Gervase
Fen se encuentra esta vez con un caso muy —como dice el título—ensangrentado.
En el mismo campus aparecen dos profesores asesinados, la desaparición de una
joven y el asesinato de una anciana en su cottage situado cerca del lugar. Todo
ello cuando el curso se encuentra a punto de acabar, el día antes de la
ceremonia de la entrega de premios con el que se cierra el curso escolar.
Ahí
comienza la extraordinaria historia pero, además, la desaparición de unas
cartas y un manuscrito de los Relatos de amor logrados de Shakespeare aumentan
la ganas del interprendo profesor de Oxford en busca del asesino. La vida en el
campus es muchas veces monótona y tediosa, cargada siempre de costumbres que no
logra satisfacer a los profesores por ello cuando descubren la obra perdida del
escritor sus argucias se desenfrenan en el pequeño pueblo en el que sucede la
historia.
Crispin
ha conseguido en esta novela atrapar al lector a través de un misterio dentro
de otro, es decir, los asesinatos dentro de la autoría del texto perdido del
cottage de la anciana, ésta consigue que queramos saber más sobre Shakespeare
después de acabar la novela. En este libro el autor logró mezclar la intriga
con el humor junto con la historia todo ello hilado y descrito hasta el
milímetro, con la sagacidad que desprende en cada uno de sus diálogos,
característico del escritor además de lograr una enrevesada trama. En
definitiva una novela en la que Gervase Fen consigue dibujarnos una sonrisa al
ser crítico con los personajes o con los campus y sus costumbres, con una
envolvente y adictiva historia que va tras los pasos de una misteriosa obra
perdida de Shakespeare y con unos crímenes aparentemente simples pero que
esconden más de lo que aparentan.
Recomendado
para aquellos a los que les gusten la intriga, el misterio y el sarcasmo, todo
ello se encuentra en esta novela en las oportunas dosis para que la trama
avance ágilmente. También para los que les guste las novelas que describen
situaciones extravagantes y, del mismo modo, originales. Y por último para
todos los seguidores del genial profesor Gervase Fen en sus andanzas por
descubrir al culpable de los oscuros crímenes a los que se enfrenta.
Extractos:
El director abría la comitiva e
indicaba el camino con una linterna que había cogido de un cajón de su
escritorio, y durante la caminata de tres minutos hasta el edificio Hubbard
nadie pronunció ni una sola palabra. La brisa aleteaba levemente en sus rostros,
prometiéndoles perspectivas de frescor que sabían que jamás se cumplirían. Unos
jirones de nubes oscurecieron el cielo, que quedó tapado salvo por un puñado de
estrellas. Al abandonar el césped, los zapatos comenzaron a traquetear con
estremecedora violencia en el asfalto, y se escuchó cómo todos jadeaban
trabajosamente, como si al aire recalentado y pesado le faltara precisamente el
oxígeno. Al final, la mole cubierta de hiedra del bloque de aulas se presentó
ante ellos, y tras hacerse de nuevo un lío para ver quién procedía primero,
entraron.
Algunas luces turbias y palpitantes
seguían encendidas. Cruzaron todos un vestíbulo desnudo, pavimentado en piedra,
y subieron un amplio tramo de escaleras cuyos peldaños habían sido pulidos en
su tramo central por generaciones de muchachos que los habían maltratado sin
piedad. Los cristales de las ventanas, convertidos en espejos por la oscuridad
del otro lado y la iluminación interior, reflejaron aquella silenciosa
procesión, y sus pasos despertaron violentos ecos. El edificio parecía sumido
en un dulce sueño, como hipnotizado por la varita mágica de un prestidigitador.
Entraron en un largo pasillo, sombrío y desierto, desprovisto de cualquier
objeto. Las puertas numeradas que lo flanqueaban dejaban ver en su parte
inferior las marcas de innumerables patadas juveniles que las habían ido
oscureciendo a lo largo de los años.
Junto a una de ellas yacía la
melancólica hoja de un cuaderno: un examen, con superabundancia de correcciones
en tinta roja, y con la huella de un zapato en una esquina. Al final del pasillo
había una puerta que parecía algo más robusta que las demás. El director la
empujó y se abrió paso en la sala de profesores.
Era una estancia grande, de techos
altos, de forma perfectamente rectangular. Colgado en la pared, junto a la
única puerta existente, había un tablón de anuncios de tapete verde, repleto de
notas. Al fondo de la estancia había varias hileras de pequeñas taquillas,
pintadas de negro, y con los nombres de los propietarios en pequeñas cintas de
cartón encajadas en raíles de metal. Había también unas estanterías de caoba
medio vacías, una alfombra raída, de color marrón, manchada de ceniza, una
larga hilera de perchas con una o dos batas que eran tan viejas que se habían
vuelto verdes. Una gran mesa ocupaba el centro de la sala, salpicada de manchas
de tinta, lapiceros mordisqueados, ceniceros, y gruesos sobres. Unas mesas más
pequeñas flanqueaban la gran mesa central. Había tres butacas que a primera
vista parecían bastante cómodas, y un número mucho mayor de sillas que desgraciadamente
no lo parecían en absoluto. Las cortinas de arpillera estaban recogidas y las
ventanas permanecían completamente abiertas. Y en el suelo, mirando con ojos
ciegos las moscas que se arrastraban por el techo, estaba el cuerpo de Michael
Somers.
A pesar de todo ello, la
primera impresión, y la más fuerte, que tuvieron al entrar en la habitación no
tuvo nada que ver con el cadáver, sino con el calor reinante. Los golpeó como
una vaharada asfixiante, y enseguida vieron que la causa era una gran estufa
eléctrica que se encontraba en medio de la sala. El portero, Wells, se tambaleó
un poco. Tenía hileras de sudor corriéndole por el rostro, como si fuera
lluvia. Murmuró algo, pero en aquel momento nadie le hizo caso. Tras el primer
golpe insoportable de calor, no tuvieron ojos para ninguna otra cosa que no
fuera el cadáver.
El día de entrega de premios y
diplomas amaneció brillante y luminoso: una circunstancia rara por la cual el
director había dado infinitas gracias a Dios; al menos se ahorraría la molestia
de sustituir el programa en el exterior por una programación a cubierto.
Durante el desayuno, en el salón bañado de sol matutino, Fen le contó las
circunstancias del fallecimiento de Love, y el director escuchó la historia con
semblante sombrío.
—Me he pasado la noche en blanco
por el cansancio y las preocupaciones —dijo—. Ahora me siento como un borracho
a la mañana siguiente de... Bien, aunque demasiado consciente de la sordidez de
todo. Tengo que acordarme de escribir sin falta a Gabbitas esta misma mañana
para que me busquen un par de sustitutos. —Se sirvió más café—. ¡Cielos, cómo
detesto estos cambios! A veces pienso que el cambio, y solo el cambio,
constituye la fuente de todas las desgracias. Sin duda el Paraíso era un lugar
estático y letárgico.
—Todo avance implica un cambio
—apuntó Fen sin mucho entusiasmo. La hora del desayuno no era precisamente su
mejor momento del día.
—Entonces todo avance es malo
—dijo el director dogmáticamente—. Al menos en el plano material, naturalmente.
La Naturaleza exige, por alguna inescrutable razón, un equilibrio. Destruye ese
equilibrio y la desgracia se abatirá sobre ti mientras dure la transición hacia
un equilibrio diferente. Un hombre tiene una bicicleta, y está tan contento. Entonces
se le antoja un coche, y se sentirá un desgraciado (porque el antiguo
equilibrio entre él y su posesión se ha roto) hasta que lo consiga. Y así
sucesivamente.
—Me siento inclinado a pensar
—dijo Fen— que ni los cambios favorables ni los desfavorables tienen demasiada
importancia en el conjunto de las desgracias humanas. La Historia demuestra que
las desgracias y las miserias humanas son valores constantes en el tiempo,
aunque varíen en su aspecto. La ciencia nos libra de las enfermedades pero nos amenaza
con la bomba atómica. El humanitarismo nos libra de los sufrimientos del
trabajo, pero a cambio nos entrega a los horrores de la agitación política. Hay
una gran variedad de desgracias, cierto, pero eso es todo.
—Soy de natural pesimista —dijo el
director—. Bueno, da igual, este no es el momento para establecer filosofías de
la historia. ¿Tienes alguna idea sobre esos asesinatos?
—Lo que tengo son unas
cuantas sospechas importantes. Pero aún no hemos recopilado todos los datos.
—Comprendo. —El director acabó su
café y se metió una vieja pipa de cerezo en la boca—. Bueno, pues tendré que ir
a ponerme la toga. ¿Vas a llevar la ropa ceremonial todo el día?
—Santo Dios, no. Me moriría de
calor. Me la pondré solo para la entrega de diplomas, y ya está... Por cierto,
¿tienes un anuario del colegio que me pudieras prestar?
—Hay uno en la mesa del
vestíbulo —dijo el director mientras salía por la puerta—. Puedes quedártelo si
quieres.
Editorial: Impedimenta
Autor: Edmund CrispinPáginas: 336
Precio: 22,50 euros
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