La ceremonia se celebró en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, estuvieron presentes el Rey, la Ministra de Cultura o la presidenta de la Comunidad de Madrid entre otros. Ana María Matute de 85 años recibió ayer el premio que ganó en 2010 entre aplausos y elogios dedicados a esta fantástica escritora barcelonesa.
La Matute, como la gusta que la llamen empezó así: «Sospecho que no soy la primera en decir que nunca, durante la larga travesía de mi vida (salpicada, por cierto, de abundantes tempestades), imaginé que llegara a conocer un día como éste. Y, junto a la inmensa alegría que me invade, debo confesarles que preferiría escribir tres novelas seguidas y veinticinco cuentos, sin respiro, a tener que pronunciar un discurso, por modesto que éste sea. Y no es que menosprecie los discursos: sólo los temo. Mi incapacidad para ellos quedará manifiesta enseguida, y, por tanto, me permito apelar a su benevolencia. Pero antes deseo hacerles partícipes de mi agradecimiento: este premio lo considero como el reconocimiento, ya que no a un mérito, al menos a la voluntad y amor que me han llevado a entregar toda mi vida a esta dedicación.»
Dio paso a su propia vida y la historia que en ella se enmarca: «El tiempo en el que yo inventaba era un tiempo muy niño y muy frágil, en el que yo me sentía distinta: era tartamuda, más por miedo que por un defecto físico. La prueba de ello es que esa tartamudez desapareció durante los bombardeos. O así lo creo. Pero el caso es que, salvo excepciones, las niñas de aquel tiempo, mujeres recortadas, poco o nada tenían que ver conmigo. Y traigo esto a cuento de explicar –y quizá explicarme de algún modo– mi extrañeza, mi entrega total, absoluta, a esto que luego supe se llamaba Literatura. Y que ha sido, y es, el faro salvador de muchas tormentas.»
Siguió hablando de sus comienzos en el mundo editorial: «La osadía que impulsa a los adolescentes y a los ignorantes y a los fabricantes de inventos y de sueños –¿acaso no son, a veces, una misma cosa?–, todo eso me empujó a llevar mi primera novela –escrita años antes, a los diecisiete– a probar fortuna en una de las más prestigiosas editoriales. Pero mi mayor osadía era no sólo llevar una novela casi adolescente a una importante editorial, sino que, encima, la llevaba escrita a mano, en un cuaderno escolar, cuadriculado, con las tapas de hule negro. (Si alguien de mi edad me está escuchando, sabrá de qué tipo de libreta hablo. Eran las libretas de la posguerra.) Yo iba a Destino cada día, con mi libretita bajo el brazo, diecinueve años y calcetines –que entonces estaban de moda a esa edad– y mi aspecto aún más aniñado del normal. Un empleado que se había fijado en mí (debía de resultar patética) se conmovió con mis pretensiones y mi libreta y me consiguió una entrevista con el director. Se trataba del novelista Ignacio Agustí, que acababa de tener un enorme éxito con su novela Mariona Redbull. Cuando vio mi cuadernito lleno de letras e “inventos”, tuvo la delicadeza de no manifestar ni burla ni extrañeza. Debo agradecérselo, era un verdadero señor. Con infinita paciencia, me explicó que debía pasarlo a máquina y que ellos lo leerían, y que ya me dirían algo. Aún hoy me sonrojo recordándolo.»
También habló de los cuentos de hadas: «Sobre la famosa crueldad de los cuentos de hadas –que, por cierto, no fueron escritos para niños, sino que obedecen a una tradición oral, afortunadamente recogida por los hermanos Grimm, Perrault y Andersen, y en España, donde tanta falta hacía, por el gran Antonio Almodóvar, llamado “el tercer hermano Grimm”–, me estremece pensar y saber que se mutilan, bajo pretextos inanes de corrección política más o menos oportunos, y que unas manos depredadoras, imaginando tal vez que ser niño significa ser idiota, convierten verdadera joyas literarias en relatos no sólo mortalmente aburridos, sino, además, necios. ¿Y aún nos preguntamos por qué los niños leen poco? Yo recuerdo aquellos días en Sitges, hace años, cuando algunas tardes de otoño venía a mi casa un tropel de niños y, junto al fuego –como está mandado–, oían embelesados repetir por enésima vez las palabras mágicas: “Érase una vez…” Y habían dejado la televisión para escucharlas.»
Para finalizar con estos párrafos: «Con ello sólo quiero decir que aquella lucecita azul, aquel virus, no me abandonó nunca. Cuando Alicia, por fin, atravesó el cristal del espejo y se encontró no sólo con su mundo de maravillas, sino consigo misma, no tuvo necesidad de consultar ningún folleto explicativo. Se lo inventó, como la música de papá.
Ahora, tras estas deshilvanadas palabras, ojalá haya logrado trasmitirles algo de mi alegría, mi gratitud por la distinción que aquí me trae. Y me permito hacerles un ruego: si en algún momento tropiezan con una historia, o con alguna de las criaturas que trasmiten mis libros, por favor créanselas. Créanselas porque me las he inventado.
Muchas gracias.»
Tras decir esto el lugar se llenó de los aplausos de los asistentes, desde el Rey hasta la Ministra, todos la felicitaron con ese gesto su labor a la literatura. Para concluir confieso que me quedo con esta frase: “El que no inventa, no vive” que la autora se inspiró en una frase de San Juan.
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