaban tan dolorosas
como las blandas, aquellos lunares de aspecto gelatinoso y color amarillento,
más o menos verdoso, que se hinchaban alrededor de un reborde inflamado,
relleno de pus. Lo que afloraba en ellas parecía carne muerta, tan extrañamente
sensible, sin embargo, que la hacía llorar de dolor cuando la rozaba algo que
no fuera el agua helada. Casi todas las niñas tenían algún agujero en las
manos, ninguna tantos como ella. Por eso, aquella mañana, cuando la hermana
Raimunda anunció la hora del caldo, Isabel se quedó en los lavaderos. Tenía
hambre, pero las manos le dolían más que el estómago.
—¿Qué hace usted aquí?
El tono de aquella pregunta, pura
curiosidad amable, lejos del acento airado, amenazador, en el que la había
escuchado otras veces, la impulsó a girar la cabeza. La madre Carmen, que
todavía no había cumplido treinta años y tenía el cutis liso, sonrosado y
perfecto como el de una figura de porcelana, se acercó caminando como si
flotara, el bajo de la túnica negra ocultando sus pies, el velo ondeando a su
espalda. Isabel apenas la conocía, pero le caía bien porque la había visto
jugar en el patio con las pequeñas, agacharse y levantarse como una niña más
hasta caerse de culo en el suelo. Sin embargo, aquella canción de corro,
achupé, achupé, sentadita me quedé, no le pareció una garantía suficiente para
responder a esa pregunta.
—¿Por qué no ha ido usted a tomar el caldo con
las demás? —volvió a preguntar cuando llegó a su lado.
—Es que… No tengo hambre.
—¿No tiene usted hambre?
Entre la primera y la última
palabra de aquella pregunta, algo cambió en su voz, que fue adelgazando,
haciéndose más frágil, más fina, hasta desfallecer al final, como si a su
propietaria le faltara aire para pronunciar la última sílaba. Isabel se dio cuenta,
la miró, y siguió su mirada hasta el agua de la pila, la espuma que su sangre
había teñido de rosa.
—Enséñeme las manos.
—No —la niña negó con la cabeza.
—Enséñeme las manos, por favor
—pero la mujer la cogió por una muñeca con suavidad—. Por favor…
Era la primera vez en más de seis
meses que una monja se interesaba por su problema, pero no se lo agradeció.
Habría preferido mantener el secreto de sus manos destrozadas, esconderlas en
las axilas o debajo de las mangas, porque se avergonzaba de su debilidad y
sabía que, en aquella casa, lo mejor era pasar desapercibida. Por eso les dio
la vuelta antes de sacarlas del agua, y enseñó las palmas amoratadas,
inflamadas pero enteras.
—No, así no… Por el otro lado.
Isabel obedeció, no habría podido
hacer otra cosa, y al enseñar el dorso de sus manos, las miró como si nunca
hubiera visto aquella piel perforada desde la base hasta la punta de los dedos,
los lunares de sangre y de pus que dibujaban un mapa de colores violentos donde
apenas se reconocía el tono original, uniforme, que sobrevivía en el resto de
su cuerpo.
Editorial: Tusquets Editores
Autor: Almudena GrandesPáginas: 768
Precio: 21,75 euros
Book trailer:
Hace poco terminé "El lector de Julio Verne", y me gustó mucho. Pero es que casi todo lo de Almudena me gusta mucho.
ResponderEliminarBesos!